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martes, 29 de noviembre de 2011

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A veces he contado como esta fiebre del cine me vino en el otoño de 1982 - va ya para 30 años - cuando descubrí The River de Jan Renoir, Tokyo Monogatari de Ozu Yasuhiro, Chikamatsu Monogatari de Mizoguchi Kenji y Chimes at Midnignt de Orson Welles. Por descontado, esta epifanía era producto de la programación televisiva de la época - sí, eso lo echaban en primetime - y responde a un canon con unas cordenadas histórico temporales muy precisas, las propuestas por el Cahiers du Cinéma en los 50/60 y que eran sagradas hacia los 80, aunque ya empezasen a cuartearse.

También por descontado, esta revelación no es privativa mía, sino que cualquier aficionado la ha experimentado, aunque en el caso de los más jóvenes por lo que me consta, el único nombre que figuraría en ambas sería seguramente el de Ozu, mientras que el resto habrían sido substituidos por otros directores, bien franceses, bien mucho modernos.... lo cual no quiere decir otra cosa sino que los tiempos cambian y unos espectadores son substituidos por otros, por hablar en obviedades.

En cualquier caso, ese otoño sería prolijo en grandes obras de otros directores - Lang y su Fury-  y unos cuantos más Mizoguchis y Welles, lo cual no haría otra cosa que cimentar mi admiración por ambos directores. En el caso de Welles, mi segundo encuentro fue con Touch of Evil, obra que me pareció el epítome de su estilo, un ejemplo perfecto de lo que un autor en plena posesión de sus facultades era capaz de conseguir, ese barroquismo que no sólo se manifestaba en encuadres de vertiginosa profundidad, sino que jugaba con una cámara en perpetuo y constante movimiento, unido a un montaje que saltaba sin descanso de un ángulo a otro, intercalando múltiples acciones paralelas para luego sorprendernos con larguísimas escenas rodadas con una sola toma. Un estilo copiado una y otra vez por los directores posteriores de Hollywood, a pesar de que Welles fuera considerado como un autor maldito, el ejemplo de lo que no se debía ser en ningún caso, pero que mientras que en estos directores el resultado ese modo de rodar no pasaba de ser una pila de escenas y efectos sin sentido ni relación alguna, en Welles se convertitía en un organismo coherente y lleno de vida.

¿o no era así?

El caso es que cuando uno es joven, cuando uno disfruta de esa mezcla gloriosa y embriagadora de ignorancia absoluta y capacidad no menos absoluta de enamorarse, el objeto de nuestras atenciones no puede parecernos otra cosa que perfecto. Es más tarde, cuando el tiempo pasa, nuestro conocimiento profundiza y el hastio se hace habitual, cuando empezamos a descubrir los defectos del objeto amado. Así ocurre que pocos objetos artísticos se conservan en el estado en el que salieron de las manos de su creador, regla general que es tanto más valida cuando más antigua es una obra y más dependiente del encargo de un comitente, que quiere amortizar lo que ha gastado en ese producto o simplemente asegurarse de que responde a sus deseos.

Por estas razones, Touch of Evil, una de las obras maestras indiscutibles de Welles no lo es en absoluto, en una de esas hermosas paradojas que tanto abundan en el cine. La Universal, partiendo de la versión entregada por el director, metió la tijera, encargo que se filmaran nuevas escenas, remonto y remezclo todo, para  crear creo no una, sino dos versiones, una preview de 109 minutos de duración que no les convenció y otra de 96 minutos que se convirtió en la "definitiva". Welles respondería a este sacrilegio con un memorandum en el que intentaba llegar a una solución de compromiso.

Debido a esto, durante décadas enteras, público y crítica vio una versión mutilada de la obra de Welles, la comercial, sobre la que se construyeron multitud de edificios críticos, que luego fue substituida sin aviso, en los 70 por la "preview", para terminar con una reconstrucción que utilizaba elementos de ambas versiones y que intentaba seguir las indicaciones de Welles, para aproximarse en lo posible a la visión del artista.

Todo concluido ¿no es cierto?

No, porque en primer lugar tenemos versiones de la película en dos formatos distintos 1,37:1 y 1,85:1, pero no sabemos qué formato prefería el director (aparte de que Welles no era especial fan del cinemascope, como demuestra su uso de cierta frase comúnmente atribuida a Fritz Lang sobre entierros y serpientes), y de hecho parece haber sido rodada para ser válida en ambos formatos, como puede apreciarse en las capturas que inician la entrada. Es más,  partiendo del visionado, sigue siendo imposible saber qué escenas fueron rodadas por otra mano, a menos que se revise el propio memorandum de Welles, el cual puede deparar varias sorpresas, ya que al haberse perdido la versión de Welles, cualquier reconstrucción no puede hacer otra cosa que recurrir a esos añadidos para evitar huecos en la narración.

Y por último, durante muchos años se afirmo y se repitió hasta la saciedad que el héroe de la narración era Jack Quinlan, el policía  interpretado por Welles, que se inventa las pruebas de los casos en los que participa, y cuya caída es provocada por la llegada del funcionario mejicano Vargas, interpretado por Chartlon Heston, que descubre accidentalmente sus tejemanejes. Una glorificación que llega al extremo de que muchos críticos los consideraban como un héroe moderno, alguien por encima del bien y del mal que sólo merecía nuestra admiración y que estaba muy por encima de nuestros mezquinos juicios..

En la edición reciente de The Masters of Cinema Eureka, que ha servido de excusa a esta entrada, se puede descubrir como se gesto esa consideración crítica, especialmente por obra de Truffaut - el cual parece no haber visto la película, dados los errores que comete - y de Bazin, ambos intentando justificar con razonamientos lo que no se puede calificar de otra manera que enamoramiento hacia el personaje de Quinlan. Postura crítica a la que Welles replica brillantemente en una entrevista con el mismo Bazin  y de la cual no puedo evitar incluir una cita textual.

Quinlan does not so much want to bring the guilty to justice, as to murder them in the name of law, and that's a fascist argument, a totalitarian argument contrary to the tradition of human law and justice such as I understand it. So, for me, Quinlan is the incarnation of everything I'm fighting against, pollitically and morally speaking.


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