Suelo utilizar, más de lo debido, la expresión magníficas exposiciones sin repercusión alguna, pero con la tontería de los festejos del 2 de Mayo, se está convirtiendo en una verdad como el templo.
Ya indiqué en otra entrada, apasionada y virulenta, como las celebraciones oficiales se habían convertido en un ejercicio de distorsión, en la que se proyectaban sobre los hechos del pasado las convicciones políticas del presente, intentando que sean sancionadas y justificadas por éste; o bien se intenta convertir esos hechos en un parque temático para contemporáneos aburridos, ya que todos esos sucesos apolillados ya no tienen ninguna importancia ni repercusión sobre el presente, excepto para disfrazarse y esparramar.
Concepciones ambas que quedan destruidas por la exposición abierta en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (uno de los museos más hermosos y menos visitados de Madrid) donde se muestra la serie completa de Los desastres de la Guerra, grabados por Goya, asociándolos por temas y comentando su significado.
Una exposición que basta para destruir, de un papirotazo, todas las mentiras y todas las trivialidades que nos han querido hacer tragar estos días.
Porque para la Goya la guerra es una sinrazón que no tiene justificación alguna, simbolizada en ese ¿Por qué? con el que titula el grabado, y al cual no hay respuesta. Mejor dicho, las respuestas habituales, para defendernos, para salvar a los nuestros, para abatir a los malos, por hacer triunfar el bien, por la libertad, por la democracia, por nuestro modo de vida, no son más que excusas con las que disimular, hacer palatable la auténtica respuesta.
Porque nos gusta.
Y la guerra nos sirve como digo para dar rienda suelta a nuestros peores instintos, algo de lo que ninguno se salva, ni los patriotas españoles, que clamaban combatir la opresión y estaban defendiendo otra aún peor, la de los nobles y los curas, ni los franceses revolucionarios, que afirmaban traer a los pueblos atrasados la luz del progreso y la libertad, lo cual conseguían ajusticiando a todo aquel que se les oponía.
Una guerra, que tal como la describe Goya, es todo menos gloriosa y honorable, ya que para su visión, despojada de lentes deformantes por su desengaño y su pesimismo, al final siempre acaban perdiendo los mismos...
los más pobres, los más desfavorecidos, los más indefensos, aquellos para los que No hay quien los socorra, y la existencia, esa se reduce al dolor, la desesperación y el sufrimiento, como si no estuvieran hechos de la misma carne, de la misma sangre que los otros.
Y es que ya se encargaran poderosos y acaudalados, sofistas y lideres incontestables de gobernar contra el bien general, como indica el grabado con el que abría esta entra, y si todo al final sale mal, si todo va bien al garate, y de esa su (im)previsión, sólo resulta nuevamente dolor y desesperación, ya se ocuparán bien ellos...
de beneficiarse de las resultas. Porque lo que interesa, a todos, los que ocupan las tribunas, los que dictan nuestros modos de comportamiento, los que nos señalan en qué y cómo debemos pensar, es enterrar la verdad.
No vaya a resucitar y las aniquile, ahuyente las tinieblas y les muestre como lo que son, espantos nocturnos que sólo asustan a los niños, en vez de los gigantes admirables que se creen.Y todo esto sigue siendo tan válido ahora como en tiempos de Goya, pese a quien pese.
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domingo, 29 de junio de 2008
viernes, 27 de junio de 2008
Be Proud of your Work
Hace unas entradas, hablaba yo de la exposición el Seicento Napolitano, única e irrepetible, ya que muchos de sus cuadros tienen la condición de ser invisibles, al estar albergados en colecciones particulares o no pertenecer a pintores de esos que figuran en todas las antologías, esos breviarios modernos que sirven de guía a las hordas de turistas que invaden los museos todas las vacaciones, en un fenómeno cada vez más parecidos a los santuarios medievales que guardaban las reliquias de los santas y a los que los fieles iban a pedir lo que no podían obtener en su vida diaria. Un símil que, si lo pensamos bien, augura un feo futuro a la institución museística en cuanto se produzca la próxima metamorfosis cultural, si no es que ha ocurrido ya y vivimos en un epílogo sin darnos cuenta.
El caso es que volví a visitar la dicha exposición y al ver la obra de Artemisia Gentileschi que en ella figura, me vino a la cabeza el autorretrato con la que ilustre la entrada anterior.
que a su vez me hizo acordarme de otro cuadro de Rembrandt
y resulta curioso comparar estas dos obras de aproximadamente la misma época y darse cuenta de lo similares que son y al tiempo del abismo que los separa.
En ambas se representa al artista trabajando, pero, curiosamente, en ninguna de ellas se muestra la obra en la que se trabaja. Lo importante en estas representaciones no es la obra, sino el artista que la crea, una impresión reforzada por el detalle, mas chocante aún, de que en ambas el artista no viste las ropas de trabajo, la blusa manchada de pintura que le protegería, sino sus mejores ropas, aquellas a las que la más mínima gota de pintura arruinaría completamente.
Evidentemente, en un tiempo en que el pintor era aún considerado como un trabajador manual, tanto Gentilleschi como Rembrandt, hacen alarde de ese mismo oficio, o mejor dicho del status, representado en los costosos ropajes que viste, que esa profesión permitía alcanzar en el XVII. Un status, un lujo y una seguridad que en poco se distinguían de las de una comerciante acaudalado o un noble, indicando implícitamente que poco había de trabajador manual en el oficio de pintor, y apuntando ya, en fecha tan temprana a su independencia económica y artística, al hecho de ser él su propio señor, el que elegían encargos y trabajos a su antojo y no según las órdenes de un patrón. Algo que si en el caso de Rembrandt ya era una cierta rebelión, o al menos una puesta en tela de juicio de los papeles asumidos, en el caso de Gentileschi era doble, al tratarse de una mujer y por tanto tener una doble sumisión, a su patrón por ser un trabajador manual, a los hombres por ser del sexo "débil".
Y es precisamente en esa rebelión, o mejor dicho en esa reafirmación personal frente al mundo, donde se acaban las similitudes entre Gentileschi y Rembrandt, ya que la actitud frente a la obra en la que ambos se representan no puede ser más distinta. Gentileschi está en pleno trabajo, luchando con él y podemos advertir claramente su pasión, su resolución y su energía. Sentimos, al ver la postura forzada, el gesto de apoyar el pincel para dar la pincelada, la concentración del rostro, absorto y ausente a todo lo que no sea la pintura, que ese oficio, esa labor, ese acto de crear es la vida del personaje allí representado, aquello que la consume y la obsesiona, muy en consonancia con el hecho de ser una doble excepción, una mujer que realiza una trabajo de hombres y ha conseguido ser aceptada por ellos, y como decía, el de una persona que ya no se ve como un trabajador, sino como un noble
Sin embargo, en el caso de Rembrandt, si no fuera por el pincel, el tiento y la paleta, el personaje representado podría pasar por un visitante en el taller del artista. Rembrandt ha representado el momento en que se termina la obra y esta ha dejado de ser propiedad del artista para convertirse en algo distinto, extraño e independiente a él, ya que como vemos en el cuadro de Gentileschi el pintor antiguo pintaba pegado al lienzo, la tabla y la pared, sin apartarse de él para tener una visión general excepto cuando lo terminaba. De ahí que el cuadro de Rembrandt esté teñido de melancolía y de misterio, al enfrentarse el creador al momento en que ya no puede modificar la obra y en que no sabe aún si esta será buena o mala, la cristalización de sus sueños y fracasos o un fracaso que provocará acerados comentarios, cuando no carcajadas.
Un juicio que queda en manos de nosotros, los espectadores, que debemos avanzar al medio de la sala, rodear el cuadro y ver nuestros propios ojos.
Una representación, por último, esencialmente romántica, puesto que si Gentileschi se centra en el duro trabajo de la pintura, en la labor cotidiana, Rembrandt lo hace, como digo, en el misterio y la melancolía, tal y como ocurre en este retrato de Caspar David Friedrich, realizado por Kerstin,
donde un pintor retrata a otro pintor, y donde éste, al igual que Rembrandt, reflexiona sobre la obra que acaba de concluir y que ya no es suya.
El caso es que volví a visitar la dicha exposición y al ver la obra de Artemisia Gentileschi que en ella figura, me vino a la cabeza el autorretrato con la que ilustre la entrada anterior.
que a su vez me hizo acordarme de otro cuadro de Rembrandt
y resulta curioso comparar estas dos obras de aproximadamente la misma época y darse cuenta de lo similares que son y al tiempo del abismo que los separa.
En ambas se representa al artista trabajando, pero, curiosamente, en ninguna de ellas se muestra la obra en la que se trabaja. Lo importante en estas representaciones no es la obra, sino el artista que la crea, una impresión reforzada por el detalle, mas chocante aún, de que en ambas el artista no viste las ropas de trabajo, la blusa manchada de pintura que le protegería, sino sus mejores ropas, aquellas a las que la más mínima gota de pintura arruinaría completamente.
Evidentemente, en un tiempo en que el pintor era aún considerado como un trabajador manual, tanto Gentilleschi como Rembrandt, hacen alarde de ese mismo oficio, o mejor dicho del status, representado en los costosos ropajes que viste, que esa profesión permitía alcanzar en el XVII. Un status, un lujo y una seguridad que en poco se distinguían de las de una comerciante acaudalado o un noble, indicando implícitamente que poco había de trabajador manual en el oficio de pintor, y apuntando ya, en fecha tan temprana a su independencia económica y artística, al hecho de ser él su propio señor, el que elegían encargos y trabajos a su antojo y no según las órdenes de un patrón. Algo que si en el caso de Rembrandt ya era una cierta rebelión, o al menos una puesta en tela de juicio de los papeles asumidos, en el caso de Gentileschi era doble, al tratarse de una mujer y por tanto tener una doble sumisión, a su patrón por ser un trabajador manual, a los hombres por ser del sexo "débil".
Y es precisamente en esa rebelión, o mejor dicho en esa reafirmación personal frente al mundo, donde se acaban las similitudes entre Gentileschi y Rembrandt, ya que la actitud frente a la obra en la que ambos se representan no puede ser más distinta. Gentileschi está en pleno trabajo, luchando con él y podemos advertir claramente su pasión, su resolución y su energía. Sentimos, al ver la postura forzada, el gesto de apoyar el pincel para dar la pincelada, la concentración del rostro, absorto y ausente a todo lo que no sea la pintura, que ese oficio, esa labor, ese acto de crear es la vida del personaje allí representado, aquello que la consume y la obsesiona, muy en consonancia con el hecho de ser una doble excepción, una mujer que realiza una trabajo de hombres y ha conseguido ser aceptada por ellos, y como decía, el de una persona que ya no se ve como un trabajador, sino como un noble
Sin embargo, en el caso de Rembrandt, si no fuera por el pincel, el tiento y la paleta, el personaje representado podría pasar por un visitante en el taller del artista. Rembrandt ha representado el momento en que se termina la obra y esta ha dejado de ser propiedad del artista para convertirse en algo distinto, extraño e independiente a él, ya que como vemos en el cuadro de Gentileschi el pintor antiguo pintaba pegado al lienzo, la tabla y la pared, sin apartarse de él para tener una visión general excepto cuando lo terminaba. De ahí que el cuadro de Rembrandt esté teñido de melancolía y de misterio, al enfrentarse el creador al momento en que ya no puede modificar la obra y en que no sabe aún si esta será buena o mala, la cristalización de sus sueños y fracasos o un fracaso que provocará acerados comentarios, cuando no carcajadas.
Un juicio que queda en manos de nosotros, los espectadores, que debemos avanzar al medio de la sala, rodear el cuadro y ver nuestros propios ojos.
Una representación, por último, esencialmente romántica, puesto que si Gentileschi se centra en el duro trabajo de la pintura, en la labor cotidiana, Rembrandt lo hace, como digo, en el misterio y la melancolía, tal y como ocurre en este retrato de Caspar David Friedrich, realizado por Kerstin,
donde un pintor retrata a otro pintor, y donde éste, al igual que Rembrandt, reflexiona sobre la obra que acaba de concluir y que ya no es suya.
martes, 24 de junio de 2008
The invisible barrier
Ver, como he hecho el pasado fin de semana, la película de animación Fritz The Cat, de Ralph Bakshi basada en el cómic de Robert Crumb, es toda una experiencia.
No lo es menos por caracterizarse ambos creadores, el cineasta y el dibujante/guionista, por su faceta satírica, esa de no dejar títere con cabeza, no casarse con nadie y reírse de todo el mundo, incluso de sí mismo (en el caso de Bakshi de sus raíces judías), algo que en el caso de Crumb toma tintes del más absoluto pesimismo y de la misantropía más acendradra, la obra de alguien que trata de acabar con los fantasmas que le atormentan, mutilándose en público.
Una actitud vital, la satírica/pesimista, que lleva a que la visión que ambos proponen de la América de los años 60, y de la revolución política, cultural y sexual que en aquel tiempo tuvo lugar sea profundamente demoledora y destructora, teñida del dolor único e inextinguible que sienten aquellos que aniquilan lo que más aman, ya que tanto Bakshi como Crumb son productos de esa contracultura y no podrían haberse existido, ni creado con ella.
Un hastío y un desengaño que se manifiesta en múltiples ocasiones a lo largo de la película, como el momento en que Fritz, (de quien queda claro que es de raza blanca), decide bajar a confraternizar con los habitantes del barrio de los cuervos... y para el que no lo sepa Jim Crow, es un termino fuertemente insultante para referirse a una persona de raza negra en los EEUU, de hecho, ahora sería imposible que una caricatura como la que presentan Crumb y Bakshi pudiera publicarse/filmarse, a pesar de las fuertes credenciales liberales e igualitarias de este último, como demuestra por ejemplo que no haya ediciones de Coonskin, otro de los grandes films de Bakshi.
Pero volviendo al hilo, en este viaje iniciático en el que se embarca Fritz, éste pasa de ser visto con hostilidad, desprecio y odio, a ser adoptado por uno de los rateros locales, a embarcarse en una hilarante experiencia sexual (y es reconfortante comprobar que casi nadie han rodado polvos tan gozosos, divertidos y cómicos como los que muestra Bahksi en esta cinta) y al fin, desencadenar la revolución.
Una revolución que es inmediatamente reprimida por las fuerzas del orden, y en la que Crumb/Bashki nos estremecen con uno de los giros más crueles, política y socialmente, que yo recuerde, puesto que, tal y como muestran las capturas con las que abro esta entrada, cuando Fritz huye en medio de la confusión y se topa con la policía, esta pasa a su lado sin pegarle, si ni siquiera mirarle, puesto que Fritz es blanco, como los polis, y los disturbios tienen lugar en el barrio de los negros, con lo que esa policía a la que Fritz odia le considera como alguien a quien proteger
Un ejemplo terrible, demoledor, de esas barreras invisibles que no sitúa a cada uno en un bando, independientemente de nuestras ideas y de nuestra voluntad, que nos encasilla hasta el momento de nuestra muertos a pesar de todos nuestros esfuerzos por romperlas y quebrarlas, porque siempre habrá alguien, y especialmente alguien con un arma, al que nuestro color de piel, nuestra manera de vestir, nuestro lugar de origen o el lugar donde vivimos, le hará pensar que somos de tal o cual manera, responsables de estos y otros crímenes, merecedores por tanto, del peor castigo.
Y este ejemplo de cruel ironía, no es el único, puesto que el primer muerto de la revolución desencadenada por nuestro protagonista, en una agonía también de las más angustiosas que se hayan visto precisamente en una pantalla, es el raterillo que había acogido bajo su ala a Fritz y le había protegido frente al odio y el desprecio de los de su raza.
mientras que la revuelta termina con un bombardeo con napalm de la aviación estadounidense sobre el barrio de los cuervos, una acción clavada a las que habían tenido lugar en Vietnam, no hacía mucho, demostrando cuan fácil es para los ejércitos volver sus armas contra sus propios conciudadanos y aplastarlos como si fueran cucarachas.
Un viaje, el de Fritz, que no terminará allí (los gatos tienes siete vidas), sino que alcanzará cotas aún más bajas, en concreto la quiebra absoluta de los ideales por los que lucha Fritz, ya que su último encuentro es con unos terroristas que manipulan esas nobles ideas simplemente para tener una excusa con la que dar rienda suelta a su ansia de destrucción, sin que se les puedan pedir responsabilidades.
...y ante los cuales Fritz no puede hacer nada...
domingo, 22 de junio de 2008
Digging for gold
Hace unas semanas, en el periódico El País, se recogía una más que interesante entrevista con el director de la National Gallery Londinense. Hablando del circo en que se están convirtiendo museos y exposiciones, venía a decir que sería muy fácil atraer multitudes de visitantes a su museo, sin más que organizar un concierto de rock (o lo que ahora se envuelva con esa etiqueta) en su interior, pero que con esa táctica no podría conseguir que la gente volviera allí, ya que no le estaría vendiendo lo que está allí guardado, sino un producto completamente distinto.
En otras palabras, que seguir ese camino es idéntico a cerrar esas vetustas instituciones y convertirlas en algo que ya existe y que da pingues beneficios. El parque de atracciones temático que se transforma y reconvierte para satisfacer a sus clientes, mejor dicho, que les ofrece lo que está de moda en ese instante.
Unas declaraciones que yo comparto plenamente, ya que, en mi opinión un museo no está para eso. ¿Y para qué esta un museo, entonces? podrían preguntarse. El mismo director de la National Gallery nos daba la respuesta, sin morderse la lengua. Para él, y para mí, la mayoría de los visitantes no acuden para disfrutar de la pintura, sino para rellenar un expediente, para poder decir, a la vuelta de las vacaciones, que han visto y aquello. Una actitud que se refleja en como determinados cuadros son casi imposibles de ver y de disfrutar, por estar siempre rodeados de murallas humanas, y es que, para este turismo de catecismo, un museo sólo es válido si tiene un cuadro de X, de Y o de Z, que son los únicos que merecen la pena, y los únicos ante los que se debe, se puede extasiarse y presumir de haberlo hecho.
De nuevo la pregunta ¿Entonces, qué es un museo? ¿Un lugar reservado a la élite, a los que realmente entienden y saben de esas cosas? ¿A los que pueden enumerar los miles de referencias, las miles de influencias, las miles de historias, ya sean inventadas o no, encerradas en los cuadros y las esculturas?
Evidentemente no. Porque para el director de la National Gallery y para mí, un museo es un lugar de encuentro y de descubrimiento, de encuentro con personas, con ideas, con actitudes de las que nos separan cientos de años, pero que, en cuanto rascamos un poco, las descubrimos de ahora mismo, conectadas a nuestro tiempo por esa misma humanidad que compartimos. También un lugar de descubrimiento, puesto que un museo no es un lugar donde se guardan cuadros de Picasso, de Velázquez o de Goya, es un lugar donde se conserva la memoria y el legado de todo un tiempo, la forma, al mismo tiempo idéntica y personal, en que sus artistas intentaron reflejar los sueños, los afanes, los ideales, las realidades y miserias, de ese tiempo en que vivieron.
Lo que convierte a cada artista en importante, tan importante como cualquiera de los grandes nombres que todos conocemos, ya que que cada persona tiene su propia visión de este mundo y su propia manera de expresarlo, de ahí que cada visita a un museo pueda suponer la oportunidad de descubrir a uno de esos desconocidos, de obrar el milagro de que nuestra sensibilidad conecte con la suya, de encontrar las anheladas pepitas de oro tras pasarse día en el río, filtrando las aguas con el cedazo.
Y esta introducción es simplemente para recomendar una de las magnífica exposiciones casi desconocidas que hay ahora mismo en Madrid, ni más ni menos que el Seicento Napolitano abierto en otro de los grandes museos apenas visitados de esta ciudad, la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, junto a la puerta del Sol.
¿Qué tiene esta exposición? Lo mismo que tenía la mucho más ambiciosa que organizara el Prado en los años 80 (en lo que ahora es el museo Thyssen, que se pensó utilizar para las exposiciones temporales y que hubiera sido la solución definitiva a los problemas de espacio). Muestras ambas que se proponían ser una Time Capsule, mostrar la producción de un espacio de tiempos muy limitado, tanto temporal y geográficamente, la produccion del siglo XVII en el Nápoles español, y unas exposiciones que aparte del archifamoso Ribera, (un pintor que cada día me emociona más, y del que tendría que hablar un tanto) no eran otra cosa que un repertorio de nombres absolutamente desconocidos para el gran público, tan desconocidos que me ha sido imposible encontrar las obras expuestas, para adjuntarlas a esta entrada... circunstancia que, por sí sola basta para justificar una visita a esta muestra, ya que es difícil que esos cuadros puedan volver a ser vistos.
Vamos, lo justo para espantar a todos los turistas y a muchos snobs que se hacen pasar por aficionados.
¡Pero qué desconocidos! Uno pasea por la exposición de la Real Academia y cuando se termina se queda con ganas de más. Apenas hay un cuadro por cada uno, pero eso basta para hacerte desear ver más de cada uno, saber quienes eran, porqué pintaban así, que pretendían. Es apenas un flash en la obscuridad, pero ese destello basta para iluminar un mundo nuevo riquísimo, que destruye jerarquías y conceptos, de esas y esos que definen que es bueno y que es malo, qué se debe ver y qué no se debe ver, ante qué hay que pararse y ante qué hay que pasar de largo.
Como es el cuadro con el que abro esta entrada, un autorretrato de Artemisia Gentileschi, una de las pocas mujeres, antes de tiempos modernos, que consiguió hacerse un sitio en un mundo completamente masculino y ganarse el respeto de sus colegas del sexo opuesto.
Una mujer que no aparece en la listas, en las recensiones apresuradas de la historia del arte, pero cuyos cuadros han estado de siempre colgados en las paredes de los museos, a la vista de todos, sólo que no hemos querido o sabido mirar.
Ellos y los de otras mujeres, puesto que no fue la única.
Problemas de andar siempre con escamas en los ojos, cual santos de antaño.
jueves, 19 de junio de 2008
Non canonical uses of the perspective grid
... y así ocurre que, de vez en cuando, encuéntrase uno, sin saber como, separado de las personas que ama, por fosos, murallas, parapetos, fortificaciones, ríos, bosques, desiertos y océanos, todos ellos impracticables, sin caminos ni senderos, ni barcas ni puentes, que permitan cruzarlos...
...e incluso a esto se une la tortura de convivir como desconocidos, sin poder acudir el uno al otro, como antaño...
...y los lugares cotidianos se vacían, se vuelven fríos y hostiles, aunque externamente no se hayan modificado en lo más mínimo...
...y todo por una decisión compartida, deseada y aprobada por ambos, esas partidas de poker entre dos personas en que las dos desean que el otro se retire y admita su derrota, pero no se hace otra cosas que aumentar la apuesta hasta que ya no es posible volver atrás...
...hasta que, de repente, acontezca inesperada la reconciliación...
...e incluso a esto se une la tortura de convivir como desconocidos, sin poder acudir el uno al otro, como antaño...
...y los lugares cotidianos se vacían, se vuelven fríos y hostiles, aunque externamente no se hayan modificado en lo más mínimo...
...y todo por una decisión compartida, deseada y aprobada por ambos, esas partidas de poker entre dos personas en que las dos desean que el otro se retire y admita su derrota, pero no se hace otra cosas que aumentar la apuesta hasta que ya no es posible volver atrás...
...hasta que, de repente, acontezca inesperada la reconciliación...