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jueves, 29 de marzo de 2007

Unexplored Musical Landscapes (y V): Penderecki

Había hablado, unos entradas antes de Cage, y su búsqueda del ruido en la música, y de como Lygeti había plasmado parte de estos postulados, además de señalar como ambos encontraban cierta armonía, musicalidad y orden, en el caos, desorganización y abrasión que parece formar parte de la naturaleza del ruido... o poder decirlo más claro, como ellos reconstruían la experiencia musical, ese compartir la belleza entre interpretes y oyentes, partiendo de unas materiales aparentemente completamente opuestos a esa perfección.

Con estos precedentes, llegamos a Penderecki, el más joven de los 3 (1933 el polaco, 1923 el húngaro, 1912 el americano) y nuevamente nos encontramos con un cierto aire de familia. Por un lado la investigación, en las huellas de Cage, de las fronteras entre música y ruido, y por otro lado, la obscuridad, el hermetismo y la desesperanza de Lygeti, características que podemos atribuir al clima político que ambos compartieron, el de la tiranía estalisnista que cubrió Europa Oriental tras la derrota de la abominación Nazi.

Sólo que todo, absolutamente, todo es distinto, a pesar de ser igual, como era de esperar de un músico, como Penderecky, crucial en la historia de la música Occidental.

Simplemente porque lo que Penderecky realiza es un desmontaje, casi a lo postmoderno, de la pieza musical.

Escuchemos por ejemplo el Canticum Canticorum Salomonis. Para cualquier persona culta occidental, esa obra despierta una serie de asociaciones muy precisas, aquellas relacionadas con la experiencia amorosa y, en concreto, con su consumación y gozo.

Nada de lo anterior se encuentra en la partitura de Penderecki.

Muy al contrario, su música casi evoca lo que podríamos calificar una BSO de película de terror (de arte y ensayo, cierto, pero de terror al fin y al cabo), desde los coros fantasmales, de almas condenadas a vagar por toda la eternidad, del principio, el caos vocal en que se luego se transforma, hasta la catástrofe central de la obra, casi como si ésta fuera un edificio que se derrumba sobre sí mismo. En otras palabras, Pendercky se esfuerza en negar y contradecir nuestro presupuestos, aquellos con los que nos hemos sentado a escuchar.

Podría decirse que esto ya había sido realizado (compuesto) con mucha anterioridad, concretamente por los dodecafonistas/serialistas/expresionistas alemanes que conocemos como la escuela de Viena. Cierto, pero en su caso y en su tiempo, no había una negación entre texto y música. Al contrario, los textos eran tan exasperados, tan disonantes y agrios como la propia música que los ilustraba/acompañaba (piénsese por ejemplo, en el caso de Lulu o Woyzzeck de Alban Berg) mientras que en este caso, como digo se trata de una negación absoluta de lo que se nos está diciendo, como si el amor que es tan central al Cantar de los Cantares, se nos revelase como una ilusión, un sueño tan vano, tan fugitivo e irreal, como los anillos de humo que exhala un fumador (de opio iba a decir, por seguir el simil).

Con esto llegamos, al otro punto importante, mejor dicho, distintivo de Penderecki. Tanto Cage como Lygeti intentaban también un desmontaje de la teoría musical, en sus investigaciones por delimitar el ruido de la música, pero lo que en ellos era, entiéndase bien, amable, en el sentido de encontrar una nueva armonía en la disarmonía, en el compositor polaco es profunda y radicalmente (en el sentido tanto originario y de revolucionario) violento.

Pendericke no retira una pieza tras otra del edificio, examinando su utilidad y su función, sino que agarra el martillo y, literalmente, lo demuele. En efecto, una de las características distintivas de sus estilo es precisamente, la catástrofe universal en la que acaban por desembocar todas sus obras y, que, podríamos decir, constituye una plasmación de otra doble catástrofe, el aparente callejón sin salida en el que había desembocado la música clasica,simbolizado por su substitución a todos los niveles por la música pop, y el infierno en la tierra disfrazado de paraíso (ergo el estalinismo), que había reemplazado al infierno en la tierra sin ningún tapujos (ergo, el nazismo).

Un estilo agrio, salvaje y sin compromisos, que convierte a los Trenos Por Las Víctimas de Hiroshima, en la única música que realmente puede y debe ilustrar ese día de la infamía universal, pues al escucharla, es realmente como si hubiera llegado el día del juicio y bajo nosotros se hubieran abierto las puertas del infierno para recibirnos.

Tan implacable y desesperada es.

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