La semana pasada se inauguró en Madrid, en la fundación Juan March, una pequeña retrospectiva del pintor Alemán Otto Dix, bien conocido por su pintura expresionista de tiempos de entreguerras.
Sin embargo, más interesante que su obra más conocida y llamativa, bien representada en esta exposición, es el Dix después de Dix que se nos descubre en las últimas salas.
Porque de todos es conocido que Adolf Hitler no era otra cosa que un artista fracasado, alguien que intentó entrar en las academías de arte de la viena de 1900, y que fue rechazado una y otra, no por revolucionario, vanguardista, incómodo o inclasificable, sino simplemente por ser malo, un pintor de postales baratas que no daba el nivel exigido.
Ese fracaso, ese odio por todo arte que no se pareciese a sus gustos provincianos y transnochados, se convirtió en la política oficial del tercer Reich. De ahí saldría la idea de la famosa, por infame, exposición entartete Kunst (arte degenerado) donde las obras de la vanguardia se exponían acompañadas con comentarios insultantes y degradantes.
Pintores como Emil Nolde, cuyas simpatías nazis eran notorias, pero que habían formado parte de la vangüardia desde primeros de siglo, se llevaron la sorpresa de encontrar que la pintura de sus colegas era prohibida y censurada, y de que su misma obra era puesta en cuarentena a menos que cambiasen de estilo y abrazasen el credo artísitca predicado por el Führer, aquél que como era bien sabido, jamás podía equivocarse y debía ser obedecido sin titubeos.
Muchos, como Grosz y Ernst, abandonaron Alemania, otros como Dix, permanecieron en ella. Los que se fueron pudieron seguir pintando en su estilo, seguir evolucionando, sin otro temor que equivocarse en su camino. Los que se quedaron, por el contrario, a menos que su fe ideólogica les llevará a convertirse a la nueva fe y transformarse, como todos los conversos, en fanáticos peores que los viejos creyentes, tuvieron que negarse a sí mismos, fingirse y mentirse, para seguir viviviendo, para seguir pintando, aguardando que un día llegase el momento de la liberación, la ocasión de la libertad.
¿Cuánto tiempo se puede vivir así? Durante años, Dix había pintado la vida urbana en toda su variedad, sin ocultar nada de su fealdad y sus miserias. Durante años, Dix había criticado violentamente a todos aquellos que habían conducido Alemania a una guerra y la habían abocado a la derrota. Durante años, había clamado por la vida frente a la muerte, por el paraíso frente al infierno.
Pero ahora, quienes governaban sólo amaban la guerra, la muerte y la destrucción... y a Dix sólo le quedó el pintar paísajes, el único tema donde sus aspiraciones anteriores no podrían manifestarse y traicionarse, el único tema ideológicamente inocente, donde su pasado y su figura no atraerían la atención de los inquisidores.
Doce años duró aquel exilio, ese vagar por el desierto. Doce años de continuar pintando, de aguantar día tras día sin tirar el pincel, sólo por demostrar que se seguía siendo un pintor, que aún podía mezclar los colores y trazar un perfil, que aún seguía vivo.
Doce años que acabaron con la derrota del nazismo, pero que se llevaron consigo todo lo que Dix había sido, porque los cuadros de después del 45, no son más que pálidos reflejos de lo pintado antes del 33, la obra de alguien que ya no cree en la pintura, de alguien que ya no es capaz de expresarse con los pintores, de alguién que no tiene ni las fuerzas ni la razón para hacerlo.
La obra de un muerto en vida, en definitiva.
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