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miércoles, 1 de agosto de 2012

A measure of dispair





















Ayer volví a ver Shansho Dayo (El Intendente Shansho, en traducción española) de Mizoguchi Kenji. Se trata de una de mis películas fetiches, de esas que vi siendo muy joven en la década de los años 80 del siglo XX, y que me impresiono de tal forma que algunas escenas jamás se me han despintado. Como todas esas obras absolutas de las que uno se enamoró con pasión ardiente, no puedo evitar abordar cada visionado con cierta aprensión, temiendo que el objeto de mi amor se desmorone ante mis ojos. Hasta ahora, por suerte, Sansho Dayo se las ha arreglado para conmoverme hasta lo más profundo y en esta ocasión, en que la he visto en 1080p, lo más cercano al cine que nos posible en el salón de nuestra casa, ha sido como si la viera por primera vez, como si realmente nunca hubiera llegado a conocerla por entero y fuera ahora el momento en que realmente se me entregase.

No voy a analizar la película. Es una obra maestra absoluta, de ésas que honran al cine y mis habilidades críticas están muy por debajo de lo que se merece una obra de este calibre. Me voy a limitar a tres breves impresiones, dos de ellas producto de este visionado, de ese encontrarme con un viejo amigo y no reconocerlo que les comentaba unas líneas más arriba, enfrentadas a otra reflexión más antigua, que surgió a medida que las nieblas que envolvían la historia japonesa y la vida de Mizoguchi se iban deshaciendo según avanzaba en mi conocimiento de ambos.

La primera impresión es que nunca antes me había parecido tan demoledor, tan pesimista, el final de Shanso Dayu. Es cierto que madre e hijo han vuelto a reencontrarse, pero ella está ciega, convertida en una inválida, los tendones de sus pies cortados, por la gente que la esclavizó durante años, mientras que su hijo ha renunciado a su posición tras derribar la tiranía del intendente, y no tiene ya amigos, riquezas ni influencia. En el camino han muerto el padre, en un exilio del que nunca se le permitió volver, sin saber del destino de su familia ni poder reunirse con ello, mientras que la hermana se suicidió para permitir la huida del protagonista, sacrificio que le salvó entonces, pero que le destruiría en el momento de su triunfo sobre Shansho, el tirano que les esclavizó durante años.

Para empeorar todo, no se puede dejar de sentir el temor de que la revolución, el poco de justica que trajó a este mundo el protagonista, ha sido una breve excepción, un instante que no tendrá continuidad. El edifició de la injusticia sigue incólume, enquistado tanto en las estructuras sociales, como en el corazón de los hombres, demasiado apegados a sus vicios y su codicias. Inevitablemente, porque sus amigos son poderosos y le deben demasiados favores, Shanso volverá a ser repuesto en su cargo y su gobierno de terror restaurado, como debe ser en este mundo, como esperan todas las gentes de bien y de orden.

En segundo lugar, el hecho de que siempre haya visto esta película en pases televisivos o como mucho en DVD, la dotaba de un cierto aire de estilización e idealización, producto de la baja resolución de los formatos. Vista en 1080p sorprende por su descarnado realismo, por una precisión en la fotografía que convierte el lodo y la suciedad en elementos que se pueden tocar y sentir, que hace aún más opresiva la pobreza y más sórdidos los burdeles, desprovistos de cualquier romanticismo o encanto, para aparecer como meros ministerios del sexo. En este mundo, nuestro mundo, de entonces y de ahora mismo, la injusticia, la abyección y la explotación son realidades que destruyen y aniquilan a las personas, de las cuales no hay escapatoria ni refugio posible, sino es inclinar la cabeza y aceptarlo como algo natural, convirtiéndose en uno de los torturadores, para no acabar siendo una víctima.

Para terminar, ese realismo ahora tan presente subraya esa idea que me rondaba la cabeza desde hace tiempo, mi sospecha de que Mizoguchi, en este film de época, lanza agudas referencias a la situación política del Japón durante el conflicto mundial. No es ya que se vea al poder civil humillándose ante la soberbia de unos militares que sólo quieren más y más soldados para unas guerras que están destruyendo el país y exterminando a su población, es que la hacienda de Shanso es casi un campo de concentración, como los que los militares japoneses instituyeron en los países asiaticos que decían liberar. Un lugar donde las personas que son encerradas en él son obligadas a trabajar sin descanso hasta caer muertas, donde la menor falta se castiga con penas bárbaras, especialmente el delito de intentar escapar, y donde ni siquiera la muerte supone un alivio, pues aquellos que son débiles y no sirven, son abandonados en un auténtico basurero de seres humanos, para que el frío los mate y las alimañas los devoren.

El Mizoguchi más pesimista, por tanto, donde la única luz que existe, es seguir ese ideal moral, sean cuales sean las consecuencias, confiando en que llegará un tiempo donde los hombres, como la misma película dice, sean finalmente hombres y no bestias.

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