Páginas
jueves, 16 de marzo de 2006
Mirando al pasado... (y 5)
Cuando era muy pequeño, la ciudad acababa en mi calle. Más allá empezaban los campos, la naturaleza, la libertad.
En este tiempo mis padres me llevaron a un excursión. No muy lejos. Ahora que todo está urbanizado y una autopista cruza los campos que veía de niño y más allá se alza hilera de casa tras casa, bastarían apenas veinte minutos andando, cinco en coche para llegar a ese punto.
Pero entonces había que coger un autobús y llegar hasta otro de los puntos donde la ciudad terminaba y empezaban las carreteras, y de allí andar y andar por la calzada medio vacía, sin farolas, rodeada por los campos de labor, hasta llegar a un puentecillo que vadeaba un arroyo.
Un arroyo que si se seguía llevaba directo hasta mi barrio, hasta la calle donde yo vivía, un arroyo que ahora está cubierto por el asfalto de la autopista.
Era primavera, casi verano y hacía poco que las lluvias habían cesado. El caúce aún tenía agua, y para regar los campos aquí y allá, en su curso se hábían construido diques, pequeños embalses que en aquel entonces estaban llenos de agua, lugares donde la gente se bañaba.
Nos llevo mucho tiempo recorrerlo por entero y cuando al fin llegamos a nuestro barrio, cuando y aquí y allá empezaron a parecer pilotes de cemento armado, montones de escombros, era ya casi de noche.
Nunca volvimos a hacer esa excursión, no sé porqué. Nunca lo pregunté.
Pero la herida del arroyo, el barranco que partía en dos mi barrio, permaneció abierta durante mucho tiempo.
A ambos lados crecieron casas y casas. De vez en cuando, amontonaban tierra y tierra en una de las laderas hasta conseguir el espacio suficiente para construir otras, las calles, que al principio no se atrevían a cruzarlo, poco a poco fueron uniendo ambos márgenes, creciendo justo al borde, ahí donde una fuerte pendiente llevaba hasta el fondo, hasta que al final una autopista lo colmó por completo.
Pero durante muchos años permaneció abierta. Durante toda mi niñez.
Y cada primavera, en el fondo, indiferenta a la ciudad, al asfalto y al cemento, crecían las altas hierbas y se cubrían de flores los arbustos... y yo que tenía que cruzar por allí para ir al colegio, abandonaba las calles ya trazadas y descendía hasta el cauce, hasta los lugares por donde aún fluía el agua, hasta los restos de los embalses, que aún se llenaban con las lluvias.
Y cuando tuve que ir a la universidad, tampoco cambió mucho la cosa, pues el autobús me dejaba lejos, y tenía que cruzar un pinar, un bosque solitario en medio de dos facultades, hasta llegar a mi escuela.
Y nuevamente, todas las primaveras, veía crecer las altas hierbas, ondular al viento, pasar del verde al amarillo, agostarse y desaparecer.
...
Y aún ahora, de vez en cuando, me ocurre tener un sueño.
Un sueño en el que echo a caminar al norte, en el que poco a poco dejo atrás la ciudad, las calles y las calles, alcanzo los campos de simiente, me pierdo entre los bosques, sigo arroyos y riachuelos, caminos polvorientos que no llevan a ninguna parte.
Un sueño que, como todos los sueños, no alcanza ninguna conclusión. Despierto a mitad de camino, sin saber a donde quería ir, sólo que quería irme de donde vivía, que a medida que me adentraba en la nada iba encontrándome cada vez más en mi hogar.
Un recorrido del que podría dibujar un mapa, cubierto con todo tipo de detalles, con referencias, tiempos y distancias, tan precisas que podría creerse que existe de verdad, que existió alguna vez de verdad.
Un recorrido que no puedo ya recrear ahora, aunque quisiera, darle una realidad con mis piernas, puesto que los límites de la ciudad se han extendido muchos kilómetros al norte, más allá de lo que mis fuerzas me permitirían alcanzar...
...y aunque pudiera, el camino hacia los campos, hacia los restos de naturaleza aún no demasiado destruidos por los hombres, me lo vedan ferrocariles y autopistas, sin pasos a su través, concebidos, podría pensarse, para mantenernos encerrados en el arrecife de metal y cemento que nos hemos construido.
...el arrecife fuera del cual no podemos imaginar un hogar. El arrecife, cuya ausencia nos mataría, si una mano extraña y poderosa nos arrancara de él.
miércoles, 15 de marzo de 2006
Mirando al pasado... (y 4)
En aquellos tiempos, a principios de los ochenta, yo aún creía en Dios.
Mi educación había sido algo extraña, típica de los tiempos revueltos de la España de los 70. Mis padres eran de izquierdas, la izquierda dura de aquella época, imbuida de Marxismo, hundiendo sus raíces en la tradición socialista, anarquista y comunista, en el largo santoral revolucionario, la fe que habría de traer el paraíso a la tierra.
Pero mis padres me mandaron a un colegio religioso. "Porque era el único lugar donde podían darte una buena educación" que decía mi padre. Una educación en el sentido de antaño, en el sentido del saber, del conocimiento del pasado, del habito de la ciencia, del goce del arte, de la contrucción del caracter y de la persona.
Pero los niños son extraños, son capaces asimilar todo, acumular todo, creen en todo... aunque se trate de contrarios y su conjunción lleve a paradojas.
En aquel tiempo, Dios y su existencia me parecían evidentes... no en el sentido que pudieran expresar o contarme los curas de mi colegio, sino en el sentido que había alguien más allá, alguien que me esperaba, alguien que me oía y me escuchaba, alguien que habría de revelárseme un día, tras lo cual ya nunca más habría de tener miedo...
....alguien acogedor, como el cálido regazo de mi madre...
...alquien de quien no podía dudarse de su existencia, porque no podía ser de otra manera, porque tenía que ser, si este mundo había de tener algún sentido.
En aquel tiempo, yo íba andando al colegio, vivíamos relativamente cerca, pero quince, veinte minutos de paseo no me los quitaba nadie. A mitad de camino, había un descampado, la vaguada, por donde, antes de la urbanización de mi barrio, discurría un arroyo.
Allí, las casas estaban lo bastante separadas como se pudiese contemplar el cielo a placer... y eso es lo que yo hacía todas las mañanas, todas las tardes, de camino y de vuelta del colegio.
Allí aprendí a conocer, a amar, las distintas luces del día, sus cambios con la hora y las estaciones, sus diferencias apenas perceptibles, el ambiente de viejo y antiguo de ciertos momentos, la frescura y novedad de algunos, la ambigüedad de otros... las miles de formas en que un mismo paísaje, calles, árboles, casas, tierra, podían transformarse.
Allí aprendí también a mirar a las nubes, sus formas, sus combinaciones, sus variaciones... las nubes aisladas, perdidas en la inmensidad del cielo, inmóviles, perennes, las formas delicadas en lo alto cubriéndolo casi por entero con infinitos nervios y radiaciones, indiferentes a la tierra que protegían, los cielos encapotados, negros y bajos, donde aquí y allá se abría un claro, para cerrarse al instante, las torres poderosas de las nubes tormentas, tocadas por la noche en su base, pero reluciendo enfurecidas en su cumbre, los flecos en que el viento desgarraba las nubes de lluvía, dejando ver la blancura de las capas superiores...
...los lugares a los que me gustaría ascender, volar, perderme...
...y me imaginaba que Dios no era otra cosa que un pintor, que, acabado el trabajo diario, limpiaba sus pinceles en el cielo, y pensaba que si había de revelarse, ló haría allí ante mis ojos...
...y un día casi me parecío que lo hacía...
...porque una primavera, la primavera de un año de sequía, en medio de una nube negra que cubría todo el cielo, se había abierto un claro completamente circular, justo encima de mi cabeza...
...y por alguna razón el interior de aquella nube refulgía blanquísimo, puro, prístino, intocado, al igual que lo hacía el azul profundo del cielo que se veía al final...
...y durante algunos breves instantes, no pensé en nada, ni sentí nada, que no fuera aquella visión que se me ofrecía...
...
Ya no creo en dios. Hace mucho tiempo que perdí la fe, tanto que no puedo recordar la fecha.
Pero aún sigo alzando la cabeza y mirando a las nubes.
Aún me estremezco al ver el azul/blanco/gris en las frescas tardes de primavera.
martes, 14 de marzo de 2006
Mirando al pasado... (y 3)
Recuerdo otros veranos.
En los montes. Bajo los árboles. Tan altos que sus copas se perdían en el entretejido de las ramas y la luz del sol no llegaba hasta abajo. Sólamente muy al final de la tarde, justo antes de ocultarse tras la montaña cercana, sus rayos, rozando la tierra, se adentraban entre los troncos, coloreándolos, tiñéndolos de dorados.
Acampábamos sobre una repisa de una ladera, la carretera que llevaba allí desde la llanura, primero de asfalto, luego de simple grava y tierra apisonada, se perdía entre las faldas de las montàñas, ascendía y ascendía, bajaba brevemente, para cruzar uno de los arroyos de la montaña, y volvía ascender, ahora hasta la repisa y el bosque, y justo a continuación se dividía en dos ramas, que continuaban ascendiendo en rampas cada vez más empinadas, hasta, aparentemente la cima de la montaña.
La carretera, los puntos en que torcía y se asomaba a los valles, eran los únicos sitios donde nuestra vista podía extenderse, dejar de chocar con los arboles y los troncos donde habíamos acampado. No íbamos muy lejos, nunca llegamos a alcanzar el fin de la ruta o al menos el punto en que coronaban las montañas y descendían al otro lado de la cordillera. No tendríamos fuerzas para recorrer el camino hasta allí, ni mucho menos para volver.
Siempre nos quedábamos en la primera o en la segunda curva. La pendiente era allí muy empinada, descendía rápida hasta un arroyo y parecía rebotar allí, alzándose de nuevo hasta superar nuestro nivel, hasta elevarse de nuevo muy por encima de nuestras cabezas.
Sólo en esta curva no había árboles, por alguna razón, algo les había impedido crecer, las rocas, las piedras la tierra, permanecían desnudas hasta muy abajo, donde veíamos las copas de los primeros árboles, que nos parecían pequeños pero que sabíamos tan altos, aún más altos para un niño, que aquellos donde estaban nuestros tiendas.
La otra ladera era una inmensa pared verde, árbol tras árbol crecía sobre ella, mezclando sus copas, proyectando tronos y ramas, llegando hasta la cubre, disfrazándola y difuminándola.
Excepto un claro, muy muy alto, casi en la cima, donde brillaba el color verde de un prado.
Un lugar al que me prometía, una y otra vez, subir y conocerlo. Seguir la carretera más allá de nuestra expediciones más largas, abandonarla para cruzar a la otra montaña, atraversar los bosques para alcanzar aquel claro.
Pero nunca lo hice. Nunca volví allí. Nunca volveré. Aunque recuerdo el nombre del pueblo. Aunque podría explorar la zona hasta encontrar la carretera, el bosque, la montaña.
Porque tengo miedo a que todo haya cambiado. A que el recuerdo se demuestre infiel o inexacto. A que los hombres hayan cambiado para siempre ese lugar, como tantos otros de mi niñez.
Como una noche, al cruzar el camino que cortaba en dos el bosque haber visto la Vía Láctea en lo alto del cielo, no como algo borroso que debe adivinarse, sino como una nube blanca, brillante.
Y pienso ahora que debió haber sido un sueño, porque nunca jamás la he vuelto a ver así.
lunes, 13 de marzo de 2006
Mirando al pasado... (y 2)
Hay lugares que nunca volveremos a visitar.
Lugares encontrados en la niñez, de los cuales no sabemos encontrar el camino, puesto que fuimos llevados hasta allí por nuestros mayores, y la secuencia de carreteras, cruces y caminos no tenía entonces ninguna importancia para nosotros.
Aunque los encontrásemos, aunque lográsemos averiguar la ruta que hasta ellos conduce, nada podría evitar el paso del tiempo. En los largos años que nos separan, otros hombres que no somos nosotros, habrán vivido allí sus vidas y los habrán adaptado y convertido a sus necesidades.
Construido casas, abierto rutas, talado los bosques, arado los campos.
Yo conozco uno de esos paraísos perdidos. Pasé allí quince días siendo niño.
Un lugar en medio de la meseta castellana. Ese semidesierto donde no hay puntos de referencia que permitan orientarse, donde la tierra es llana como una bandeja, el cielo azul surge de ella, y el sol, el frío, la lluvía, el viento, la soledad, aplasta y destruyen las gentes.
Un lugar donde el verano se pasa encerrado en los bajos de las casas, pues fuera no es posible vivir por el calor.
Un lugar donde pasé quince día de verano. Un lugar donde, repentinamente, en medio de la llanura infinita, se alzaban altos árboles donde no debían estar, tapiando el horizonte a ambos lados, como un muro que cortaba el camino.
Un bosque donde era imposible internarse, puesto que, a las pocas hileras, cuando la umbra te había rodeado, cuando el frescor te hacía olvidar el calor de verano, el sol volvía a surgir de nuevo y su luz te cegaba.
Allí, escondido tras los árboles, fluía un río. Un río ancho, en el cual, esparcidos, emergían pequeños islotes, colmados de árboles, que partían su corriente, que la hacían correre con furia en algunos puntos o remansarse en otros.
Corriente arriba había un embalse, que desagüaba de tanto en tanto. Crecidas que inundaban el valle un breve periodo y que daban vida a aquellas islas, a aquella vegetacíon, a aquel oasis en medio del desierto.
Aquel verano, el río fue nuestro amigo. Cada día era distinto, su nivel, siguiendo las imprevisibles reglas del embalse, subía y bajaba, no demasiado para un adulto, pero sí para nosotros aún niño, lo suficiente para vedarnos ciertos tramos, donde no hacíamos pie, o para permitirnos cruzarle, llegar a islas que parecía lejanas.
Pero el río era nuestro amigo, no le teníamos miedo. No había razón por la que tenerle miedo.
Entrábamos en él siempre por el mismo lugar, allí el agua bajaba rápidamente, hasta que teníamos que marchar de puntillas, el agua hasta los labios, dejándonos arrastrar por su corriente, como hojas en su cauce, pero era sólo un instante, porque en medio de las aguas, había un banco de arena y enseguida hacíamos pie, ascendíamos hasta que el agua nos llegaba por los tobillos.
Y pódía uno tumbarse sobre él, sobresaliendo solo la cabeza, las aguas fluyendo a lo largo del cuerpo, el cielo amarillo llenando la visión, los árboles a ambos lados.
Y podía continuarse, atravesar hasta la orilla, de nuevo de puntillas, apenas sintiendo el fondo en los pulgares, porque al otro lado, el río se dividía en multitud de riachuelos, apenas de un metro o dos, permitiendo que los árboles juntaban sus ramas entre sí, y el agua discurriese en la penumbra, mansa y tranquila, hasta unirse de nuevo al curso principal.
Y podía también marchase corriente arriba, primero cerca de la orilla, caminando sobre las raíces, agarrándose a las ramas, hasta llegar a un lugar donde ninguno podíamos hacer pie, ni siguiera los mayores, y donde los más valientes se atrevían a bucear hasta tocar el fondo, en un agua negra y obscura, donde nada se veía.
Y una vez cansados, dejarse arrastrar por las aguas, permaneciendo en medio de la corriente, viendo pasar los árboles, los arbustos, las orillas, el cielo amarillo, sin hacer ningún esfuerzo, fíados del propio río, hasta llegar de nuevo al banco de arena, nuestro refugio, y cruzar hasta el punto por donde habíamos entrado.
martes, 7 de marzo de 2006
Mirando al pasado... (y 1)
Hace unos días, por pura casualidad, me encontre caminando hacia el este, un atardecer de invierno, a lo largo de una de estas interminables avenidas de las grandes ciudades.
No era, es, una avenida cualquiera, aquélla que podemos imaginar rodeada de altas edificios, poblada con árboles, cerrada al cielo y su espectáculo diario.
Esta avenida antaño, y ese antaño es un tiempo que pertenece a mi niñez, era una carretera, la carretera de la playa. La ruta que llevaba de Madrid hacia el Manzanares, hacia los remansos del río, antes de adentrarse en la ciudad, donde la gente iba a bañarse en el verano, y donde habrían de construirse, pasado el tiempo, varias instalaciones deportivas.
Por esta razón, esa calle conserva aún mucho de la antigua carretera que fue, las casas que la rodean son bajas, pegadas a la vía, algunas incluso con tiendas pensadas para los escasos viajeros que la transitaban. Nada impide mirar el cielo, por tanto, ni árboles, ni construcciones. Incluso, llegado cierto punto la perspectiva se abre casi infinita, puesto que la carretera debe descender de los 700 a los que se encuentra a los 400 del cauce del Manzanares y tuerce y retuerce, descendiendo por la pendiente, mientras que la vista no encuentra algo en que fijarse, hasta muchos kilómetros más allá, en las colinas al otro lado del caúce, las colinas que comienzan a ascender hacia la sierra.
Los madrileños, sin embargo, no conocen el cielo. Hace mucho que lo han olvidado. Encerrados en sus casas, prisioneros en sus coches, atentos sólo a sus actividades no miran más allá de lo que hay a unos metros de distancia.
Por eso, aquel día, aunque estaba a la vista de todos, me parecía que era yo el único que lo estaba viendo.
Rojo como un Khaki, el Persimon ilustrado en la viñeta, el sol se ponía justo en la línea de la carretera. El cauce del Manzanares estaba cubierto de niebla que ascendía hasta mezclarse con la polución, enturbiando el aire, lo cual permitía que se pudiese mirar directamente a su disco, mientras que la falta de puntos de refencia, el disco rojo en el cielo gris monótono, cercano al horizonte, hacia creer que aquella bola estaba rozando, volando sobre los techos de las casas, sobre el asfalto que hacía el conducía, y por el cual, tras un número corto de pasos, sería posible alcanzarlo y tocarlo.
...
Y ahora es cuando uno debe detenerse en la descripción.
Por razones obvias que se dejan como ejercicio al lector.
lunes, 6 de marzo de 2006
Paradise on Earth (y 1)
De repente, pareció que todo era posible.
Atrás quedaban miserias, calamidades, opresión, humillación, explotación.
El futuro lo decidiría el hombre, por sí solo, sin depender de nadie, en absoluta libertad.
El futuro sería completamente nuevo, desconocido, imprevisible, excepto en que no se parecería en nada al pasado ni al presente.
El futuro pertenecería a los cuadrados negros.
...
Pero ¿quién entiende los símbolos? Los cuadrados negros no significan nada por sí solos. Un cuadrado negro no es un árbol, ni un río, tampoco el mar. Un cuadrado negro no es un tractor, ni un tanque, mucho menos un avión.
Los cuadrados negros sólo tienen el significado que nosotros queramos darles. Un significado que anteceda a la presentación del dibujo, una explicación que lo convierta en símbolo que nos represente, que nos identifique ante al mundo.
Pero los cuadrados negros son inocentes.
Cualquiera puede tomar un cuadrado negro y proclamar que le representa, cualquiera, hasta el peor de nuestros enemigos puede reclamarlo como suyo e imponer sobre él la intencionalidad que le apetezca.
Haciendo que nosotros, de repente, digamos lo contrario de lo que queremos decir.
Por eso los cuadrados negros son perversos.
Porque la mente que los mira no puede reducirlos a los conceptos y categorias en que ha sido educado. Porque el pensador, el filósofo, el político, no pueden forzarlos y embutirlos en las cajitas en que han dividido el mundo.
Porque es imposible, al mirarlo, decir si un cuadrado negro es bueno o malo, si lleva a la consecución de nuestros objetivos políticos o la aniquilación de los mismos.
Por eso los cuadrados negros deben ser prohibidos.
Porque no alientan a la gente, porque no cantan slóganes y ni enuncian consignas. Porque un cuadrado negro no llamará a los obreros a conseguir que el plan quinquenal se cumpla en cuatro años, ni les obligará a trabajar hasta caer extenuados, ni pondra los objetivos del partido por delante de sus vidas, aplastándolas si no obedecen.
Por eso los cuadrados negros deben ser destruidos, por ese motivo sus creadores deben ser eliminados.
Porque los cuadrados negros son libres. Porque nadie podrá callar nunca a los cuadrados negros.
No callarán aunque que sus creadores hayan abjurado de ellos. Ni siquiera cuando estos hayan sido represialados, conocido prisión, extraviado en los laberintos del GULAG, arrojados contra los paredones de la Lubianka.
Porque los cuadrados negros acabarían por vencer y aniquilar a sus perseguidores.
...
Sólo había un método de vencerles. Una manera de callarles.
Las paredes del museo.
viernes, 3 de marzo de 2006
Monteverdi (y 2)
O soave uscir di vita!
O gradita mia ferita!
¡O nudos en los que gozo!
¡O suave boca de la vida!
¡O bienvenida herida mía!
Chiome de Oro, Settimo Libro di Madrigali, Claudio Monteverdi, 1619
Beatus, Beatus vir!
¡Féliz, Feliz el hombre!
Beatus vir Primo, Selva Morale e spirituale, 1640
En Occidente, pero sólo en Occidente, hemos crecido aconstumbrados a que la religión no tenía papel en nuestras vidas, que ambas, vida y creencias, pertenecían a ámbitos completamente distintos, que no podía existir comunicación alguna entre ellas.
Por ello, ahora nos resulta imposible comprender aquellas culturas donde la religión se refleja en nuestras cada aspecto de su existencia. No sólo estas sino incluso nuestro propio pasado, lo que fuera parte indisoluble de nuestra tradición hasta ayer mismo.
Porque para el creyente, el auténtico creyente, no la componenda a la que hemos llegado en nuestra sociedad, la acción de dios se traduce en cada instante de la vida, en cada objeto del mundo. Todo, absolutamente todo, tiene su origén en él. Todo, absolutamente todo, depende de su voluntad y su benevolencia.
De este modo, el creyente, el auténtico creyente, tiene que invocar su protección y su ayuda, en cualquier actividad que emprenda, sea la más trivial, la más peregrina, o incluso la que pueda parecernos, a nosotros, los descreídos, sacrílega o insultante. Ya sea para comenzar un viaje o simplemente antes de salir a la calle, ya sea para obtener el éxito en los negocios o el triunfo en el combate, ya sea para concebir un hijo, antes de ponerse manos a la obra o simplemente para conseguir a la amada, todo será pedido, ofrecido, negociado con el creador.
Sin que, como digo, suponga blasfemia o sacrilegio. Simplemente porque no hay separación entre dios y el hombre, porque dios vive entre los mortales, contempla su conflictos y escucha sus peticiones, no es el dios lejano e inalcanzable, ausente del mundo, en el que la ciencia lo ha convertido.
Por esa razón, lo que es aplicable en el ámito profano es perfectamente aplicable al sagrado, puesto que no hay separación entre ellos, son uno mismo, uno solo.
Así, por ejemplo, no hay mayor sorpresa que encontrar las mismas melodias en la obra religiosa y profana de Monteverdi. Descubrir que los madrigales donde se describe el amor terreno con todo lujo de detalles y el sentimiento correcto, se han transformado en alabanzas a la virgen y a los santos, sin que haya hecho falta otra cosa que modificar los textos, no la música.
O ver como las danzas cortesanas, aquellas destinadas al ocio de nobles y poderosos, aquellas que eran la preparación de los juegos amorosos en que luego se perderían, se transforman en poderosos estructuras religiosas destinadas a la contemplación del paraíso futuro y el desprecio del mundo.
Porque para ellos, como he dicho, dios aún estaba vivo, mientras que para nosotros hace mucho que murió.
jueves, 2 de marzo de 2006
In the heart of darkness (y 2)
Creemos habernos librado de la idea del artista romántico, la personalidad visionaria que descubría territorios, conceptos, formas aún sin explorar, y que forzaba al espectador a aceptarlas, utilizando los métodos del escándalo y de la rebelíon.
Puede que creamos haber dejado atrás esa idea, al fin y al cabo nuestra era es una era de falsos descreídos y falsos escépticos. Un tiempo donde todo se mira con ironía y sarcasmo, donde la moda es aparentar desapego y distaciamente.
Así parece, pero, en el fondo, seguimos siendo artistas románticos. Para nuestra sociedad, el artista sigue teniendo una misión, una vocación que le lleva a crear y actuar, que le sitúa al margen de los demás y que le lleva al combate... aunque esta misión y esta vocación no sea el conquistar nuevos territorios estéticos o hacer propaganda de una ideología y una visión del mundo, sino que se haya reducido a escandalizar por escandalizar, a determinar un conjunto de creencias, sean progresistas y conservadores, y atacarlas sin piedad, entre los aplausos de sus admiradores.
Porque esta es la otra cara del arte actual. El artista ya no se dirige a toda la humanidad, ni siquiera aspira a ello. Su obra, excepto en el caso de los productos comerciales manufacturados en masa, se dirige a un grupo estrecho y reducida de conaisseurs y críticos. Si esta reducida élite no existiera, el artista no existiría. Mucho peor, nadie se daría cuenta de su desaparición. Porque ese escándalo con el que pretende sacudir el mundo, no turba a nadie. Muy al contrario, sólo sirve para cimentar y sustentar los prejuicios de aquellos que le aplauden y jalean.
Completamente distinto a lo que se mostraba en la exposición Orígenes del Conde Duque Madrileño.
Esas formas pueden parecernos abstractas, juzgadas desde los parámetros de nuestra propia cultura, productos refinados y elevados, producidos por artesanos y especialistas tan refinados y elevados como el público que va a ser su destinatario.
Pero no es así. El arte Africano, Americano y de Oceanía es un arte popular, producto de, en principio, cualquier miembro de la comunidad y destinado a todos ellos. Su significado, sus presupuestos, sus objetivos son completamente claros y meridianos. No excluyen a nadie, no evitan a nadie, no buscan escandalizar a nadie.
Muy al contrario, esos objetos tan bellos desde el punto estético, tan revolucionarios a nuestros ojos, a pesar de 200 años de vanguardia, servían para cimentar la sociedad que les había dado origen. Su finalidad última no era el gozo estético, ni la observación estética, ni ser encerrados en Museos para el disfrute de las generaciones venideras.
Su ámbito se reducía al aquí y ahora. Su importancia al festival, la celebración, el rito en que eran utilizados. Porque no eran importantes en sí mismos, sino como símbolos que guiaban a los seres humanos, a los hombres y a las mujeres, en su nacimiento, en su niñez, en el paso a la adolescencia, en los misterios del amor y la paternidad/maternidad, en la madurez y el envejecimiento, en la misma muerte.
Al contrario que el arte occidental de ahora, perdido en su laberinto y con el único objetivo aparente de perder a los demás.
Estéril y esterilizador.