Honda recordó como había insistido en que, les gustase o no, cien años más tarde Kiyoaki y él figurarían incluidos en el sentir de la época, mezclados con aquellos por los que no tenían ningun respeto, clasificados a su lado basandose en unas frágiles similitudes.
Mishima Yukio, Caballos desbocados
Hay que generaciones que tienen suerte. Generaciones que se convertirán en el símbolo de un siglo. Generaciones cuyo brillo apagará al resto y cuya fama las reducirá al olvido más completo.
Así ocurrió con la generación de los años 60 del siglo XX.
Si creemos al mito, ellos transformaron el mundo, cambiaron su faz, triunfaron sobre todo lo que era viejo y antiguo. Antes que ellos, no hubo nada por lo que luchar, después de ellos, no hubo nadie que luchase. Sus ideas fueron las únicas que merecieran la pena, ellos, los únicos creadores.
Yo no pertenecí a esa generación. Yo formé parte de la generación posterior, aquella de los 80. La compuesta por los hijos de la revolución, esa supuesta revolucion gestada y alumbrada por los jóvenes que se convirtieron en nuestros padres.
Y como todos los jóvenes, nos rebelamos contra nuestros padres.
No nos faltaban razones. Sabíamos de su mentira. Hablaban de política, de ideas, de compromiso, de revolución, pero aquello no eran más que palabras vacías, excusas para justificar como se habían enriquecido, como habían codiciado el poder, como habían vendido todo, y a todos, por obtenerlo.
Como se ha repetido tantas veces, aunque nadie quiera aceptarlo, el 68 se acabó cuando a los estudiantes les dieron las vacaciones y se fueron a la playa. A follar, que es lo que sólo piensan los jóvenes de todos los tiempos, mientras que los sistemas políticos, las estructuras económicas, permanecían inamovibles, reclutando, a medida que pasaba el tiempo, a los mismos que habían sido sus enemigos.
Así que nos rebelamos. Mientras ellos pretextaban excusas, grandes ideales tras los que ocultar su vacío, su mentira, nosotros hacíamos lo mismo, pero sin buscar ninguna excusa. El mundo había sido creado para nosotros, para que lo disfrutásemos, sólo había que alargar la mano, sin que fuera preciso ningún esfuerzo.
Así que nos acusaban de falta de seriedad, de ausencia de ideales, de materialismo y hedonismo... y nosotros nos reíamos de ellos, les mostrábamos como eran ellos los traídores, los que habían vendido todo por la tranquilidad, por la seguridad, por un sueldo, por un piso, por vacaciones pagadas todos los años, por ver los seriales de la tele todas las noches.
Sobre todo, disfrutando con el dolor que producía, como eran ellos mismos los que nos habían educado en los ideales contrarios a los que proclamaban, como eran ellos mismos los responsables de su propia derrota, como seríamos nosotros quienes habríamos de sucederles y substituirles.
Nosotros, su mayor fracaso.
Y sin embargo, perdimos. No pudimos ganar. No podíamos ganar. Teníamos que habernos dado cuenta.
Como nuestros padres, nosotros tampoco teníamos objetivos, por tanto no conseguimos ninguno.
Como nuestros padres, nosotros también envejecimos. La generación que va a substituirnos, la de ahora mismo, primeros años del siglo XX, siente hacia nosotros lo mismo que nosotros sentíamos hacia nuestros padres, desprecio hacia nuestra comodidad, asco ante las renuncias que hemos tolerado, despecho ante nuestros olvidos, burla por nuestro falso pudor ante sus excesos.
Por todo ello, nadie va a cantar nuestras glorias, por que no existieron, ni nuestras miserias, por que no las hubo.
Sólo se dirá de nosotros que nos gustaba Mecano, como proclama la publicidad de cierto musical de moda, y que U2 era el símbolo de nuestra juventud, y sus canciones, nuestros himnos.
Aunque yo odiase profundamente a unos y los otros fueran, para mí y para mis amigos del colegio, "un grupo de pijos que gustaba a los pijos".
El tiempo ha decidido por nosotros. El tiempo nos ha arrojado a todos, amigos y enemigos, en la misma fosa.
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