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jueves, 17 de mayo de 2012

In the Heart of Darkness










Los que tenemos cierta edad (extraña frase que me hace parecer más viejo de lo que soy) tenemos el recuerdo de que entre nuestras lecturas infantiles se filtraban bastantes libros vetustos de tiempos del colonialismo, los Kipling, Salgari, Verner, Haggard, Burroughs, Hergé. En bastantes de ellos se hacía propaganda de la superioridad del hombre blanco (Kipling o Hergé) llegando incluso al más abyecto racismo (Burroughs) en la representación de las razas europeas. Aún cuando no era así y el otro se representaba con rasgos positivos (Verne o Salgari), esos personajes se representaban con los ropajes del ensueño que occidente tenía de oriente, adoptando el punto de vista del explorador que creía descubrir nuevas tierras a las que llevar los beneficios de la auténtica civilización, representada por trenes y acorazados.

Esta visión moderna de la literatura pasada, puede llegar a ser un tanto injusta, al centrarse únicamente en los rasgos más negativos de esas obras de un tiempo aún no tan lejano como nos gustaría pensar. Fuera de ese sentimiento colonial de superioridad del pensamiento y la cultura europea, tan presente en esas obras, lo que quedó en muchos de nosotros de esas lecturas infantiles, y que aún pervive, sublimado y transformado, en el pensamiento de la izquierda actual, era un sentimiento de maravilla y de fascinacion: el descubrimiento que en otras partes del mundo, a las cuales la técnica moderna había convertido en nuestros vecinos, existían gentes cuyas ideas, constumbres y aspectos eran completamente ajenas, cuando no opuestas a las nuestras.

Una repentina revelación que sembraba en nuestros espíritus el deseo de viajar a esos lugares nuevos y desconocidos, de aprender el sentido de esas constumbres opuestas a nuestra experiencia cotidiana, lo cual sintonizaba perfectamente con una época vital en la que uno de esos mayores placeres era precisamente el mero abrir los ojos y maravillarse ante un mundo que parecía creado sólo para nosotros.

Ese sentimiento de sorpresa, de maravilla, de descubrimiento gozoso, es una de las grandes virtudes y atractivos del cine de Jean Rouch, al cual llevo ya dedicadas unas cuantas entradas. Como ya he señalado anteriormente, su postura es claramente anticolonialista y en sus documentales, ambientados mayoritariamente en África, se esfuerza una y otra vez por que el punto de vista sea siempre el de esas gentes que retrata no el de el extraño representado en él, lo que le llevó a encontrar una serie de soluciones que revolucionaron el género documental, o al menos ese documental llevado hasta los límites que él cultivó.

La película que vi este domingo, La chasse au lion à l'arc (la caza del leon al arco) me fue especialmente atractiva porque me hizo recordar esos sentimientos infantiles a los que hacía referencia. El lugar donde tienen lugar los hechos, el borde del desierto en el que pastores y cazadores se hayan en íntimo contacto con la naturaleza salvaje, simbolizada por esos leones que dan nombre al filme, es presentado como una región situada casi en un país de leyenda, más allá de toda civilización , incluso de las propias culturas africanas, como su nombre traiciona, y al que no se llega sino tras un larguísimo viaje, en el que poco a poco se va perdiendo toda traza de presencia humana, hasta llegar a esa zona fuera del tiempo, o mejor dicho perteneciente a un tiempo antes del tiempo, antes de que ese concepto fuera creado por el ser humano.

Una vez allí, el largometraje va a introducirnos en la descripción de ese mundo de pastores y cazadores, y sobre todo, de las reglas y prohibiciones que los ligan entre sí y a esa naturaleza siempre presente, que conocen a la perfección, como parte integrante de ella. Rouch no va a hacer ningún esfuerzo por explicarnos las razones de ese comportamiento, preservando así su misterio, aunque las va a describir en detalle, por muy descarnadas que puedan parecer a una sensibilidad occidental apartada ya del mundo natural y las leyes que la rigen.

Es este principio básico de neutralidad subjetiva, intentando no distorsionar esa realidad plasmada pero involucrándose personal y decididamente en ella, lo que dota a las películas de Rouch de una atracción y una fascinación irresistible, sobre todo para aquellos que ya de niños fuimos inoculados por ese veneno del otro. Poco importa que esas constumbres, desde nuestro punto de vista occidental puedan parecer absurdas, primitivas, basadas en la superstición y la ignorancia. Su fuerza y su belleza es tal que no podemos substraernos a ellas, a su contemplación y, en más de un caso, admiración.

Porque al ver esas gentes sencillas nos estamos viendo a nosotros, separados de ellos sólo por un leve barniz de ciencia y civilización, que en cualquier momento puede cuartearse y convertirse en polvo.







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