Sal a buscar la felicidad y no vuelvas sin ella.
En los años 30, en la extinta URSS, Alexander Medvekine filmó La felicidad. Como todas las películas de aquel entonces, como La línea general o El prado de Bezhin de Eisenstein o La Tierra de Dovjenko, se trataba de demostrar al público interno y externo el triunfo de la experiencia colectivizadora del agro soviético... aunque éste en realidad fuera un inmenso fracaso, peor que un fracaso, un experimento estúpido que terminó en la muerte de millones de personas, bien por hambre o por asesinato.
Sería interesante analizar hasta que punto los directores de estas obras eran conscientes del desajuste entre lo que rodaban y lo que estaba pasando. Basta decir que, aún siendo Bolcheviques convencidos y buscando la victoria de esos ideales, su obra se hizo sospechosa ante las altas esferas, teniendo que ser cortada, remontada, en algunos casos prohibida y sus autores puestos en sospecha ideológica.
Así ocurrió en parte con La felicidad. Porque esa descripción de la colectivización, no se hizo con las armas del realismo, sino con las del humor, el absurdo y los cuentos tradicionales.
Y no hay nada que odien más los censores que la ambigüedad en las imágenes, por mucho que se proteste inocencia e ingenuidad.
Porque saben que lo ambiguo tanto se puede interpetar de una manera como de la contraria.
¿Qué puedo hacer? No puedo volver al pasado ni acostumbrarme al presente.
Sólo esta frase bastaba para condenar a la película, puesto que el héroe, el hombre que había sido oprimido y explotado por el zarismo, no encontraba su lugar en el mundo nuevo que se estaba creando para él.
Mucho peor. Puesto que no encontraba ni las fuerzas, ni la razón para unirse y participar en ese mundo. Tanto había sufrido cuando estaban los otros, tanto había sido humillado, tanto había obedecido, que ahora, cuando supuestamente era libre, cuando era él y los suyos quienes aparentemente estaban al mando, no podía creerlo.
No podía convencerse de que así era, no podía forzarse a actuar en consecuencia. Sólo podía hacer lo que siempre había había hecho. Sentarse en un rincón, sólo, sin confiar ni contar con nadie. Resistiéndose con su pasividad, con el propio peso de su cuerpo inerte, que sabía demasiado bien, que tanto con unos como con los otros, seguiría sufriendo, seguiría siendo humillado, seguiría teniendo que obedecer aunque fuera a palos o oblidado por las bayonetas desnudas.
Eso, obviamente, no podía ser. Eso, obviamente, no podía ser tolerado por las autoridades.
La presencia del descreído, lo saben muy bien todos los teólogos, anula la existencia de Dios. Sólo hay una salida para el creyente, al que el miedo le hace ser fanático. Eliminar a aquél que no cree. Exterminar a aquel que se resiste. Mostrar su castigo como ejemplo y escarmiento a todos los que puedan pensar, alguna vez, en no colaborar.
Así de este modo, se empezo castigando a los que habían oprimido y humillado. Y cuando se hubo acabado con ellos, con todos los desilusionados y desengañados, que sólo querían que les dejasen en paz. Y cuando no quedaron ya de estos, con los que no mostraban entusiasmo y adoración ante los logros y victorías proclamados desde las alturas, y cuando estos también fueron eliminados, se cargó con todos aquellos que no mostraban el entusiasmo suficiente, tal y como lo prescribían las autoridades.
Hasta que todo el mundo se aconstumbro a mentir y a fingir. Hasta que el edifició. aquél que debería contener el paraíso, se convirtió en una cáscara hueca y huera, que se habría de derrumbarse sin hacer ningún ruido.
¿Qué es la felicidad?
Así comienza la película. Ésa es la pregunta que se nos hace.
Y casi inmediatamente se nos da la respuesta.
La felicidad es que los pasteles te entren en la boca y no tengas ni que masticarlos.
La felicidad es encontrarse el dinero tirado en el camino y que no haya que partirse el lomo por conseguirlo.
La felicidad es tener el estómago lleno y vestir buenos trajes, mientras miras como los que no tienen nada, se pelean por lo que tú tiras.
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