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domingo, 6 de diciembre de 2009
Prisioner in your own skull
Adaptar una novela como Berlin Alexanderplatz de Alfred Döblin es una tarea casi imposible, simplemente porque para ello no se pueden utilizar los recursos habituales, que en su mayor parte se reducen a una mera ilustración en imágenes de lo narrado, tarea que en manos expertas puede producir una obra notable.
Sin embargo, Berlin Alexanderplatz no es una obra cualquiera, como no lo son el Ulysses de Joyce, À la recherche du temps perdu de Proust, Der Mann Ohne Eigenschaften de Musil, el ciclo de Yoknapawata de Faulkner o el corpus entero de Robert Walser. No es porque sean obras maestras de la literatura y esa cualidad las haga intraducibles/inmejorables. Se trata en realidad que esas obras pertenecen a un mismo movimiento literario, con todas las comillas, objeciones y peros que se le quiera poner, que podría denominarse modernismo/formalismo.
Un movimiento cuyas obras comparten una misma cualidad, el hecho de que la forma es tan importante como el contenido, y muchas veces lo que se narra es una excusa para experimentar con lo que se narra. O dicho de otra forma, estas novelas se caracterizan por hacer un uso intensivo y extensivo del lenguaje intentando reflejar todas sus formas y modos, intentando investigar las maneras en que observamos y transmitimos la realidad, poniendo siempre de manifiesto la fragilidad de lo que observamos, o mejor de dicho como la realidad depende siempre de lo que se nos cuenta, sin que, en ocasiones podamos certificar lo contado o discernir si lo registrado es realmente una verdad o una mentira.
Esto lleva a que cualquier adaptación normal de las novelas de la primera mitad del siglo XX se vea abocada al fracaso, ya que si se intenta narrar la peripecia recogida en el libro, se estará prestando atención a lo secundario y no a lo esencial, es decir el modo en que esa peripecia se narra y que hace diferente esa narración a otras muchas similares. Por ello, todas las adaptaciones de Proust, que tienden a centrar su atención, à la Visconti, en la reconstrucción obsesiva del ambiente, se convierten en perfectas esculturas de hielo, sin nada del calor, la urgencia o la tragedia del original.
Por estas razones, la novela de Döblin, que narra las vueltas y revueltas, sin salida ni escape, de un pequeño delincuente Berlinés, Franz Biberkopf, sin moraleja ni conclusión evidente, sin progresión, trama o destino,, es una novela casi imposible de adaptar, ya que cualquier intento de ilustración historicista, la convertiría en una cáscara hueca, puesto que lo importante en ella, es como Döblin cambia de registro una y otra vez, narrando esas andanzas sin importancias con todos los estilos literarios posibles, desde la Biblia al informe científico, y produciendo un fuerte efecto de contraste y rechazo, puesto que esos estilos son aplicados a unos temas que no los esperados, y, por así decirlo se ven desprovistos de su solemnidad y pompa.
Sin embargo, la inmensa serie de Fassbinder, de casi 16 horas de duración, consigue lo imposible, insuflar vida a ese experimento literario y crear un producto cinematográfico perfectamente válido y autónomo, para el que no es necesario el conocimiento de la novela. El director alemán no ilustra la novela, basta un rápido cotejo para darse cuenta de los innumerables cambios que se han realizado, sino que teje sobre ella, reescribe la historia de esos pequeños delincuentes alemanes y poco a poco la trae a su mundo, convirtiendo la visión Dobliniana en una visión Fassbinderiana, marcada en todo momento por su sello personal.
Una adaptación que, a pesar de su inmensa longitud, ya para la época (en aquellos tiempos un episodio solía durar 50 minutos pero los de Fassbinder duran una hora entera) y los escasos medios que impone una producción televisiva, consigue escenas fascinantes, como el conflicto entre el protagonista y sus antiguos amigos comunistas, el asesinato de Mieze, o el episodio donde Franz huye de su casa y se dedica a emborracharse repetidamente en un piso de alquiler. Unas escenas fascinantes porque a pesar de su inmensa duración, se enrollan sobre sí mismas y parecen no terminar nunca, ofreciendo réplica sobre réplica, incidente sobre incidente, hasta el extremo, como digo, de aparecer como esos movimientos eternos de la música que podrían sonar para siempre sin terminar jamás.
O como el prodigioso episodio final, de dos horas de duración, al que pertenecen las capturas de arriba, donde el delirio de Franz, le permite a Fassbinder librarse de todas las ataduras formales, experimentar con lo narrado y sobre todo comentar el momento histórico que Döblin describe con la perspectiva de una Alemania que ha sufrido la catástrofe nacional del nazismo y la guerra mundial, desconocida para su personajes en ese instante, pero a punto de estallar y llevarse todo por delante.
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