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martes, 20 de marzo de 2012

Elegance

















Entre mis directores preferidos figura el japonés Mizoguchi Kenji, entre otras cosas su obra, junto con la de Jan Renoir, Orson Welles y paradojicamente, ya verán porqué, Ozu Katsuhiro, me enseño que existía otro cine más allá de la sesión continua y la películas de media tarde, aunque en esos tiempos, 1982, se asombrarían Uds, de lo que podía aparecer por allí.

Con esta presentación, ya pueden imaginarse mi sorpresa al descubrir que en los últimos tiempos y especialmente entre la cinefilia joven de raigambre afrancesada, empezaba a extenderse la opinión de que era un director menor, considerándole, con cierta condescendencia como no tan importante como el verdadero maestro, su contemporáneo Ozu (de ahi la contradicción al que me refería). A Ozu se le veía como un inspirador del cine ascético, sobrio y espartano, que huye la expresión pornográfica de los sentimientos, que tanto predicamento tiene hoy en día; mientras que a Mizoguchi se le veía como un director más melodramático, lindando con el cine comercial, con todo el estigma que esto supone... aunque estos defensores del cine puro luego no tengan reparos en admirar subproductos de las américas, sólo por que les parecen revestido de una (falsa) rebeldía u oportunidad para la misma.

Por esta razón, tenía ganas de volver a ver alguna obra del maestro para comprobar si me había equivocado en mis apreciaciones. La oportunidad me la ha dado el reciente cofre de BR editado por Artificial Eye, y la elegida ha sido una de esas películas que en mi juventud me dejó un recuerdo imborrable, Utamaro o Meguru Gonnin no Onna, o si lo prefieren en traduccion Utamaro y sus cinco mujeres.

Debo decirles que, a pesar de todo, Mizoguchi y su obra siguen teniendo el mismo impacto, a pesar de un punto de escepticismo y desapego que me asaltara en un visionado anterior, no en este. Es cierto que Mizoguchi se mueve siempre dentro de la industria hasta el extremo de haber inclinado la cabeza ante los militares japoneses a finales de los 30 y aceptar colaborar en la propagación del credo militarista y racista del imperalismo japonés (curiosamente, sólo Ozu logró mantenerse impoluto), al igual que su género preferido es el melodrama, con esa efusión de los sentimientos que tan sospecha resulta a los puros, lo cual sin embargo parece disculpable en otros autores clásicos, como Douglas Sirk, que fueron ejemplo y guía para otros modernos como Fassbinder, mientras que resulta difícil identificar a seguidores de Mizoguchi.

Pero me disperso. Peor, me pierdo en defensas que no son necesarias y dejo de hablar de Mizoguchi, que es lo que realmente me interesa.

Porque es evidente que Mizoguchi pertenece al cine clásico y es un autor clásico, pero al contrario de aquellos que pueden servir de ejemplo de manual y descomponerse en un simple 1,2,3,4, fácil de enseñar y de copiar, el director japonés se mueve siempre en los límites del clasicismo y busca constantemente encontrar nuevas soluciones a los mismos problemas compositivos, lo que le coloca en una incómoda tierra de nadie, demasiado libra para ser utilizado como modelo y normativa, demasiado clásico para servir de acicate a la rebeldía.

Tómese por ejemplo la escena que encabeza esta entrada. Una mujer despechada y desengañada, una más entre las muchas que la cámara de Mizoguchi destaca y describe magistralmente, se marcha tras presenciar como su amado la olvida y desprecia ante la llegada de una rival. Otro director hubiera colocado la cámara ante el personaje y lo habría hecho moverse hacia la cámara o como mucho lo hubiera seguido lateralmente, en un intento por forzar una intimidad entre los espectadores y el actor, o de intentar no perder una de sus expresiones, sin contar que habría intentado alternar entre plano medio y primer plano, para subrayar y dramatizar la situación. Mizoguchi, por el contrario, nos coloca en la situación de alguien que desde la casa que la mujer acaba de abandonar, presenciara como esta se marcha, subrayando precisamente la soledad repentina que sufre el personaje, su desaliento y su desesperación, mientras que sólo nos permite ver su rostro en los breves momentos en que se vuelve, esperando quizás que su amado vaya a su encuentro.

Pero no sucede así, nadie sale a su encuentro a consolarla, ni siquiera nosotros, los espectadores que contemplamos la escena a través de la cámara de Mizoguchi, y cada giro hacia el público no sirve para otra cosa que para hundirla un poco más en el abismo, en la negra sima en la que ha caído y que la separa del resto de la humanidad, simbolizada en ese alejarse por la calle vacía, sin que nadie, ni su amado, ni sus conocidos, ni la cámara o los espectadores, la siga e intente retenerla.

Un ejemplo más de ese clasicismo llevado a sus límites lógicos se encuentra en esta larga escena, nueva representación de un segundo desengaño del mismo personaje y que comentaré al final del corte.







































En este caso, como vemos, la cámara de Mizoguchi se comporta de forma más normal, adelanta a su personaje como queriendo retenerle, buscando esa complicidad propia de otros directores en la que se intenta tender un puente entre sufrimientos o al menos hacernos creer que podemos ofrecer cierto consuelo a los fantasmas que se agitan en la pantalla. Pero es un espejismo, porque como es habitual, la cámara de Mizoguchi se mantiene a esa distancia justa en la que, aunque próximos, si extendiéramos un brazo seríamos incapaces de alcanzar a la persona que sufre ante nuestros ojos. Nada puede por tanto colmar la fosa que nos separa y, pese a la magia alucinatoria del cine, seguimos siendo absolutos extraños.

La escena podría haberse quedado ahí, en ese terreno seguro, aclásico pero comprensible con las reglas del clasicismo, pero Mizoguchi es capaz de llevarla un paso más allá. De repente, un personaje entra en escena sin ser anunciado. Es la persona que ha acompañado a la mujer hasta allí y de la cual nos habíamos olvidado completamente, absortos en la desesperación que la abruma. Es fácil imaginarse como otro director, más de manual habría compuesto la escena, cambiando de plano, moviéndola incluso, para introducir al nuevo personaje y anunciarlo al público, de forma que hubiéramos podido recordar su papel y anticipar lo que fuera a ocurrir a continuación, ergo, una escena de rescate sentimental, en la que el acompañante se las arreglara para consolar y animar a esta mujer.

Pero no es así, porque Mizoguchi a pesar de ese apartamiento tan propio suyo, de ese observar en la cercana lejanía, es capaz de transmitir los sentimientos humanos, el estado espiritual de un personaje sin que apenas seamos conscientes de ellos. En este caso, la mujer protagonista está tan absorta en su dolor que el mundo desaparece a su alrededor, deja de ser consciente de lo que acontece, sentimiento reflejado por la cámara de Mizoguchi que se centra en ella y olvida el resto, hasta que algo penetra en su estrecho campo de visión y por así decirlo, se hace imposible de ver.

Una cámara que, reflejando el abismo sin salida en que el personaje ha caído adopta una inmovilidad absoluta, cuando antes era móvil, anticipo de que ninguna acción, ningún consuelo, nuestro o del actor que ha entrado en el plano, será capaz de salvar a esa persona de su estupor, como así ocurre en el resto de la escena, sino que al contrario esa desesperación incapacitante se trasladará al supuesto socorro, que descubrirá que inútiles son sus medios y soluciones, incapaces de regalarle lo único que podría salvarla.

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