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martes, 28 de mayo de 2013

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Tenía especial interés en ver Todake no Kyodai (Hermanos y Hermanas de la familia toda), filmada por Ozu Yasuhiro en 1941, no tanto por su carácter de película de Ozu, sino por el contexto histórico y político en el que había sido filmada.

Incluso los más ignorantes en cuestiones históricas reconocerán la fecha. Se trata del año en que Japón lanzó el ataque contra Pearl Harbor, desencadenando la intervención estadounidense en la guerra del Pacífico, que llevaría a Japón a una catástrofe nacional sin paliativos, simbolizada por las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Lo que la mayoría del público desconoce es que por aquel entonces Japón llevaba ya cuatro años en guerra con China (10 si contamos la ocupación de Manchuria), una aventura imperial que se había revelado como un callejón sin salida, no sólo por convertirse en un sumidero  de soldados y recursos imposible de colmar, sino por enfrentarle a las grandes potencias imperialistas de su tiempo: la URSS, EEUU y el Reino Unido. Una encrucijada histórica en la que la única salida a las dificultades parecía ser aumentando la apuesta, enfrentarse a los enemigos cuando aún se era poderoso y se podía aspirar a vencerles en una campaña relámpago, antes que la frágil economía japonesa se quebrase bajo el doble peso del esfuerzo bélico y el embargo económico.

En consonancia con esta evolución militar, el Japón de los años 30 evolucionó de la democracia liberal a un régimen dictatorial, en el que si bien seguía existiendo un parlamento funcional, gran parte de los partidos políticos de la oposición habían sido puestos fuera de la ley, mientras que el poder real recaía sobre un reducido grupo de industriales y militares, más tarde, sólo militares. Este giro hacia el totalitarismo se reflejó en todos los ambientes sociales y culturales, en los que se produjo una depuración de las influencias occidentales acompañada de una promoción activa de las - supuestas - virtudes tradicionales japoneses. Llegado cierto momento, simbolizado por la ley del cine de octubre de 1939, toda película japonesa se vio obligada a cantar las alabanzas del nuevo orden promovido por la autoridades militares, so pena de ser prohibiba antes haber sido rodada, con la amenaza latente del castigo - en la forma de reclutamiento en el ejército - para todos aquellos que se desviasen de las directrices oficiales.

Este giro hacia un conservadurismo y un nacionalismo extremo tuvo consecuencias devastadoras para toda una generación de cineastas japoneses, especialmente para aquellos que como Mizoguchi y Ozu, bien habían criticado directamente el Japón feudal y retrógrado, bien habían mostrado simpatías hacia las modas occidentales. Yo sabía de lo que ocurriera en el caso de Mizoguchi, firmante - ya fuera voluntariamente u obligado - de un manifiesto cantando las alabanzas del nuevo Japón imperial y la obligación de todo japonés de entregar su vida por el nuevo orden, así como del extraño giro que tomaron sus películas en el periodo 1939 - 1945, negación de sus ideales políticos más queridos, aun cuando entre ellas se cuenten algunas obras maestras. Desconocía, sin embargo, lo que había pasado con Ozu, aunque sí sabía que se las había arreglado para pasar más o menos desapercibido.

De ahí, mi interés por Todake no Kyodai y mi triste constatación de que él también se había visto a transigir y agachar la cabeza. Ingenuo de mí, hijo de una democracia, que imagina que es posible vivir y prosperar - incluso criticarla - en una dictadura sin bailar al son que esta impone. Es cierto que la claudicación de Ozu frente a las directrices propagandísticas del militarismo japonés no es tan estridentes como en el caso de Mizoguguchi, pero ahí está y es imposible negarla, aunque se limite a la resolución de los conflictos que tiene lugar al final de la película.

En él, en una resolución que hubiera hecho las delicias de nuestras derechas patrias, el hijo tarambana se encuentra a sí mismo y se redime tras haber emigrado a China, a los nuevos territorios del Far West japonés que sólo esperan que los hijos de la raza superior vayan a ocuparlas. Tan absoluta y completa es la metamorfosis de este personaje, que la película nos obsequía con un discurso en el que se fustiga el egoísmo, la desidia y la indiferencia del resto de su familia a los que física y metafóricamente va expulsando del plano para no volver a aparecer más, como indignos de pertenecer a la nueva comunidad del pueblo japonés y a su destino glorioso.

No se me puede ocurrir una escena tan opuesta al espíritu de Ozu,  a la delicadeza y la sencillez con la que era capaz de trazar los desgarros íntimos, las pequeñas decepciones y traiciones, que acababan por dar al traste con toda familia. Casi parece que la escena entera haya sido rodada por otra persona... o que el mismo Ozu haya elegido ese modo, tan lejano del suyo, para indicar al espectador su protesta contra el mensaje que le obligaban a decir.

Por supuesto, lo anterior no es más que una especulación sin pruebas. Nunca llegaremos a saber en qué medida los directores clásicos japoneses asumieron sinceramente los ideales totalitarios del militarismo japones. Obviamente, tras la derrota, todos optaron por guardar un completo silencio sobre esa época, bien por vergüenza bien por arrepentimiento, de manera que nos falta su testimonio personal y sólo nos quedan sus obras, cuya ambugüedad tanto puede apuntar en un sentido como en el otro, a falta de pruebas externas a ellas.

Para terminar, y para que no se vayan con un mal sabor de boca, decirles que hasta ese momento, Todake no Kyodai era un Ozu notable, que incluso anticipaba, aunque con cierta torpeza, esa obra maestra que se llama Tokyo Monogatari, que ya les comenté hace un par de semanas.

E

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