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jueves, 1 de abril de 2010
Divergences (y I)
Resulta curioso comprobar el atractivo popular que conservan los pintores impresionistas, patente en las inmensas colas en la muestra Impresionismo: Un Nuevo Renacimiento, abierta en la Fundación Mapfre madrileña. No es para menos, ya que la exposición se ha formado con los fondos del Musée d'Orsay parisino, y contiene un buen puñado de obras maestras, algunas bastante inesperadas, así que los días de asueto de la semana santa han venido muy bien para evitar las aglomeraciones, o por lo menos para no sufrirlas en demasía.
Sin embargo, la muestra tiene algún problema más aparte de la concentración humana en un espacio reducido como el de la fundación Mapfre, obviamente no preparada para estas ocasiones, siendo el más importante el de su propio nombre. Se puede llegar a comprender que con el apelativo de "nuevo renacimiento" los organizadores quieren referirse al carácter de bisagra que tiene el impresionismo en la pintura occidental, en el sentido de que ese movimiento disparó las vanguardias modernas y el desmontaje de la teoría pictórica en vigor desde 1400, y como esos pintores pertenecían a dos mundos, el de los clásicos y el de los modernos, lo que no ocurriría ya con la generación posterior (y el de algún contemporáneo, como Cezanne), cuyo mundo había sido cambiado drásticamente hasta hacer imposible el pintar como unos pocos años antes, y que inaugurarían el modernismo/formalismo que acabo prácticamente ayer mismo, hacia 1980
No obstante, a pesar de esa importancia en la historia de la pintura, el concepto de renacimiento es un tanto exagerado y completamente erróneo. Ni los impresionistas pretendían "recuperar" una tradición perdida en años obscuros, ya que muchos de los pintores pasados que admiraban y que convertirían en precursores suyos, como es el caso de Tiziano, ni se proponía una ruptura radical con el pasado como demuestra su misma admiración (y la de otras bestias de la vanguardia como Picasso) por otros pintores completamente académicos como Ingrès. Por otra parte, la muestra no se cierra en torno a los impresionistas, ni busca dar cuenta de su evolución, sino que intenta abrir el campo y mostrar todo el contexto histórico y artístico en el que se movían estos pintores, tanto los intentos de evolución anteriores, como el realismo representado por Courbet o los pintores de Barbizon, la pintura oficial de los Salones, que se solapa con la insurrección impresionista y fue cortejada por varios de ellos, como forma de ser reconocidos, o, mucho más importante, las vías de investigación paralelas, ocultas largo tiempo por la explosión vangüardista , como el simbolismo de Moreau, tan admirado decenios más tardes por los surrealistas, tan aficionados como los impresionistas a buscar precursores en el pasado.
Un enfoque que se complementa con un intento de mostrar las diferencias entre los pintores del propio movimiento, nunca monolítico, y que cada día más aparece como una etiqueta de conveniencia para designar a un grupo de pintores de muy diferentes edades e intereses, que coincidieron por un momento en sus soluciones pictóricas. Así, se tiene una personalidad como Manet, que nunca acepto su adscripción al movimiento y que, a pesar de haber sido el motor que puso en movimiento el proceso, se mantuvo un tanto aportado de los más jóvenes, el núcleo duro formado por Monet y Renoir, los auténticos inventores de la pintura au plein air yla pincelada aislada que solemos adscribir al movimiento, frente a un Degas, que continuaba pintando encerrado en su taller, aunque su pasión por la fotografía y los espectáculos, dotaba a sus cuadros de esa calidad de movimiento pasajero que asociamos instintivamente con los impresionistas.
Una divergencia entre iguales que queda expresada perfectamente en los dos cuadros que he elegido para encabezar la entrada, Un Atélier aux Batignolles de Fantin-Latour y L'Atélier de Bazille, pintores ambos pertenecientes al grupúsculo de amigos pintores, que a finales de la década de 1860 a los impresionistas, pero cuya evolución se vería truncada por la muerte en la guerra en el caso de Bazille y por la vuelta a formas más académicas en el caso de Fantin-Latour. Dos cuadros en los que se puede apreciar con claridad como uno de los pintores mira hacia el futuro. mientras que el otro mira hacia el pasado.
Fantin-Latour utiliza una paleta muy matizada e igualada, evitando los colores puros y los contranstes entre tonalidades. Su personajes están ordenados rigurosamente, procurando que sea posible identifcarlos a cada uno, y está claro que sus gestos no son naturales, posan ante el pintor como lo haríamos nosotros ante una fotografía, de manera que el supuesto taller del pintor en el que se encuentran, no es tal, sino un escenario donde representan una obra. Frente a ella, el cuadro de Bazille, pertenece a otra época completamente distinta, sus colores son luminosos, sin miedo a los contrastes, la pincelada sumaria y rápida, de manera que resulta difícil reconocer a los personajes representados, los cuales han sido sorprendidos en el momento, como si hubiéramos abierto la puerta del estudio repentinamente. Incluso el hecho de que el plano del cuadro esté alejado de los personajes nos ayuda a reconstruir el espacio real del estudio, su amplitud y dimensiones, evitando que de la impresión, como en el cuadro de Fantin-Latour, de un escenario en el que se ha levantado el telón.
Nada parece haber sido preparado, nadie está posando, aunque por supuesto esto es una ilusión creada por el artista, ya que un cuadro de estas características no se pinta sobre la marcha.
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