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lunes, 28 de septiembre de 2009
Yazilikaya
El lunes de la semana pasada, con un dolor de cabeza insoportable, me hallaba visitando el Museo Pergamon de Berlin.
una visita que no hubiera dejado de hacer por nada del mundo, puesto que llevaba esperándo hacerla desde mi infancia, cuando la lectura del libro Die Biblische Hügel (Las colinas bíblicas de Eric Zehren) me hizo enamorarme apasionadamente de la arqueología.
Enamorarse. Apasionadamente. Arqueología. Vaya combinación de palabras, que poco tienen que ver con este tiempo post/post en el que vivimos, en el que sólo el cínismo es admitido como sentimiento válido y la desconfianza ante todo tipo de saber es la divisa que hay que mostrar... pero el caso es que en mi recuerdo, si se me permite comportarme como el abuelo cebolleta que soy, queda una noche de sábado a solas en mi casa, con apenas ¿14? años, en que me leí ese libro hasta devorarlo de una sentada, y, cuando llegue al pasaje en que se describía el descubrimiento de las tumbas reales de Ur, sentí que se me erizaba el cabello y que casi me mareaba.
Nuevamente una exageración. Y ahora otra más. Porque lo que yo sentí en ese instante, lo que para mí es la grandeza de la arqueología, lo que hace que valga la pena revolver entre los escombros y basureros, es que, por un instante, los siglos han sido anulados, el tiempo demolido, y aquellos que estaban muertos, no lo están ya, sino que se alzan ante nosotros como contemporáneos y somos capaces de comprendernos... algo nuevamente extraño y ajeno, casi anatema, a este tiempo nuestro post/post donde las diferentes culturas son opacas las unas a las otras, y jamás podrán llegar a comprenderse, mucho menos a ser comparadas.
Sin embargo, como digo, aquella noche yo fui presa de un frenesí. Acompañaba a Layard, a Botta, a Max von Openheim, todos ellos medio científicos, medio aventureros, medio ladrones, casi como Indiana Jones, la locura del asiriologo Winkler, buscando tablillas en mitada de Anatolia y descubriendo la capital del olvidado imperio Hititia, la profesionalidad de Koldewey, de Andrae, de Woolley o Flindrers Petrie. Todos ellos enamorados de su profesión, de los lugares en los que excavaban y sobre todo, regalándolos miles de años más de historia, ampliando nuestra visión del mundo, convirtiéndonos en provincianos que debían aprender de nuevo, puesto aquello que conocían ya no tenía validez.
Por ello, pasear por el museo Pergamon, por el ara que le da nombre, por el mercado de Mileto, la puerta de Babilonia, los hallazgos de Uruk, Jorsabad, Assur o Tell Halaf (aunque la segunda guerra mundial nos hiciera perder buena parte de lo allí encontrado, recordado apenas por dibujos).
O en una sala lateral, la reconstrucción de los grabados rupestres de Yazilikaya en el centro de Turquía, el santuario de los reyes hititas, donde Teshub el dios de la tempestad recibe el homenaje del resto de las divinidades.
Otro lugar mítico que espero poder visitar antes de mi muerte.
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