Páginas

domingo, 22 de junio de 2008

Digging for gold


Hace unas semanas, en el periódico El País, se recogía una más que interesante entrevista con el director de la National Gallery Londinense. Hablando del circo en que se están convirtiendo museos y exposiciones, venía a decir que sería muy fácil atraer multitudes de visitantes a su museo, sin más que organizar un concierto de rock (o lo que ahora se envuelva con esa etiqueta) en su interior, pero que con esa táctica no podría conseguir que la gente volviera allí, ya que no le estaría vendiendo lo que está allí guardado, sino un producto completamente distinto.

En otras palabras, que seguir ese camino es idéntico a cerrar esas vetustas instituciones y convertirlas en algo que ya existe y que da pingues beneficios. El parque de atracciones temático que se transforma y reconvierte para satisfacer a sus clientes, mejor dicho, que les ofrece lo que está de moda en ese instante.

Unas declaraciones que yo comparto plenamente, ya que, en mi opinión un museo no está para eso. ¿Y para qué esta un museo, entonces? podrían preguntarse. El mismo director de la National Gallery nos daba la respuesta, sin morderse la lengua. Para él, y para mí, la mayoría de los visitantes no acuden para disfrutar de la pintura, sino para rellenar un expediente, para poder decir, a la vuelta de las vacaciones, que han visto y aquello. Una actitud que se refleja en como determinados cuadros son casi imposibles de ver y de disfrutar, por estar siempre rodeados de murallas humanas, y es que, para este turismo de catecismo, un museo sólo es válido si tiene un cuadro de X, de Y o de Z, que son los únicos que merecen la pena, y los únicos ante los que se debe, se puede extasiarse y presumir de haberlo hecho.

De nuevo la pregunta ¿Entonces, qué es un museo? ¿Un lugar reservado a la élite, a los que realmente entienden y saben de esas cosas? ¿A los que pueden enumerar los miles de referencias, las miles de influencias, las miles de historias, ya sean inventadas o no, encerradas en los cuadros y las esculturas?

Evidentemente no. Porque para el director de la National Gallery y para mí, un museo es un lugar de encuentro y de descubrimiento, de encuentro con personas, con ideas, con actitudes de las que nos separan cientos de años, pero que, en cuanto rascamos un poco, las descubrimos de ahora mismo, conectadas a nuestro tiempo por esa misma humanidad que compartimos. También un lugar de descubrimiento, puesto que un museo no es un lugar donde se guardan cuadros de Picasso, de Velázquez o de Goya, es un lugar donde se conserva la memoria y el legado de todo un tiempo, la forma, al mismo tiempo idéntica y personal, en que sus artistas intentaron reflejar los sueños, los afanes, los ideales, las realidades y miserias, de ese tiempo en que vivieron.

Lo que convierte a cada artista en importante, tan importante como cualquiera de los grandes nombres que todos conocemos, ya que que cada persona tiene su propia visión de este mundo y su propia manera de expresarlo, de ahí que cada visita a un museo pueda suponer la oportunidad de descubrir a uno de esos desconocidos, de obrar el milagro de que nuestra sensibilidad conecte con la suya, de encontrar las anheladas pepitas de oro tras pasarse día en el río, filtrando las aguas con el cedazo.

Y esta introducción es simplemente para recomendar una de las magnífica exposiciones casi desconocidas que hay ahora mismo en Madrid, ni más ni menos que el Seicento Napolitano abierto en otro de los grandes museos apenas visitados de esta ciudad, la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, junto a la puerta del Sol.

¿Qué tiene esta exposición? Lo mismo que tenía la mucho más ambiciosa que organizara el Prado en los años 80 (en lo que ahora es el museo Thyssen, que se pensó utilizar para las exposiciones temporales y que hubiera sido la solución definitiva a los problemas de espacio). Muestras ambas que se proponían ser una Time Capsule, mostrar la producción de un espacio de tiempos muy limitado, tanto temporal y geográficamente, la produccion del siglo XVII en el Nápoles español, y unas exposiciones que aparte del archifamoso Ribera, (un pintor que cada día me emociona más, y del que tendría que hablar un tanto) no eran otra cosa que un repertorio de nombres absolutamente desconocidos para el gran público, tan desconocidos que me ha sido imposible encontrar las obras expuestas, para adjuntarlas a esta entrada... circunstancia que, por sí sola basta para justificar una visita a esta muestra, ya que es difícil que esos cuadros puedan volver a ser vistos.

Vamos, lo justo para espantar a todos los turistas y a muchos snobs que se hacen pasar por aficionados.

¡Pero qué desconocidos! Uno pasea por la exposición de la Real Academia y cuando se termina se queda con ganas de más. Apenas hay un cuadro por cada uno, pero eso basta para hacerte desear ver más de cada uno, saber quienes eran, porqué pintaban así, que pretendían. Es apenas un flash en la obscuridad, pero ese destello basta para iluminar un mundo nuevo riquísimo, que destruye jerarquías y conceptos, de esas y esos que definen que es bueno y que es malo, qué se debe ver y qué no se debe ver, ante qué hay que pararse y ante qué hay que pasar de largo.

Como es el cuadro con el que abro esta entrada, un autorretrato de Artemisia Gentileschi, una de las pocas mujeres, antes de tiempos modernos, que consiguió hacerse un sitio en un mundo completamente masculino y ganarse el respeto de sus colegas del sexo opuesto.

Una mujer que no aparece en la listas, en las recensiones apresuradas de la historia del arte, pero cuyos cuadros han estado de siempre colgados en las paredes de los museos, a la vista de todos, sólo que no hemos querido o sabido mirar.

Ellos y los de otras mujeres, puesto que no fue la única.

Problemas de andar siempre con escamas en los ojos, cual santos de antaño.

No hay comentarios:

Publicar un comentario