Hace unos meses comentaba, al hilo de la exposición que hubo en Madrid sobre las vanguardias rusas, el famoso cuadrado negro sobre fondo blanco de Malevich.
En la parte más interesante de la exposición, aquellas que no estaba en la fundación Thyssen, sino en las salas de exposiciones de la Caja Madrid, se podían encontrar un buen puñado de fotografías de Rodchenko, entre ellas, la no menos famosa que he adjuntado en la cabecera.
Un auténtico icono del siglo XX, de mayor importancia y trascendencia, a mi entender, que las incontables fotografías del Ché o los no menos ubicuos retratos de Marylin (y algún día tendré que hablar de lo duro que fue para la generación de los años 80 del siglo XX el vivir a la sombra del mito de los 60, eso sí que fue un conflicto generacional donde los haya, pero no tuvimos a nadie que cantara nuestra rebeldía).
¿Por qué le doy tanta importancia? Simplemente porque la fotografía de Rodchencho no transmite un significado único, ni siquiera claro. Es un símbolo que puede ser aplicado a diferentes situaciones con absoluta libertad, sin perder su fuerza. La foto del Ché es la de un Santo de la Revolución, que dentro de unos siglos, cuando la historia del siglo XX sólo sirva para martirizar a los niños en las escuela, será indistinguible de la de sus adversarios. La imagen de Marilyn no tiene otro mensaje que la de la titilation, en sentido inglés, que pueda causar en sus espectadores, cada vez menor en nuestros tiempos, dado que nos gustan esqueléticas y demacradas.
En la imagen de Rodchenko, sin embargo, no es necesario conocer quien era la persona representada, o qué significaba para sus contemporaneos, de hecho eso sería una molestía, como tampoco es necesario conocer las intenciones del artista para sentir la fuerza de esa imagen. De hecho, esta foografía fue utilizada en origen para hacer propaganda de la imprenta estatal de Leningrado (con un ¡libros!, saliendo de la boca del mujer, en ese estilo conceptual tan propio de los tiempos revolucionarios), mientras que casi ahora mismo ha servido de portada de uno de los álbumes de Franz Ferdinand.
...Y es que si algo transmite esta imagen, como lo hacía la Libertad guiando al pueblo de Delacroix, es el espíritu de la revolución.
Mejor dicho, el entusiasmo que acompaña a cada revolución, esos breves periodo históricos, en que la revolución deja de ser un sueño. Ese fugaz momento, antes del amargo despertar, en que todo parece posible, en que nada se muestra inalcanzable, en que basta con nombrar los deseos, con llamar a gritos a los sueños, para que cobren realidad, aquí y ahora, en nuestra vida, en nuestro tiempo para que podamos disfrutarlas nosotros, cuando aún somos jóvenes, cuando aún tenemos energías, cuando aún tenemos ilusiones y esperanzas.
Porque ese entusiasmo no es otro que el entusiasmo de la juventud. La certeza, la seguridad, de que todo el tiempo del mundo nos pertenece, de que todas las vías, todas las posibilidades están abiertas, de que todo lo que imaginamos que vamos a ver, que vamos a ver, que vamos a experimentar, se cumplirá ineluctablemente. Nada podrá evitarlo. Nada podrá interponerse entre nosotros y nuestro deseo. Nada podrá quebrar nuestra voluntad.
Una certeza que nos permite incluso perder el tiempo, porque no importa las vueltas que demos, los laberintos en que nos perdamos, siempre más tarde o más temprano, llegaremos a nuestro destino, aquel que nos está reservado, aquel con el que soñamos.
Hasta que un día despertamos.
Un día en que descubres que el tiempo ya se ha detenido, que lo que no has hecho, ya no lo harás jamás... o que hay cosas que no volverás a hacer, por mucho que tu cuerpo o tu mente las desee.
Que ya eres viejo y te corresponden las cosas de viejo.
Que si buscas a los jóvenes no harás otra cosa que molestarles.
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