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viernes, 15 de mayo de 2009
Chinoiseries
He hablado muchas veces de las grandes exposiciones madrileñas que no reciben cobertura mediática alguna (por ejemplo ahora la gran preocupación es como conseguir que el Reina Sofia tenga una colección que valga la pena, a base de robarle cuadros al Museo del Prado) y que por eso apenas reciben visitas... lo cual no es que me moleste especialmente, porque así se visitan con mucha más tranquilidad. También he señalado mi vicio por visitarlas justo antes de que cierren, lo cual se debe a mi natural pereza y a mi hábito de verlas dos veces, una para tomarles el feeling y la otra para juzgarlas.
La exposición Orientando la Mirada, abierta en el antiguo Cuartel del Conde Duque pertenece a las dos categorías, la de las magníficas solitarias y las descubiertas in extremis.
El punto de partida, la excusa para realizarla, no puede ser más interesante. Como bien es sabido, entre 1450 y 1550 se produjo un first en la historia de este planeta. Por primera vez, en la historia de la humanidad, una de las civilizaciones se puso en contacto directo y permanente con las otras, sirviendo de puente entre todas ellas, y convirtiendo la historia del mundo en una auténtica historia universal, en la que lo sucedido en un punto repercutía en el resto... el inicio del mundo tal y como lo conocemos.
No se puede, por mucho que queramos, negar la importancia de ese instante. Es cierto que ya desde los siglos VII/VIII, las culturas de Eurasia habían terminado por constituir un único bloque, por mediación del Islám, cuya área de influencia se extendía desde España hasta la India y China, sirviendo de comunicación indirecta entre la Cristiandad, tanto católica como ortodoxa, y Oriente, al mismo tiempo que de centro del cual emergían las novedades y los avances.
Cierto, pero no es menos cierto que la visión que Occidente tenía de Oriente era completamente distorsionada, trufada de mitos y leyendas, debido a la lejanía y a la intermediación, así como que el contacto con otras culturas no provocó en el Islám ningún debate interno, ni ninguna reevaluación de su herencia y fundamentos, quizás porque en los conflictos el Islám se vio siempre como victorioso y su influencia imparable. Muy distinta fue, por el contrario, la reacción de la civilización occidental entre 1450 y 1550, por dos razones principales, el hecho de ser como digo un contacto casi simultáneo en un breve periodo de tiempo y por que la relación en cada caso fue completamente distinta.
En efecto, si examinamos cada caso por separado, nos encontraremos con un amplio abanico de posibilidades y soluciones. Desde el caso del Islám, el enemigo tradicional, en contacto directo y constante desde hacía siglos, y al cual no se podía derrotar, peor aún, parecía siempre a punto de engullir a Occidente y que devino en una incomprensión y desprecio mutuo entre ambas culturas que aún empaña nuestras relaciones, a la victoria completa sobre las civilizaciones americanas, que llevo a un problema insospechado para los europeos de aquel tiempo, el qué hacer con inmensas poblaciones de culturas exóticas e incomprensibles (una tarea en la que esos primeros europeos, admitámoslo, se comportaron como auténticos bárbaros, destruyendo a esas culturas y esclavizando a sus poblaciones)
Y entre medias, la relación con los inmensos imperios de la India, China o Japón. Unas potencias a las que los europeos de aquel tiempo, con sus magros recursos no podían aspirar a conquistar, y que ellas mismas se veían como iguales a los extranjeros, sino como superiores, y con las que hubo que llegar a un entendimiento, que culminaría en un extraño sentido de admiración y envidia por sus logros, su cultura y su filosofía que aún perdura, como demuestra que veamos hoy en día con tintes positivos la filosofía y la cultura de Japón, China o la India, mientras que no ocurre lo mismo con el Islám, el enemigo de siempre.
Un enamoramiento de la cultura occidental por esas otras culturas de Oriente, cuya crónica es narrada por esta exposición, en forma de todos los objetos que, desde el siglo XVI, fueron recogidos por viajeros, exploradores y misioneros en aquellas tierras y traídos a Europa, y que provocaban admiración y asombro, curiosidad y sorpresa en los atrasados y provincianos europeos de aquel entonces. En la forma también, de todas las producciones que se hicieron aquí copiando lo de allí, y en la forma en que los artistas de allí se interesaron por lo nuestro y lo incorporaron a su producciones.
Un enamoramiento histórico que es también mi enamoramiento personal, desde que a los quince años, descubriera que había otro cine aparte del de Hollywood, y que uno de los maestros de ese cine había sido Mizoguchi, y que ese maestro había retratado a otro maestro, esta vez de la pintura, llamado Utamaro.
Y que ambos eran una ventana a un mundo completamente desconocido, opuesto a mi formación y educación, la de un occidental cristiano marxista.
Un mundo extraño y desconocido, de constumbres incomprensible e irreductibles, pero que me fascinaba y me conmovía profundamente.
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