Retomando mis meditaciones sobre la inmensa exposición SPQR en la Madrileña Fundación Canal Isabel II, ya clausurada o a punto de clausurarse, he dado en recordar, como hacía una de las personas que han contribuido al catálogo de la muestra, las muchas que he conocido.
La de la infancia, los mitos adaptados para niños en un libro, parte novela, parte cómic, que se llamaba Héroes en Zapatillas, y donde mitología, fantasía e historia se unían intímamente, casi como debería ocurrirles a los romanos de entonces.
O la Roma de las clases del colegio, esa Roma madre y maestra, que nos había dado todo, lengua, leyes, arte, filosofía, gobierno, y de cuya tutela y sombra no habíamos conseguido aún separarnos, hijos suyos por toda la eternidad.
Opuesta a ella, contraria, imposible de armonizar con esas imágenes, la Roma de Yo Claudio, corrompida en su centro, decadente hasta el extremo, ejemplo de todo lo que no debía ser un gobierno y un estado, una res pública, que dirían ellos, y a pesar de todo, inmensa, dominadora, resumiendo en sí el mundo entero, la cultura y la civilización que fuera de ellos no podría existir.
Y luego la roma de mi adolescencia y primera juventud. La de las clases de Latín, la de una lengua noble y sabia que hablaba desde una lejanía de siglos, plena y completa, indescifrable e incompresible, lógica y raciona, perfecta, en suma.
La lengua de sus escritores, de César, de Tácito, de Livio, de Ovidio, de Horacio, de Virgilio, de Lucano, de Séneca, de Cicerón, de Marco Aurelio, de Salustio, de Plauto y Terencio, de Juvenal, de Cátilo, de tantos y tantos otros, que parecían encerrar todas la vidas, todas las experiencias toda la sabiduría, todos los hechos, todo lo digno de ser recordado, memorizado, utilizado como ejemplo y advertencia.
Y ya en la madurez, las ruinas, los museos, los yacimientos arqueológicos la visión de todo lo que no había sido contado, de todo los que no había sido soñado, sino que había existido en realidad. El descubrimiento de una civilización que había sido más que Literatura y escritores, Conquistas y Gobernantes, Leyes y Estado. Una civilización poblada por personas, con las mismas necesidades básicas que nosotros, con esos mismos eternos problemas que en cada cultura han recibido respuestas completamente distintas.
Y por encima, los libros de arquéologos e historiadores, dando significado a todos estos objetos, descubriendo las tensiones, las crisis, las contradicciones que se ocultaban tras el mármol y la poesía, describiendo el mundo que existía fuera de las fronteras del Imperio, y que no era Roma, ni quería serlo, y aquello que estaba dentro del Imperio y que tampoco lo era.
O, por resumir, las muchas Romas que en Roma fueron, la infinita gradación de cambios que hacen de una civilización muchas distintas, opuestas entre sí, separadas por abismos infranqueables como podía ser la Roma de César o la Roma de Constantino.
La inabarcable riqueza de una ciudad que conquisto el mundo entero, y cuyo subditos acabaron gobernándola, siendo como he dicho antes, más romanos que los propios romanos.
Como ocurriera con el último de ellos, Amiano Marcelino.
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