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jueves, 31 de julio de 2008
Overlord
Ayer veía esta película por segunda vez en el intervalo de dos semanas y me servía para confirmar una opinión que se va transformando con el tiempo en certeza, lo vacía, insulsa y prescindible que es Saving Private Ryan, a pesar de que se consideré como el paradigma del cine bélico moderno, que parece que consiste en ensuciar el celuloide y llamar a eso realismo.
Una visión que está en las antípodas de la cinta de la que hablo, Overlord, y cuyo inicio he roto en fotogramas para encabezar esta entrada. Una película de 1975 que trata de los mismos acontecimientos que la obra de Spielberg, pero con unos presupuestos y unos resultados estéticos diametralmente opuestos.
En primer lugar, está el caso de la entidad promotora, ni más ni menos que el Imperial War Museum británico, que al contrario que la mayoría de los museos de la guerra, pretende ante todo guardar la memoria colectiva de los conflictos en los que se vio implicada Gran Bretaña en el siglo pasado. Voy a repetir una palabra, colectiva, porque trata de representar la experiencia de todas las personas anónimas, civiles y combatientes, que vivieron esos acontecimientos. Un enfoque, por tanto, contrario al de las batallas, campañas y glorias militares, y que lleva a que en el archivo de este museo y sus espacios expositivos, se dé primacía a la voz como digo, de la personas corrientes, en forma de cartas, diarios, testimonios, y sobre todo, del registro documental tomado sobre el terreno.
Un registro documental que iba a ser al principio, el único material de esta película, pensada como un documental puro que recogiese lo que supuso el desembarco de Normandía en su. 30 aniversario. Un proyecto que se transformo en una película mixta, compuesta por segmentos documentales y por escenas de ficción, ya que se vio la necesidad de dar voz a los soldados anónimos, de representar, como digo su experiencia y sus vivencias, y de rellenar los huecos que el celuloide tomado in situ no había captado.
Así tenemos una película cuando menos extraña, en el sentido de desusado y original, ya que la historia de ese soldado anónimo, representante de todos sus camaradas, se va ilustrando con las escenas documentales de la guerra, tomadas en los lugares de los hechos. Un enfoque que podría haber dado origen a un docudrama, pero que en este caso, consigue lo que no puede calificarse de otra manera que de obra mayor, puesto que las escenas documentales se muestran sin ningún comentario, obligando al espectador a reconstruir lo que está pasando, a salir del estrecho mundo cuartelario en el que vive el protagonista y darse cuenta de la enormidad de los acontecimientos en los que éste está sumido, de lo inexorable de su transcurso y de lo minúsculo que es él comparado con ellos.
Minúsculo y prescindible, sí, puesto que la vida militar de este soldado, instrucción tras instrucción, maniobras tras maniobras, traslado tras traslado, con alguna pequeña excursión de permiso, está narrada en tono menor, casi con desapego, reproduciendo el aburrimiento absoluto que supone la vida militar, punteada aquí y allá por alguna anécdota memorable y no tan memorable. Una monotonía, una rutina, en la que el individuo se va hundiendo hasta desaparecer, en la que se le arrebata todo lo que era, todo lo que había encontrado, hasta que ya no puede imaginarse fuera de ella.
Esta oposición, privado/público, documental/ficción, es precisamente otra de las grandes virtudes de la película. La enormidad de las imágenes que vemos, las masas humanas, el material aparentemente inagotable, el poder de las armas en acción, ejerce un efecto hipnótico, fascinante, realzado por la inusitada perfección técnica con la que están rodadas la mayoría de ellas (al contrario que el celuloide sucio y desmañado del cine actual), que te hace pensar en muchas ocasiones que esa es la realidad, es más, que lo estás viendo con tus propios ojos. Una fascinación, casi enamoramiento, por lo que se está presenciando, a pesar de su horror y brutalidad, que es compartida por los mismos soldados implicados en los sucesos, según nos cuenta la película, que ante ese despliegue de medios, ante esos hechos sobre los que no tienen remedios, sienten como van desapareciendo en ese torbellino y acaban por adoptar una especie de fatalismo, una aceptación de la propia muerte y la propia desaparición de tintes claramente ascéticos, casi místicos.
Una aceptación que se plasma en las visiones de la muerte, propia y de otros, que el protagonista tiene de forma recurrente. Un imaginarse como será la muerte propia que se convierte en un ejercicio intelectual, frío y disociado, y que culmina al final en una de la muertes más anticlimáticas de la historia del cine, puesto que nunca, ni nosotros ni el protagonista, llegaremos a poner el pie en las playas de Francia.
Una muerte absurda y sin sentido, estúpida a inútil, como suelen ser todas las muertes y más en tiempo de guerra.
De nuevo, todo lo contrario de la excusa argumental de Saving Private Ryan
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