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sábado, 10 de septiembre de 2011

The Lumière Mirage




Cuando se trata con creyentes hay que tener muchísimo cuidado, ya que la menor sospecha de que puedas estar criticando a su ídolo, provocará una respuesta desproporcionadamente agresiva. Digo esto para que se entienda porque añado ahora que para mí el Walden de Jonas Mekas, que me ha ocupado estas cuatro semanas, es una de las grandes obras del cine (como si hicera falta decirlo) experimental (odio este adjetivo, porque nadie tilda a Picasso de pintor experimental)

El caso es que la obra comienza con una famosa dedicatora: A Lumiére, que gran parte de las nuevas generaciones, aquellas nacidas después de la famosa década prodigiosa de los 60 del siglo XX, han adoptado como lema y casi como espada en su pugna por un nuevo cine. El sentido está claro, gran parte de estos cineastas underground, experimentales o simplemente nouvelle vague de aquel tiempo,  buscaban un cine que no se viera sujeta a las ataduras expresivas, técnicas y financieras del estilo dominante de entonces, lo que hemos dado en llamar, ya a toro pasado y agotada completamente ese modo de rodar, el clacismo.

De esa manera, trasladándose a la época de los pioneros, buscaban un tiempo en el que aún no existieran las reglas contra las que se alzaban, de forma que, supuestamente, siguiendo el ejemplo de aquellos primitivos, encontrásen otras vías de hacer cine, que les condujesen a los caminos aún por explorar, que fueron descartados durante la constitución del clasicismo como único estilo. Sin entrar a discutir si esas pretensiones tenían sentido (y lo tuvieron, sólo hay que ver la muerte en vida del clacisismo, refugiado en la TV y la animación), cabe reflexionar que aquellos creadores se vieron engañados por el mismo espejismo que un siglo antes habían adorado los pintores expresionistas, el de buscar precursores a lo largo de toda la historia de su forma y de proyectar sobre ellos sus mismas ideas, de forma que su movimiento fuera la conclusión lógica y única de la evolución del arte que cultivaban.

La pregunta que intento formular se puede resumir en una muy simple. ¿Qué hubiera pensado Lumiére del cine que realizaban Godard y Mekas más de medio siglo más tarde? Por supuesto, introducirse en la mente de Lumière es una entelequía, pero sabemos que ese supuesto primitivismo y ascetismo, no lo era para ellos, y que simplemente estaba motivado por la imperfección del útil de trabajo y por su obsesión por captar la realidad tal y como era, para luego reproducirla en la obscuridad de la sala de proyección a un publico que pudiera reconocerlo como cercano y próximo, al vivir en ese mismo ambiente, todo los cual tiene poco, más bien nada que ver, con los juegos formales de los autores experimentales de los 60, propios de quienes tienen un profundo conocimiento de la historia de su disciplina y suponen un conocimiento igual en su público.

Por mostrarlo en imágenes. Debería ser conocido que los Lumière eran también grandes fotografos y que pantentaron uno de los primeros métodos de fotografía en color hacia 1900. Basta echar un vistazo a una de sus primeras fotografías para descubrir cual era su concepción del arte de la luz...


... que es como pueden observar, eminentemente pictórica (lo cual provocaría convulsiones a muchos de los que los tienen por santos patrones) resaltada por el hecho de que su método tiende a producir colores completamente irreales.

Dicho esto, ha llegado el momento de hablar algo sobre la película de Mekas (de la que ya he señalado mi admiración, repito). Mekas, aparte de Lumiére utiliza otra dos referencias, la de Walden, el libro que Thoreau escribiera a principios del siglo XIX sobre su retiro del mundo civilizado y su intento de vivir de una manera natural, y la de describir su obra como un diario, es decir las anotaciones diarias de sus incidentes vitales, sólo que esta vez recogidas con la cámara.

Es en este punto donde nuevamente surgen las contradicciones. En primer lugar, el retiro es evidentemente un retiro simbólico, no real, ya que el lugar de la acción es preponderantemente urbano, la ciudad de Nueva York, punteado por fugaces excursiones a la naturaleza. En ningún instante se rompe, por tanto el contacto con el resto de la humanidad, sino que Mekas continúa imbricado en la tumultuosa vida cultural y artística neoyorquina (y ante su cámara veremos desfilar a Dreyer, Brakhage, Richter, Warhol o Lennon) de la cual es protagonista principal. Es por tanto, un retiro simbólico y abstracto, del modo de hacer cine habitual y de los mecanismos de producción, para retirarse a un ámbito donde él sea la única mano que pueda tocar su obra: el de la película casera (aunque las películas caseras que hace la gente normal poco tengan que ver con lo que crea Mekas).

La segunda contradicción es un poco más sutil y se aplica al subtítulo de diarios que da a su obra. Por supuesto, es imposible construir un auténtico diario cinematográfico en el mismo sentido que lo entendemos en literatura, ya que en el caso de la lengua escrita, el trabajo real se produce cuando el diarista llega a su casa y tiene que recrear todo lo que ha visto a partir de breves anotaciones o, muchas veces, ni siquiera sin ellas. En el caso del diarista visual, sin embargo, la tarea ocurre en el preciso momento en que se rueda, que es cuando tiene que elegir qué es lo que quiere que su cámara recoja y cómo, reduciéndose el trabajo de estudio a espigar entre ese material recogido, pero ya inalterable, excepto por el montaje.





Es precisamente en el reto de superar esos obstáculos y diferencias entre los dos formatos de diario cuando el genio de Mekas brilla con fuerza y se adentra en esos caminos desconocidos, largo tiempo antes descartados, de los que hablaba antes.

El problema básico de enfrentarse a la realidad con una cámara es que la realidad externa es inagotable, y nuestro útil sólo puede recoger una mínima parte de ella, lo que está frente al objetivo, mientras que nuestros ojos, nuestras mentes son conscientes de lo que está sucediendo alrededor, de forma que el centro de nuestra atención varía constantemente y llegamos a construir un supercuadro, producto de la superposición de múltiples pequeñas imágenes que ningún aparato de grabación o reproducción es por ahora capaz de imitar. O dicho de otra manera, es cierto que en la vida real no existen el montaje ni las elipsis, pero también es cierto que nuestra mente nos borra nuestros movimientos de ojos y de cabeza para crear esa superrealidad continua de la que hablo.

Mekas es dolorosamente consciente de esa imposibilidad de embutir en el exiguo espacio de un fotograma todo lo que ven nuestros ojos, pero aún así lo intenta, aplicando todos los trucos y técnicas que le permite su tomavistas y el posterior proceso de montaje, los cuales cobran ahora todo su sentido. En esa reconstrucción de una realidad poliédrica, yuxtapone a gran velocidad varias acciones simultaneas o realiza abruptas transiciones entre escenas, se fija en un detalle mínimo, desenfoca o tiembla, deja de manifiesto todos los errores y carencias del proceso que normalmente se nos hurtan, de forma que seamos conscientes de todo lo que está sucediendo al mismo tiempo, pero que la cámara, por sus anteojeras, es incapaz de reproducir.

Un proceso de acumulación, de superposición y de yuxtaposición, casi de representar el Aleph ante nuestros ojos, que dota a la película, a los diarios, de una tonalidad onírica, evanescente, pasajera de ilusión vista en los anillos de humo.

De reflejo de un tiempo que brilló un momento e inmediatamente se perdió en la obscuridad.













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