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martes, 13 de septiembre de 2011

Wanderings

La Deposición, Caravaggio.

Lo único bueno que han traído las JMJ a Madrid, al museo del Prado, en concreto, ha sido este cuadro prodigioso de un artista no menos prodigioso: Caravaggio.

Pero vayamos por partes.

Como sabrán mis escasos lectores, hace ya mucho que perdí la fe en ese catolicismo en el que me crié y que era uno de los signos de identidad de una España defensora de la fe. De ahí sea bastante escéptico que todas estas demostraciones de piedad pública, de procesiones a visitas del Papa, especialmente cuando como en esta ocasión, toman la apariencia de victoria de la ecclesia militans, ocupando una ciudad entera con huestes de sus fieles, les guste a los demas o no, como sí aún siguieran considerándose Unam et Sanctam al estilo del papa Bonifacio VII, cuando vivimos en una sociedad donde la libertad religiosa es un hecho incontrovertible y ninguna confesión puede ni debe arrogarse el derecho de ser la única válida y posible.

Aclarado esto,  volvamos a Caravaggio. Mi primer contacto en persona con uno de sus cuadros (y recuerden, no se ha visto una obra de arte hasta que no la tienen) fue con ocasión de mi primer viaje romano, en el año 1994, cuando aun estaba en la veintena, ya saben, cuando aún se tiene ilusión y pasión. Recién llegado a Roma, sin pararme a comer, me lancé a pasear, y acabé en la piazza del Popolo, en la iglesia de Santa María, donde me tope con este cuadro (la foto no le hace justicia) dorado por la luz del atardecer que se filtraba desde lo alto de la bóveda.


Caravaggio, La conversión de Pablo

La impresión fue casi eléctrica, de esas de quedarte pegado, sin poder moverte, incapaz de hacer otra cosa que no fuera contemplar ese cuadro, hasta grabar en tu memoria cada detalle, cada tonalidad, cada pincelada, como si de ello dependiera tu vida entera.

No sería la primera vez que me sucediera en ese viaje. Ya saben, cosas de juventud, cuando se cuenta con fuerza.

En ese viaje visité también las pinacotecas vaticanas y tuve la oportunidad de ver el cuadro que ha viajado a Madrid. Se pueden imaginar que estaba deseando verlo, pero tuve que esperar a que se marcharan las hordas y desciéndese la tasa de turistas, para poder acercarme a él, como si me estuviera esperando a mí sólo, sin que mis meditaciones fueran turbadas por la charla insulsa de los guías y los rebaños que pastorean.

Así que allí me presente el pasado jueves, a media tarde, cuando el Prado no está muy transitado y, efectivamente, aparte de algún curioso no había nadie más... La ocasión perfecta, sólo que esta vez, era yo el que no estaba preparado, el que no podía meterse en el cuadro, ni volver a sentir aquello que experimento la vez que lo vio en Roma, y, como resultado, se sentía frustrado, inundado por cierto sentimiento de rabía, como si algo se hubiera estropeado en su interior, eso que le permitía gozar de ese tipo de belleza.

Ya que estaba en el Prado, decidí darme una vuelta, por ver como iba quedando restructurada la colección tras la reforma de ampliación, y especialmente ése nuevo montaje de la galería principal. Sala tras sala, fui encontrándome con viejos conocidos, los cuadros que recordaba de mis primeras visitas, con 16 y 17 años, cuando apenas sabía nada de pintura, excepto tres o cuatro nombres, los más famosos, y tuve que aprenderlo todo simplemente mirando... Un recorrido familiar, donde sin embargo, no me encontraba a gusto, puesto que esos viejos conocidos se habían transformado en auténticos desconocidos, en personas que ya no me interesaban, que no tenían nada que decirme, y a las cuales no les dedicaba más que unos pocos segundos de aburrimiento, antes de pasar al siguiente cuadro.

Afortunadamente, a medida que me adentraba en el Prado, mis preocupaciones exteriores se iban difuminando, poco a poco empezaba a dejarme cautivar por lo que veía, me fijaba en este o aquel detalle, y descubría pequeñas joyas, cuadros y autores desconocidos o que no conocía en mi juventud, cuando la ignorancia nos hace despreciar todo y alabar sólo aquello que reconocemos. Poco a poco, iba recuperando  lo que era, lo que había sido, lo que siempre me había distinguido, de forma que cuando emboqué la galería central, donde han reunido ahora Tizianos, Tintoretos, Veroneses, Caraccis, Renis y tantos y tantos otros, apenas podía despegarme de un cuadro para pasar al otro.

Tenía que irme, no obstante, y ver de nuevo antes de partir el Caravaggio por el que había venido. Ahora sí podía disfrutarlo y cuando lo contemplé ahora, pude reconocer aquel ultrarealismo del itialiano que convierte a sus criaturas en auténticos seres vivos, que parece a punto de descender del cuadro y que, en la disposición de ánimo adecuada, duele, como duele toda belleza extrema.

Sólo que esta vez el paso estaba copado por el típico grupo turista al que su guía embute con datos, creyendo que con eso se imaginarán que aprecian realmente la pintura...


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