Ayer, por la mañana, a horas completamente intempestivas para un sábado, o sea, hacia las nueve poco más o menos, me hallaba en la (corta) cola que esperaba a entrar en la exposición de Tintoretto, recién abierta en el museo del Prado.
No creo que, a pesar de lo mucho y bien que se ha hablado de esta exposición, que llegue a ser un éxito como lo fueran otras recientes como la de Vermeer y el Retrato holandés o la de Durero, por nombrar algunas. Tintoretto, como bien se ha señalado, es un egregio desconocido, un nombre famoso, pero apenas visto y gustado, porque su obra en un 90 por ciento se custodia aún en las iglesas y escuolas de Venecia, mientras que el 10 por ciento en museos de todo el mundo apenas puede compararse en calidad cono lo existente en la ciudad de los canales... ni siquiera el Prado, a pesar de el buen puñado de obras que atesora.
Pero me estoy perdiendo. Me estoy dejando llevar por un camino que no quería.
El caso es que hubiera querido contar algo de esta exposición ayer mismo por la noche, pero me encontraba demasiado cansado, agotado hasta no poder hacer otra cosa que meterme en case, un estado que por cierto se ha tornado demasiado habitual en mí. Además, aunque sabía perfectamente lo que quería escribir, no era lo que tenía pensado antes de entrar en el museo. Lo que había visto allí, lo que había aprendido allí, había convertido los planes, el esquema, que tenía pensado en algo inútil.
En un principio había pensado en citar al Greco, o de como un artista que suponemos original, y sin parangón, equivocadamente representativo de una cierta idea de España, en realidad y como no podía ser de otra manera, no había surgido de la nada, sino que su pintura traicionaba la influencia del italiano, y como él había ido un paso más allá en las innovaciones formales de éste, y en su terribilitá.
Y al hilo de esto quería señalar la artificialidad, el artificio, tan extraño a nuestros tiempos absurdos, que exudan las pinturas de Tintorettto, como tanto poses y colores, expresiones y composición, se muestran contrarias a la realidad, fuera de ésta, de manera que es ese contraste, esas antinaturalidad, la que nos llama la atención, la que nos hace admirar su pintura.
Pero ya digo que todo esto se quedó en nada. Simplemente porque en una de las salas, se mostraba con ejemplos, radiografías y dibujos, como concebía Tintoretto sus obras, un método que no recuerdo haber oído que otro artista utilizase.
En primer lugar, Tintoretto construía una maqueta del decorado (no se me ocurre otra palabra mejor) arquitéctonico donde iba a tener lugar la acción del cuadro. Un modelo que le servía para estudiar la perspectiva, el ángulo mejor para observar la escena, en función de donde fuera a ser colgada la obra final y el punto desde el que el espectador fuera a observarla.
Una vez determinado esto, en ese pequeño teatro, Tintoretto, iba colocando los por así decirlo, protagonista de la obra, pequeños maniquíes, formas rudimentarias y articuladas que representaban la figura humana. Unos muñecos con los cuales iba jugando, variando su ubicacíon en la escena, cambiando sus posturas, estudiando los ademanes que les unían y separaban, hasta dar con el momento exacto, la perfecta relación de los actores con el entorno, y de ellos mismos entre sí.
De manera qué una vez resuelta la composición, determinada hasta los mismos detalles, sólo quedase el trabajo, casi rutinario, de verterlo al lienzo, de utilizar líneas y colores para reconstruir la realidad en un espacio bidimensional.
Una forma, casi industrial y empresarial, de resolver el problema de la pintura, o mejor dicho de un taller con multitud de encargos y que tiene que entregarlo en plazo, realizano, varios siglos antes de Ford y Taylor, una exquisita divisón del trabajo, entre el pensar la pintura y el pintar la pintura.
Pero no esto lo que me impresiono, no. Lo que me dejo con la boca abierta, fue precisamente el aspecto casi lúdico de ese método. Uno piensa en los pintores del pasado y se lo imagina en su estudio, con sus modelos, a los que instruye para que adopten las poses, más o menos heróicas, que el tema exigiera, para, una vez conseguido un modo que se aproxime a lo deseado, batallar por plasmar esa realidad, esa carne, esas venas, y esa vida, sobre el lienzo.
Pero uno, nunca, nunca, se había imaginado a un pintor construyendo pequeños teatros del mundo precisos al detalle, tallados por su propia mano, pintados con los pinceles y la paleta que luego utilazaría, para luego, sobre esa escena, empezar a jugar con muñecos, el uno representando al cristo, el otro al apostol juan, el otro pedro, el otro a la posadera que les trae la comida, y el gato que acecha para quitárselo.
Y jugando, jugando, moviendo uno a un lado de la mesa u otro, haciendo que se agachase, o que tendiese la mano a una garrafa de vino, o que se vuelva con sorpresa hacia otro apostol, o que que se quede dormido sobre la mesa, reconstruir la realidad mediante lo que no lo es, para transferirlo luego a otro formato que tampoco es la realidad.
O lo que es lo mismo, al contrario que cierto cine y cierta fotografía, que espera capturar la realidad y intenta hacerse pasar él mismo por esa realidad, como ejemplo de alguna verdad que se me escapa completamente,todo el arte de Tintoretto, desde su misma concepción no es más que artificio y artificialidad. Una mentira, si se me apura, pero una mentira que nunca intenta hacerse pasar por verdad.
Un modo de arte que se sabe representación y que intenta apurar las posibilidades de esa representación al máximo.
Un modo de arte que me parece más verdadero, sólo por esa sinceridad, que otros falsos realismos que proclaman falsas verdades.
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