Hasta tiempos muy recientes, digamos que la década de los 60 del siglo XX, la narración de la historia se ocupaba únicamente de las elites y de sus ideales, completadados de vez en cuando con algún testimonio de la plebe que venía a corroborar la "línea general". En el caso de la historia militar, esto significaba que se seguían las campañas desde el punto de vista del general, en relato aséptico donde el campo de batalla era un mapa donde flechas de distintos colores representaban el movimiento de las unidades militares, sin que tuviesemos consciencia alguna del sufrimiento humano que estos desplazamientos provocaban, tanto para los soldados en ellas encuadrados como los civiles que habitaban los espacios en que se adentraban.
Este modo de ver las cosas se ha modificado de forma revolucionaria en el último medio siglo, al hacerse cada vez más patente que no es posible dejar de lado, como si nunca hubieran existido, al 90% de la humanidad, aquellos que con su dolor y sufrimiento hicieron posible esos hechos esbozados en los mapas. La serie de The world at War, rodada cuando las sacudidas de este terremoto académico aún se sentían, puede ser uno de los primeros documentales que volvió su rostro hacia la gran mayoría silenciosa, ésa a la que los políticos hacen hablar con su voz, como ventrílocuos. Así, junto a los episodios que narran el desarrollo de las operaciones militares, se añaden otros que describen como vivió la gente normal el conflicto, con la gran ventaja de que muchos de sus protagonistas aún estaban vivos, y con la memoria aún sana, pudiendo narrar en persona sus experiencias ante las cámaras.
Estos episodios tienden a acumularse en medio de la serie, justo en el punto de inflexión que separa la imparable serie de victorias aliadas del contrataque aliado, siendo el primero de ellos el dedicado a la vida cotidiana en la URSS durante los años más duros de la agresión alemana. Un periodo que se sólo se puede definir con una sola idea, el del horror más insondable, que sólo podía ser creado por los maestros en ese conocimiento: el régimen nazi y sus lacayos.
Las cifras son contundentes: más de veinte millones de muertos, repartidos a partes iguales entre soldados y civiles, pero como todas las cifras escapan a nuestra concepción. Hay que analizarlas un poco más, pensar que de los cinco millones de prisioneros soviéticos apenas dos consiguieron volver a casa, es entonces cuando puede uno darse cuenta que esta guerra fue en realidad una guerra de exterminio, un conflicto en el que los nazis se guiaban por el más profundo racismo, en el que se veían como héroes de una raza, la aria, cuya misión sagrada era exterminar a las razas inferiores.
Frecuentemente, cuando se piensa en el holocausto, sólo se imagina a uno a Auschwirtz. Hay que recorda que los campos de exterminio empiezan a funcionar a pleno rendimiento en 1942, pero que mucho antes en 1940, los ghettos habían sido creados en Polonia y, mucho peor, que durante todo el verano/otoño de 1941, mientras los panzer avanzaban, unas unidades mínimas de las SS, los Einzatzkommandos, exterminaron a casi 1 millón de judios soviéticos, utilizando medios artesanales, el fusilamiento sumario, cuyo peso psicológico en los ejecutores llevó a buscar una solución más aséptica y eficiente, el campo de exterminio, auténtica factoría industrial del asesinato.
El odio de los nazis no se detuvo allí, puesto que si ellos estaban en la cumbre y los judios en la base, entre medias había muchos escalones, divididos entre lacayos y esclavos, entre los que serían autorizados a servirles con un poco de dignidad, los latinos y occidentales, y aquellos que estaban destinados a la más abyecta servidumbre, como los eslavos. Puede parecer increíble, y lo sería si no se hubiesen conservado copias del plan nazi para la Unión Soviética, pero lo que se pretendía hacer es convertir la Rusia Soviética en una inmensa colonia alemana, con las ciudades germanizadas y los habitantes originarios convertidos en meros labradores iletrados, sometidos al capricho de sus nuevos amos.
Para conseguir ese plan, sólo había un método. El de exterminar a las elites intelectuales de esos pueblos conquistados, destruyendo todos los símbolos que identificaban su cultura, mientras se quebraba cualquier su resistencia mediante represalias indiscriminadas. No es extrañar por tanto que las simpatías que el avance nazi había despertado entre las minorías oprimidas por el régimen soviético, como en Ucrania o los países bálticos, pronto se desvaneciesen, ante la cruda realidad de la tiranía de los ocupantes, para los cuales los individuos de las razas inferiores eran sencillamente, prescindibles.
Un rigor, una crueldad que tiene su ejemplo máximo en el sitio de Leningrado, la actual San Petersburgo, condenada por decreto del Führer a ser arrasada hasta los cimientos y su población eliminada, y que soporto un asedio de tres años, bajo continuos bombardeos, y donde el hambre y el frío provocados por el bloqueo alemán se llevó por delante a más de un millón de ciudadanos durante el primer invierno de la guerra. Un horror sin término que nosotros, los habitantes de la abundancia, no podemos concebir ni imaginar, y del que sólo quedan el pálido reflejo de los escritos de sus supervivientes y las imágenes documentales.
Un horror que no terminaría tras la guerra, puesto que tras el rigor nazi, volvió la paranoia estalinistas, y los prisioneros que habían sobrevido al campo de concentración alemán fueron enviados al GULAG, como traidores a la patria, mientras que la ciudad mártir de Leningrado, victoriosa de sus sitiadores, fue crucificada por la policía política de su propia patria.
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