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martes, 4 de abril de 2006

Una única humanidad

Una mujer duerme, agotada hasta la extenuación, sentada en el suelo, apenas mullido con paja, la espalada apoyada en la pared de madera, sosteniendo en sus brazos al niño que acaba de dar a luz, la mejilla suya contra la mejilla del bebe.

Un hombre, su marido, lee a justo a su lado, casi pegado a ella, lo bastante cerca como para sentir su calor, su cuerpo, su presencia, lo bastante lejos para no turbar su sueño... el sueño que poco a poco comienza a invadirle también a él, le aparta de la lectura, le confunde el tiempo.

Vela su sueño. Vela el suelo de ambos.

Pronto llegará el día. Pronto tendrán que reanudar el viaje, el largo viaje que les devuelva al norte, a su ciudad, a sus parientes, a su casa. A aquellos que les conocen, aquellos que les aman, a aquellos que se preocupan por ellos.

Pero todo esto queda muy lejos. Tanto que podría no existir. Que podría ocurrir que cuando volviesen no quedase nada de lo que recuerdan, que todo se demonstrase un sueño o una ilusión.

Pero por ahora hay que recuperar las fuerzas, porque el camino de mañana sérá largo y duro. Hay que descansar tanto como se pueda, aunque el suelo sea duro, aunque la paja no les proteja del frío, aunque el único albergue que hayan encontrado sea ese establo, aunque tengan que dormir entre las bestias.

Una luz nos ilumina la escena, extrae de las sombras, a la mujer, a su hijo, al hombre, las paredes de madera, el suelo que no es otro que la tierra misma, la paja esparcida, las siluetas de los animales.

Pero esa luz no la han traído ellos. Ni siquiera es la de de un farol que les hayan traído para que le haga compañía.

Es la la lámpara de unos desconocidos.

Unos extraños que han entrado sin ser notados por la pareja, dormida una, amodorrado el otro. Unos erxtraños que se han detenido, guardando un silencio, a unos pasos de distancia y que miran con respeto, con sorpresa, con casi adoración, descubriéndose alguno, a la familía que está ante ellos.

Unos extraños entre los que estamos nosotros.

...

Esta representación de la noche de la natividad, de San José, La Virgen, el niño y los pastores que vienen a adorarles, es uno de los grabados de Rembrandt que se pueden ver en la Biblioteca Nacional de Madrid esta primavera.

Pero entre todas las que se han pintado o dibujado, ésta es la única que, en mi opinión, representa lo que un creyente llamaría el milagro.

Porque no hay ángeles, ni seres sobrenaturales, ni siquiera hay pistas, indicios, excepto para el que esté al corriente de la historia, de que ese niño es quien los cristianos llaman el Salvador, el hijo de Dios, el Ungido, el Mesías el Cristo.

Sólo hay la imagen de una familia, igual a la que todos hemos conocido, igual a la que todos hemos pertenecido. Todos hemos sido como el niño que la mujer estrecha en sus brazos, algunos habrá que puedan repetir ese mismo pequeño, ínfimo y tan despreciado milagro consistente en traer una vida al mundo.

Pocos (o muchos quízás si apartamos la mirada de esta nuestra rica Europa) se verán obligados en esas circunstancias, fuera de sus casas, expuestos a los azares del viaje, en medio de la miseria, rodeados de desconocidos, sin saber si en el instante siguiente se tornaran enemigos o incluso verdugos.

Y casi ninguno, mucho menos en este mundo cínico, cruel y despiadado al que hemos sido arrojado, tendrá la suerte que cuando un grupo de desconocidos irrumpa en el refugio, el estrecho y miserable abrigo que les ha correspondido, en vez de entregarse a un acto de violencia, ese acto de violencia que exigimos y reclamos en las obras de ficción, se quede sorprendido por la visión que tienen ante ellos.

Porque ese es el verdadero milagro.

Y tenido que esperar a que Rembrandt me lo contase.

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