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martes, 17 de abril de 2012

Fault Lines

















Han pasado demasiadas cosas en este país desde que comencé a ver durante la semana santa la película La Commune de Peter Watkins, rodada en 1999, así que no sé si mis conclusiones, ni mucho menos mi estado de ánimo, seguirán siendo  válidas. Intentémoslo de todas formas.

En otras entradas he comentado ya algunas obras de este director británico, Peter Watkins, tardío descubrimiento mío, pero que se ha convertido en una de esas presencias fascinantes en el camino que se aparta del canón, clásico o moderno, y que busca territorios cinematográficos inexplorados. Característico de este autor es su radicalismo político, que le ha acarreado el ostracismo por parte de productoras y críticos. Por una parte, su aguda aproximación crítica al problema de la representación/transmisión de ideas mediante medios visuales, que le lleva a desmontar los modos habituales, tanto en la TV y el cine, que muchas veces no son sino vehículos propagandísticos tanto conscientes como inconscientes, mientras que por otra, intenta romper la idea de que el pasado ya no está presente o que nos movemos en una nueva época en la que los problemas del pasado ya han sido resueltos por nuestras estructuras sociales actuales, tesis hecha visible por el recurso al falso documental, en el cual esos hechos del pasado son narrados por reporteros como si se tratase de emisiones televisivas actuales.

En el caso de la comuna, Watkins da un paso adelante en su investigación formal tras largos años de silencio. Si en anteriores películas si el posicionamiento de equipo de reporteros insertado en un tiempo/lugar en el que no podía estar coincidía en cierta manera con la opinión de Watkins, en este caso el director nos presenta a dos emisoras contrapuestas, una asociada con el bando de la comuna, aparentemente libre, pero que acabará siendo prisionera inconsciente de la propaganda destinada a sostener el esfuerzo de guerra de la revolución, y otra vocacionalmente tendenciosa y demagógica, la creada por las fuerzas de la reacción que quieren terminar con la revolución, emitida desde la sede del gobierno de Versalles.

En la caracterización de estas emisiones Versallesas, Watkins utiliza los modos y procedimientos de la televisión comercial. sintonías tranquilizadoras, presentadores amables y bien vestidos (o al menos vestidos como el público al que van dirigidas), ambientes neutros, comentaristas aparentemente expertos, diálogos ordenados y ensayados, de manera que se establezca una corriente de simpatía entre la emisión y los espectadores, que haga estos últimos bajar las defensas de su espíritu crítico y hacerles tragar la (des)información con que se les alimenta.

Como apuntaba al principio, lo que hace apenas una década podía ser un simple ejercicio teórico, una constatación de una realidad molesta pero no especialmente peligrosa, ha cobrado en los últimos tiempos una especial gravedad, con la ascensión en nuestro país de las emisoras de TDT que representan a la derecha más rancia (o mejor dicho, metamorfoseada en opción de futuro llamada neoliberal) ajustándose al modelo que imita Watkins hasta los últimos detalles. Un modelo que no sólo en estas emisoras sino en las declaraciones de los cachorros neoliberales se basa en tres puntales: la construcción de una imagen deformada del enemigo, hasta convertirlo en la encarnación de los peores males imaginables, la llamada a los instintos más básicos del espectador (nacionalismo, xenofobia, sentimentalismo), unido todo a ello a una espíritu agresivo y violento en el que todo el que no está contigo está contra ti y puede ser objeto de los peores insultos y descalificaciones, sin que esto suponga descrédito para el atacante sino honra y blasón.

Unas tácticas que curiosamente, están calcadas de las técnicas de AgitProp de los regímenes soviéticos, extraña paradoja en unos liberales que se proclaman radicalmente opuestos a esos sistemas políticos, y que desgraciadamente es más habitual de lo que se supone.

Frente a esta emisora versallesa, Watkins propone una televisión libre de la comuna, que supuestamente, representaría a la voz libre del pueblo, el cual podría hablar directamente de sus deseos y necesidades, sin censura ni manipulaciones. A medida que la película avanza este ideal se va resquebrajando, a medida que la necesidad militar, el acoso a la comuna por parte de las tropas del gobierno, transforma esta tribuna pública en un organismo más de propaganda que transmite sin crítica las consignas de las nuevas autoridades, más temerosas de los supuestos enemigos internos que de los externos, en un proceso de involución similar al del jacobinismo de la revolución francesa o la toma del poder soviética.

Sin embargo, más importante que esto, es el hecho innegable que Watkins, al recoger auténticas declaraciones de la época y ponerlas en boca de los actores, no sólo logra resucitar el espíritu, la agitación y el frenesí de la Comuna, sino mostrar que los conflictos políticos de ese tiempo, que para muchos deberían estar resueltos desde hace decenios, enterrados y olvidados, por molestos, siguen perfectamente vivos, actuales, de forma que el combate ideológico sigue estableciéndose en las mismas líneas de batalla. Aterradora conclusión que dice más bien poco de nuestro sueño de progreso e igualdad social que, como bien sabrán todos, ha bastado una crisis económica para hacerlo añicos y resucitar los espectros del pasado, los de esa derecha que sólo considera ciudadanos a los de su misma clase, y al resto como esclavos a su servicio, que deben bajar la cabeza, obedecer y sentirse felices con que no se les extermine.





















Para concluir, señalar que no todo es perfecto en la película de Watkins, en su afán por demostrar la actualidad de la Comuna y la fortaleza del auténtico pensamiento de izquierdas,  no las formas aguadas de los falsos partidos socialistas actuales, la película da un brusco viraje en su segunda parte, de forma que los actores dejan de representar a los personajes de la comuna y comienzan a hablar del mundo actual, el de 1999, de los problemas y soluciones. Un paso necesario, cierto, al mostrar como digo que para nuestra desgracia, el mundo de explotación, miseria y desigualdad de la comuna sigue vivo y acuciante en nuestro tiempo, especialmente en medio de esta feroz crisis y no menos rabiosa contrarevolución, pero que provoca que los últimos días de la Comuna, su disolución y derrota, y especialmente el destino de cada uno de los personajes con los que hemos convivido durante casi seis horas, se desdibujen y disuelvan, de forma que las escenas finales, la brutal represión en la concluyó la experiencia revolucionaria, casi 30.000 communards ejecutados sin juicio, pierde casi toda su resonancia e impacto.

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