Como todos los lunes, le ha llegado el turno a otra entrega de Forjadores de Imperios. Esta vez, volvemos con Alejandro y su expedición a los límites del mundo conocido, en busca del mar que rodeaba la οἰκουμένῃ por completo.
Y se me olvidaba, si quieren leerlo todo desde el principio no tienen más que pulsar aquí
Año 329 a.C. Sogdiana
A nuestro alrededor no hay más que desierto. Colinas requemadas sobre las que crecen matorrales agostados y raquíticos. Toda la tierra sobre la que caminamos es de un color de oro viejo, irreal, como jamás había visto antes. De noche, el agudo silbido del viento sobre estas soledades nos roba el sueño. Extrañas siluetas rondan alrededor de nuestro campamento, se acercan a nuestros fuegos y desaparecen en cuanto intentamos atraparlas. Son sólo animales, no pueden ser otra cosa, pero los hombres están aterrorizados. Ya son bastantes los horrores del día como para tener que soportar luego los de la noche.
En medio de estas soledades del Asia fluye un río inmenso, amplio y profundo. Sus aguas son frías e impetuosas como las de los arroyos de las montañas. Preguntamos a los pocos nómadas que nos encontramos cuál es su nacimiento y dónde está su desembocadura. Ninguno lo sabe. Ninguno ha oído hablar jamas del mar o las montañas. Son palabras que no tienen significado para ellos, que sólo conocen la llanura y su vacío.
El rey ordena cruzar el río. La corriente se lleva a los primeros exploradores que lo intentan, como si fueran meras briznas de paja. Es necesario construir balsas, pero no hay madera en semanas de distancia. Sacrificamos el poco ganado que aún nos queda y construimos odres. Agarrados a ellos, unos cuantos valientes consiguen cruzar la corriente. Uno tras otro, les seguimos el resto, tratando de no ser arrastrados por los remolinos, luchando porque nuestras manos entumecidas por el frío no se suelten.
La ciudad se presenta inesperadamente ante nuestra vista. El asombro nos hace enmudecer. Rodeados de un oasis de árboles y huertas, se alzan templos y palacios como los de nuestra patria, pero no como son ahora, sino como eran hace cientos de años. El calor y las privaciones deben habernos hecho perder la razón. Quizás estemos muertos y éste sea el reino del Hades. Quizá sólo sea un espejismo como los que nos han perseguido durante esta marcha inhumana.
No, no es nada de eso. Descendemos hacia ella y no se desvanece en el aire. No nos reciben sombras, sino seres humanos de carne y hueso, a los que podemos tocar y sentir. Hablan y entendemos lo que dicen. Nos cuesta comprenderles, pero son palabras griegas las que pronuncian. Los soldados jonios que nos acompañan juran que ése es el dialecto antiguo de su patria, el que hablaban sus abuelos y bisabuelos.
Andamos errantes por la ciudad, sin reponernos de nuestra sorpresa.
De nada ha servido la rebelión. Los persas han derrotado nuestro ejército frente a Sardes. Ahora asedian y toman una tras otra las ciudades jonias, deportando a sus habitantes al interior de Asia, sin ninguna prisa, sin ningún temor. Nadie puede ya oponérseles. Jonia ha dejado de existir y pronto le tocara el turno a Mileto. No pasará mucho hasta que su ejército se despliegue ante nuestras murallas. Sé que no tendrán misericordia. Hemos sido los instigadores de la revuelta y nos reservan el peor de los castigos.
He consultado la situación con mis parientes y todos están de acuerdo. Cuando los soldados lleguen al santuario de Dídima, nos rendiremos y lo entregaremos junto con todo lo que contiene, aunque se nos ha encomendado la misión de custodiarlo y defenderlo. Quizás con nuestra traición consigamos aplacar a los persas y lograr que respeten nuestras vidas y se conformen con desterrarnos. De todas formas, hagamos lo que hagamos, el destino del santuario está sellado. Su destrucción es segura. La única diferencia estriba en que lo sea antes o después de nuestras muertes.
La venganza se ha cumplido. Los sacrílegos que entregaron el santuario de Dídima a los bárbaros han sido castigados al fin. Desde una colina cercana, Alejandro contempla la obra por la que le recordará la historia. Todos los árboles han sido talados sin excepción. Con sus troncos se alimentan las hogueras en las que se consumen los cuerpos de los habitantes de la ciudad. Las murallas han sido socavadas y las casas arrasadas hasta los cimientos. Los templos y santuarios han sido violados y sus riquezas repartidas entre los soldados. Se han arado los campos y esparcido sal sobre los surcos. Nadie podrá volver a habitar en este lugar, ni hombres ni dioses. Sólo ruinas y huesos deben recordar que en este lugar vivieron personas y que creyeron ser felices.
El rey vuelve a dar la orden de marcha. Nos adentramos cada vez más en el desierto. Nuestros geógrafos dicen que tras el horizonte se encuentra el mar que rodea toda la tierra. Daría igual que le dijesen lo contrario, él sólo escucha lo que quiere oír, una voz interior e inflexible que le ordena seguir adelante, siempre adelante, mientras haya un soldado que pueda caminar y empuñar un arma.
Hombres y animales evitan cruzarse en nuestro camino. No es extraño. Si castigamos con ese rigor los crímenes cometidos hace dos siglos, ¿qué no haremos con los que aún están frescos?
Nota: Las fuentes cuentan que en Asia Central Alejandro encontró una ciudad habitada por gentes que hablaban griego, las cuales eran descendientes de los Bránquidas, una antigua familia de Mileto que habían entregado el templo de Dídima a los persas en vez de defenderlo, como era su misión. Alejandro ordenó exterminar a los habitantes y destruir la ciudad.
Ejemplar venganza,
ResponderEliminarCabe la pregunta de si arrasaron la ciudad después de saber que se trataban de aquestos malages, (por jilis, ¿para qué se lo dicen?)
o,
primero la arrasaron y luego inventaron el homérico episodio para justificarlo
Es una buena teoría...
ResponderEliminarAlejandro: Me tenéis harto con tanto arrasar ciudades, ¡me vais a dejar sin súbditos! ¡A ver como justificamos esta última!
Pelota Oficial: Tranquilo jefe, decimos que eran los descendientes de los Bránquidas y ya está