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martes, 20 de febrero de 2007

On War's Nature

Death was inmanent, casual and arbitrary. An italian liaison Officer, Grigorio Geddes, witnessed a small group of Axis soldiers who had lost their units walking along a dirt track away from Stalingrad. When two German field police stopped them to check their papers, one of them fired a burst from the heavy machine gun he was carrying and killed them both. As he turned to walk on 'as if nothing had happened', one of his German companions pulled out a pistol and killed him. The group carried on down the road, leaving the dead where they had fallen.

Richard Overy, The Dictators

Cuando, hace ya un tiempo, se estrenó la película A history of Violence, se multiplicaron las críticas elogiosas sobre el "atrevido y audaz estudio de la génesis y dinámica de la violencia", mientras que un buen puñado de mentes bienintencionadas se rasgaron las vestiduras al grito "cómo es posible que una persona llegue a cometer esos actos, cómo es posible que alguien pueda enamorarse de alguien así".

En ese tiempo, leer aquellos comentarios, como bien digo, bienintencionados y algo ingenuos, impropios de una época como ésta que presume de cinismo y de conocer todo sobre la naturaleza humana, hicieron aflorar a mis labios una sonrisa irónica... la misma que ha aparecido al leer este pasaje.... o la misma que apareció al contemplar la obra de Miklos Janckso, Los rojos y los blancos, una obra que sí refleja la violencia salvaje e institucionalizada, su erotismo y fascinación, y su trivialidad y falta de sentido, es decir, la rutina en la que desemboca su ejercicio diario.

Me explico y voy a intentar ser muy breve, en contra de mi constumbre habitual, así que me limitaré a señalar los puntos más importantes.... o más bien las falacias en los razonamientos anteriores.

Para empezar, por alguna razón, suponemos que el sentimiento amoroso confiere humanidad, que nos hace mejores. Por eso mismo, Hitler o Stalin, puesto que estuvieron enamorados, tendrían algo salvable en su naturaleza, no serían los dictadores genocidas, crueles y despiadados que fueron. Sin embargo, el amor (o el sexo, o el deseo) es un característica universal de los seres humanos, un sentimiento que todos experimentamos alguna vez. Por ello, al ser común a nuestra expecie, su ocurrencia no dice nada de la persona, al igual que no lo dice el que comamos, bebamos o durmamos. Lo que realmente dice algo de la persona es el modo en el que realizamos, experimentamos esos actos. Ahí es donde se trasluce el carácter de un persona, su posible humanidad... y, por lo poco que sabemos, ni Hitler ni Stalin, eran precisamente amantes dulces, respetuosos y considerados.

Para continuar. Pensamos que hay un abismo entre la persona normal y el asesino. Que hay un límite que nuestro carácter, nuestra educación, nuestras ideas, llegado el momento de prueba, nos impediran traspasar, puesto que al fin y al cabo somos mejores que los demás. Sin embargo, hay un contexto en el que de forma rutinaria, personas perfectamente normales, educadadas, respetuosas y consideradas, son transformadas en asesinos despiadados, y ese contexto, como habría podido adivinarse, se llama la guerra. Un tiempo en que el asesinato masivo no es que se disculpe, es que se promueve voluntariamente por la sociedad y se considera como una virtud cívica. Algo noble y justo que todo buen ciudadano tiene que llevar a cabo por el bien propio y el de los suyos.

Para terminar, tendemos también a considerar que la muerte y el asesinato, son algo especial, algo que, como espectadores habituales y malcriados que somos todos, esperamos que nos golpee, nos revuelva las entrañas y nos fuerce a tomar una postura moral. Sin embargo, como bien muestra este párrafo, lo realmente aterrador del asesinato es su simplicidad y su trivialidad. Un simple movimiento y la persona que está delante está muerta... Tras lo cual, nada ha cambiado, nada ha sucedido que suponga un antes y un después, un cambio trascendental en la existencia, simplemente un incidente más, similar al de aplastar una cucaracha, perfectamente olvidable, tras el cual se vuelve a la existencia corriente, comer, beber, dormir, trabajar, follar.

Y como última conclusión. Algo que todos los soldados terminan por experimentar es que ese horror, esa diaria rutina del asesinar y continuar vivo, acaba por gustarles, terminan por no concebir otra vida distinta o mejor. Una paradoja aterradora que explica las dificultades que la mayoría experimenta para volver a la vida civil, y la idea equivocada que muchos de ellos atesoran, de que aquél fue el mejor tiempo de sus vidas.

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