Cuando pensaba en lo que iba a escribir en esta entrada, me di cuenta de que la obra que iba a comentar, la sinfonía Turangalila (1949), de Messiaen, no es otra cosa que un cúmulo de contradícciones.
En primer lugar tenemos a un compositor como Messiaen (nacido en 1908) que se confiesa intimimamente católico (J'ai la chance de être catolique, he tenido la suerte de ser católico, en sus propias palabras) y que dedicó gran parte de su obra, precisamente a poner en música, como el mismo decía, las verdades teológicas de esa religión... pero cuya obra más conocida es la sinfonía Turangalila, que es una celebración del amor profano.
¿Qué amor profano? Curiosamente, inspiración de esta sinfonía no es otra que la leyenda de Tristán e Isolda, tanto en su versión medieval, como en su vérsión Wagneriana, y que en ambas se muestra como una fuerza destructora y devastadora, algo que consume a los amantes, les roba su voluntad y raciocionio y les lleva finalmente a elegir, bien la locura, bien la muerte. Por expresarlo en verdaderos conceptos románticos, tan distintos de las formas degeneradas que ahora mismo denominamos románticas, un amor que está fuera del tiempo y del mundo, que no tiene cabida en él y que por tanto sólo puede conluir de una de dos formas, con la muerte de ambos amantes (y la locura, no lo olvidemos es una muerte en vida), o con la destrucción del mundo.
Llegamos entonces al tema de la instrumentación. Estamos maleducados y malaconstumbrados a que el sentimiento amoroso, en términos románticos, claro, se representa con violines y pianos, y que por supuesto todo el modo es de suavidad, languidez, lentitud y dulzura, la balada clásica, si quisieramos hacer una referencia al pop. En esta obra, como debería esperarse de un obra vanguardista, y especialmente de una obra compuesta tras Auschwitz y por alguien que había conocido los campos de prisioneros nazis, la atmosfera ha sufrido una transformación completa. Percusión y metal toman el primer plano, mientras que las cuerdas quedan simplemente como apoyo y fundamento del entramado musical. No menos importante es la intervención destacada de un intrumento que es casi una curiosidad musical, el ondes martinot, un instrumento electrónico (básicamente una consola con varios potenciómetros conectada a un altavos) y tiene la cualidad de producir sonidos, por así decirlo, casi fantasmales, extraterrenos, extremadamente dulces, largos y lánguidos, pero que se sienten no naturales, fuera de nuestra experiencia cotidiana.
Todos estos prerequisitos, la religiosidad del compositor, la representación del amor que sólo puede concluir con la muerte, el momento histórico tras el nazismo y sus crímenes, la instrumentación centrada en la percusión y la electrónica, deberían bastar para que presintieramos que esta sinfonía es cualquier cosa menos convencional. En efecto, la sinfonía entera está surcada por un sentimiento de urgencia, la muerte que se acerca y está próxima, que inunda de tensión incluso las partes dedicadas a la mera celebración del sentimiento amoroso.
Todo lo que escuchamos y lo representado por ellas, ese amor sin el cual la vida no merece la pena ser vivida, se nos muestra como efímero, un estado cuyo goce se ve impedido, roto, negado por la perenne certeza de que tendrá un final y que, por tanto, habrá de sernos arrebatado, sin que podamos hacer nada por impedirlo. Un sentimiento aumentado por los pasajes de transición, donde la percusión y el metal se unen para remedar lo que podría ser una maquinaria implacable (la de este mundo moderno, casi se podría decir) que arrasa con todo, arrastrada por su propio ímpetu, impidiendo y prohibiendo, por su propia prisa y urgencia, ese amor que requiere tiempo y tranquilidad... un amor que no lo olvidemos no es más que un juego de ilusiones, en el que es necesario engañarse voluntariamente para poder participar con él, y cuya consistencia y permanencia nos es mayor que la de los ensueños producidos por la intoxicaciones alcohólicas o otras drogas varias.
Una extraña celebración del amor por tanto. Llena de paradojas y contradicciones, pero al mismo tiempo afirmativa de una experiencia sin la que, como ya he dicho, la vida no merecería la pena. Una conclusión excentrica y casi suicida, la de afirmar un placer que inevitable acaba en el dolor y que siempre nos deja a solas y con las manos vacías.
Un conclusión que nos sería aún más extraña, sino fuera porque ya había aparecido con fuerza igual o incluso mayor en el Tristan e Isolda de Wagner, y por tanto constituir una idea recurrente, un invariente, de esta nuestra cultura occidental.
La raíz de todos los verdaderos romanticismos.
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