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miércoles, 16 de febrero de 2011

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Es ist nun gewiss auffallend, dass man überall, unter der verschiedensten Verhältnissen, die Toten diese gleiche Gefühl zuschreibt. Die gleiche Empfindung, scheint es, beherrschst die Verstorbenen aller Völker. Immer waren sie lieber am Leben geblieben. In den Augen derer, die noch da sind, hat jeder, der es nicht ist, eine Niederlage erlitten: Sie besteht darin, dass er überlebt worden wird. Er kann sich damit nicht abfinden, und es ist natürlich, dass er dieses Schmerzliste, das ihm angetan worden ist, nun selber anderen zufügen möchte.

Elias Canetti, Masa y Poder.


Es llamativo que en todas partes, en las relaciones más dispares, se atribuya a los muertos ese mismo sentimiento. La misma sensación, así parece, gobierna a los muertos de todos los pueblos. Siempre hubieran preferido permanecer vivos. Ante los ojos de cualquiera que aún existe, cualquiera que ya no sea parece haber sufrido una derrota, que consisten en haber sido sobrevivido. No puede resignarse a ella y es natural que, éste lo más doloroso que le ha acontecido, ahora él mismo quiera causárselo a otros.

Por alguna razón estas últimas semanas me está costando bastante escribir en el blog, lo cual tiene el efecto indeseable de que se me acumulan las entregas, así que basta de vaguerías y vamos a darle a la tecla.

Como sabrán llevo leyendo desde hace varias semanas el Masa y Poder de Canetti. Muy lentamente, eso sí, por el hecho de hacerlo en alemán y que mi fluidez en ese idioma no es la ideal. Si han seguido este blog, sabrán también que este es un libro de filosofía redactado por un escritor, al estilo del De l'amour de Stendhal, lo que provoca que su interés no sea tanto su mensaje, al cual le falta el rigor asociado a la disciplina, sino las digresiones y ejemplos que lo pueblan, descritos con la riqueza de imágenes que asociamos a un escritor de ficción.

Uno de las obsesiones de Canetti, en este libro que nos describe las caracteríticas de las masas, esos cuasi organismo pluricelurares en los que se asocian los muertos, es la existencia de algunas masas que a pesar de su inexistencia real, ejercen una influencia considerable sobre el mundo sensible. La más importante de ellas es, como podrían esperar, la de los muertos, formada por todos los que nos han precedido, conocidos y desconocidos, pesando como una losa sobre nuestra vida cotidiana (valga el lugar común) determinando nuestras acciones, y sobre todo, superior en número al conjunto de los vivos y siempre en constante crecimiento.

Sin embargo, lo que quería señalar aquí es otro aspecto que Canetti subraya my inteligentemente en su análisis de las masas en las sociedades primitivas y antiguas, utilizando estas sociedad como ejemplos más puros del fenómeno que estudia, sin la complejidad y distorsiones de la civilización contemporánea, y sobre todo por su distancia y diferencia de nuestra experiencia cotidiana, cuyo contraste sirve paradójicamente para que nos demos cuentas de similitudes, y de la escasa distancia, casi ninguna, que media entre el hombre primitivo (el salvaje de antaño) y el hombre tecnológico de ahora (el civilizado también de antaño).

El caso es que nosotros, los nacidos en el entorno de una de las religiones de salvación herederas del juadísmo, tendemos a imaginar la muerte, aunque ya no creamos en la trascendencia, como la migración a un ámbito sobrenatural, donde el alma se libera de las imperfecciones del cuerpo y la existencia terrestre. Un estado en el que el muerto habita en la felicidad perfecta e incluso llega a proteger y ayudar a aquellos que dejo atrás.

No obstante, esto es una excepción en la historia del hombre y las religiones. La idea habitual, aún presente en el mito del infierno, es que el estado de difunto no era preferible al de vivo, y que la muerte suponía el paso a un estado larvario, de duerme vela, en el cual se era y no se era, y donde la desaparición definitiva dependía de que el recuerdo del difunto se mantuviese entre los vivos.

Una existencia disminuida, obscura, en forma de sombre y por tanto, alejada de la plenitud de la existencia, que se traducía en un odio inextinguible hacia los vivos, en el deseo de hacerles pagar la soledad en la que se había caido, los placeres arrebatados, el olvido inevitable presagio de la desaparición, y que se plasmaba en una profunda hostilidad, en un deseo de hacer daño, hacia todos los que aún podían ver la luz del sol, tanto más fuerte cuanto más estrechos fueran los lazos de parentesco y afecto que unían a muertos y vivos.

Un deseo de venganza por la vida perdida que, a pesar de siglos de religiones avanzadas, sigue aflorando con fuerza poderosa, marchamo de su verdad, en esos mitos casi tan antiguos como la humanidad: los fantasmas, los zombies y los vampiros.

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