Hablaba unos días atrás de Pontormo, de sus sensibilidad torturada, casi al borde de la fractura, y de como se reflejaba en una reprentación del cuerpo humano completamente deformada, casi eterea y soñada, debil y a punto de desvanecerse (el Greco, en el fondo, no descubrió nada, como sabe todo buen conocedor del quinquecento italiano), pero que ocultaba bajo sí una personalidad y una fortaleza a prueba de casi todo, simplemente por la perseverancia en mantener los rasgos de su estilo, a pesar de que este no gustaba entre sus contemporáneos, a pesar de que se siempre se les comparaba, para mal, con los artistas de la generación anterior.
Curiosamente, el nombre de Pontormo suele ir unido al de su contemporáneo Rosso Fiorentino. Ambos intentaron dar un paso más allá de donde habían dejado la pintura su predecesores, Miguelángel, Rafael y Leonardo. Ambos fracasaron aparentemente en esa empresa y durante muchos años, siglos, se les nombraba sólamente como ejemplo de quiero-y-no-puedo, de pintores sin talento, pero sin genio, extraviados precisamente por ese talento que no supieron domeñar y que les llevo a la exageración y a la locura.
Curiosamente, el nombre de Pontormo suele ir unido al de su contemporáneo Rosso Fiorentino. Ambos intentaron dar un paso más allá de donde habían dejado la pintura su predecesores, Miguelángel, Rafael y Leonardo. Ambos fracasaron aparentemente en esa empresa y durante muchos años, siglos, se les nombraba sólamente como ejemplo de quiero-y-no-puedo, de pintores sin talento, pero sin genio, extraviados precisamente por ese talento que no supieron domeñar y que les llevo a la exageración y a la locura.
Ahí se acaban las similitudes, porque donde Pontormo es delicadeza, casi malsana en su suavidad, Rosso es violencia sin disimulo que ataca al espectador, y donde el primero es belleza , pronunciada hasta hacerla dolorosa, el segundo es fealdad que se ríe a carcajadas.
Basta la contemplación de esta deposición, donde Rosso, justo sobre la cabeza de la vírgen y los santos, en un lugar donde es imposible no verlo,para acenturar el dramatismo y el dolor de una escena coloca el rostros de un animal irreconocible. Una bestia que no es sino uno de los ejecutores, alguien que se sabe, así representado, como incapaz de compasión y misericordia.
El único personaje que mira al exterior del cuadro, a nosotros los espectadores, como si nos avisará de que nosotros seremos los siguientes en morir, de que esa muerte es nuestra muerte, y de que nosotros tampoco obtendremos clemencia.
No se acaba ahí el catálago de transgresiones de Rosso. De uno de sus primeros cuadros, colgado ahora en los Uffizzi, se cuenta que la persona que lo encargo lo devolvió porque no podía soportar la visión de aquellos santos, demacrados, consumidos por el ayuno y la penitencia, convertidos en esqueletos andantes, con miradas alucinadas, propias de locos (y nuevamente hay que recordar la leyenda del apostolado de El Greco, de como eligió para representar a los apostoles a los locos del manicomio de Toledo, porque sólo locos podrían seguir al Cristo).
Un cuadro, por tanto que en vez de invitar al recogimiento y a la devoción, invitaba a al horror existencial, provocaba la duda sobre sí esa religión fuerte y poderosa, llamada a sobrevivir a todas las construcciones humanas, no era más que un sueño de orates, una fantasía sin ningún fundamento, tan falsa y despiadada como los personajes representados.
Y no es menos transgesor hoy en día (o habría que decir actual) un cuadro como la deposición que sigue.
Un pintura donde el Cristo, la virgen y la Madalena se han teñido de un color negro, casi de ébano, un color inusitado en la Europa del XVI, puesto que representaba al enemigo (recuérdese el odio racial que late en todo el Otelo de Shakespeare, contra el Moro de Venecia), al turco que amenazaba a Europa apenas unos kilómetros al este de Viena o al corsario argelino que acechaba las rutas de comunicación del Mediterráneo, como los protagonistas en la historia de la salvación.
O el hecho, ahora sin significado, de que el Cristo sea pelirrojo, algo que en sus tiempos debió constituir casi una blasfemia, puesto que, popularmente, se creía que Judas era pelirrojo, y por tanto, se estaban equiparando ambos personajes, el salvador y el traídor.
Una doble blasfemia además, puesto que Rosso, como su nombre indica, era también pelirrojo, y el Cristo, por tanto, no era otra cosa que un autorretrato suyo, una forma de indicar que ese martirio era también su martirio, y que había sido perseguido, traicionado y torturado como él.
Una representación atrevida, polémica, rabiosa y salvaje, pero al mismo tiempo, sincera y técnicamente impecable.
Casi como un artista de ahora mismo.
tenia la barba bermeja.....
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