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jueves, 26 de agosto de 2010

Forks (y V)


 Jean Epstein es uno de esos nombres que probablemente no digan nada al común de los aficionados, ésos que consideran una antigualla el cine de la temporada pasada, pero este autor semiolvidad tiene ens u haber una de las películas míticas de la historia de la historia del cine, La chute de la maison d'Usher, y durante la década de los veinte fue considerado como uno de los más grandes cineastas experimentales del momento, de esos que hacen avanzar la forma. Luego, con la llegada del sonoro, su estrella se apagó, puesto que como muchos de ellos fue incapaz de adaptarse a la nueva técnica, quizás porque su fe en la absoluta expresividad de las imágenes no casaba con un público que quería oír hablar sin parar a sus actores.

A la espera de ver por fin su obra magna, que me llama todos los días desde la pila de DVDs por ver, he podido disfrutar este verano de dos de su mediometrajes, gracias a las recopilaciones de cine experimental de Kino Video. Uno de ellos, Le Tempestaire, de 1947, pertenece a su época de decadencia, pero aún así es notable por su tendencia a la digresión, olvidándose de sus personajes describiendo la tempestad marina que da nombre al corto, mediante un montaje visual y sonoro, realmente evocativo. El segundo, primero por orden cronológico, es La Glace a Trois Faces, de 1927, y pertenece a su época de gloria.

Lo que se suele señalar de esta cinta es como narra una anécdota trivial, la de un joven de posición desahogada que marcha al campo de vacaciones, mediante las relaciones amorosas que ha tenido con tres mujeres (las tres caras del cristal, a la que hace referencia el título), borrando las referencias temporales y entremezclando las narraciones entre sí, de forma que sea el espectador quien tenga que reconstruir el conjunto y formar una imagen completa con las diferentes visiones parciales. En un tiempo como el actual, de Mementos y demás, esta manera puede parecer trivial y rutinario, pero se debe pensar que nos encontramos ante una película de hace ochenta años, cuando tales técnicas narrativas apenas acababan de ser inventados en la literatura  europea, para entender la impresión que debió causar esta obra en el público del momento.

A pesar de la anterior, la película de Epstein se las arregla para sorprender incluso al espectador más versado. En ella, además de los recursos narrativos comentados, que sólo se han hecho habituales ayer mismo, por así decirlo, aparecen otros que se convertirían en la marca de fábrica de los directores de la nouvelle vague, interesados en llevar al límite hasta romperlas las convenciones del clasicismo cinematográfico y que aquí aparecen antes de que ese estilo cristalizara durante la década de los 30.

En ese sentido la escena más hermosa y radical de la película es la que he intentado reflejar en las capturas que abren esta entrada, sin mucho éxito. Se trata simplemente de como una de las mujeres protagonistas rememora su tiempo con su amante. Una secuencia en que los recuerdos se van acumulando, interrumpiéndose los unos a los otros, lo que se revela por violentas rupturas del raccord, en una cadena en la que los eslabones se hayan unidos por leves asociaciones, que lleva a que veamos repetidas una y otra vez la misma secuencia, con pequeñas variaciones debidas a que se trata de momentos distintos, y donde los pensamientos de la protagonista van derivando de la ausencia insoportable y definitiva, las diversas despedidas que la antecedieron, hasta refugiarse en los escasos momentos de felicidad de los que pudieron gozar entre los dos.

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