¿Quién relaciona las palabras con sus sonidos?
¿Quién hace que caress pronunciado por una boca inglesa sea tan dulce como las propias caricias?
¿Quién esperaría que streicheln, una palabra áspera, dura y angulosa, tan alemana, en definitiva, significase eso mismo, acariciar?
¿Quién podría imaginar que Atatakai, algo que es casi un tartamudeo, un trabalenguas, el ronquido de un motor que arranca, significase cálido en japonés?
¿Quién podría adivinar que lo utilizasen para el amor, y que sonase tan dulce, tan suave, tan acogedor, tan definitivo, en sus labios?
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miércoles, 14 de septiembre de 2005
martes, 13 de septiembre de 2005
Romanticismos
Romántico.
Pocos adjetivos tan utilizados y por ello precisamente, sin apenas ya significado, fuera de cierto modo de entender los rituales de apareamiento, lo que yo llamo, con sorna, el romanticismo de velitas
O como insulto. Como indicación de inmadurez.
Varias veces me lo han dirigido, ya sea de viva voz o sólo con el pensamiento.
En esas ocasiones siempre siento lo mismo.
El deseo de volverme y espetarles estas palabras.
¿Tú sabes que es un romántico? ¿No sabes que Tú eres el auténtico romántico?
Nunca encuentro el valor. No valdría la pena. No entenderían lo que estoy diciendo.
Pero es cierto.
Nuestra sociedad es una sociedad romántica, sin saberlo.
Nuestra sociedad ama la noche y lo que ella trae. La obscuridad y sus monstruos. Los lugares ocultos, donde los placeres están permitidos, la perversión y la enfermedad, la muerte y la putrefacción.
La carrera alocada hacia el abismo. Sin importar como se acabe, a quien se lleve uno por delante.
La violencia como forma del amor, como su única expresión real.
Pocas cosas tan cercanas al sentimiento romántico, aquel tiempo que buscaba los cementerios y adoraba los muertos, aquel que hablaba de la enfermedad como el culmén de la belleza, aquel que consideraba la tuberculosis como algo a la moda.
Aquel que creo los monstruos y se enamoró de ello. Aquel tiempo que temblaba de placer ante la visión de la fealdad y deformidad, que deseaba su contacto, ser poseído por ellas.
Aquel tiempo donde la mejor muerta era recibir una bala en la frente, mientras se lideraba una carga de caballería, blandiendo el sable, borracho de gloria, sin que fuera posible darse cuenta de que se caía en los brazos de la muerte.
Mientras que yo, sólo y aparte en esta sociedad, amo el día y la luz, los mares tranquilos, las apacibles montañas, los inmensos bosques, los cielos azules, las frescas mañanas y las tardes eternas.
Dejar pasar la vida hasta el momento de la muerte, sin emociones, sin sobresaltos. Contemplando el espéctaulo del mundo, admirando su belleza, sin que nada más me fuera preciso para ser feliz.
Yo, el llamado romántico, no soy más que un vulgar neoclásico.
Tratando de encontrar orden en el desorden, cuando sé que no existe, huyendo de la confusión, mientras lo otros la anhelan, se sumergen, se arrojan en ella.
Convertido en un vagabundo. En un paria. En un desclasado y un rebelde.
Cuando lo que quisiera ser es todo lo contrario.
Pocos adjetivos tan utilizados y por ello precisamente, sin apenas ya significado, fuera de cierto modo de entender los rituales de apareamiento, lo que yo llamo, con sorna, el romanticismo de velitas
O como insulto. Como indicación de inmadurez.
Varias veces me lo han dirigido, ya sea de viva voz o sólo con el pensamiento.
En esas ocasiones siempre siento lo mismo.
El deseo de volverme y espetarles estas palabras.
¿Tú sabes que es un romántico? ¿No sabes que Tú eres el auténtico romántico?
Nunca encuentro el valor. No valdría la pena. No entenderían lo que estoy diciendo.
Pero es cierto.
Nuestra sociedad es una sociedad romántica, sin saberlo.
Nuestra sociedad ama la noche y lo que ella trae. La obscuridad y sus monstruos. Los lugares ocultos, donde los placeres están permitidos, la perversión y la enfermedad, la muerte y la putrefacción.
La carrera alocada hacia el abismo. Sin importar como se acabe, a quien se lleve uno por delante.
La violencia como forma del amor, como su única expresión real.
Pocas cosas tan cercanas al sentimiento romántico, aquel tiempo que buscaba los cementerios y adoraba los muertos, aquel que hablaba de la enfermedad como el culmén de la belleza, aquel que consideraba la tuberculosis como algo a la moda.
Aquel que creo los monstruos y se enamoró de ello. Aquel tiempo que temblaba de placer ante la visión de la fealdad y deformidad, que deseaba su contacto, ser poseído por ellas.
Aquel tiempo donde la mejor muerta era recibir una bala en la frente, mientras se lideraba una carga de caballería, blandiendo el sable, borracho de gloria, sin que fuera posible darse cuenta de que se caía en los brazos de la muerte.
Mientras que yo, sólo y aparte en esta sociedad, amo el día y la luz, los mares tranquilos, las apacibles montañas, los inmensos bosques, los cielos azules, las frescas mañanas y las tardes eternas.
Dejar pasar la vida hasta el momento de la muerte, sin emociones, sin sobresaltos. Contemplando el espéctaulo del mundo, admirando su belleza, sin que nada más me fuera preciso para ser feliz.
Yo, el llamado romántico, no soy más que un vulgar neoclásico.
Tratando de encontrar orden en el desorden, cuando sé que no existe, huyendo de la confusión, mientras lo otros la anhelan, se sumergen, se arrojan en ella.
Convertido en un vagabundo. En un paria. En un desclasado y un rebelde.
Cuando lo que quisiera ser es todo lo contrario.
jueves, 8 de septiembre de 2005
En soledad
Nuestra sociedad, esa sociedad que creemos perfecta y completa sólo porque tolera nuestros vicios y ríe nuestras payasadas, ha convertido en un ídolo, en un ideal lo que llaman la soledad.
La soledad.
Cada vez más personas dicen preferir vivir solas, amar la independencia, no tener que servir a nadie.
Llevar una vida plena y libre, entregados a sus intereses, dictándose ellos mismos el camino.
Rodeados de gente a la que quieren y que les quiere. Borrachos de humanidad. En un verano eterno.
¿Hablamos de lo mismo?
Eso de lo que presumen tantos ahora no es la soledad. No es estar solo salir todas las noches de marcha, disfrutar de cuantas amantes se te antoje, llenar los tiempos vacíos con películas, con discos, con libros, con la Internet
Eso es vivir acompañado, con todas sus ventajas y ninguno de sus inconvenientes.
Eso no es la soledad.
Los solitarios, los auténticos solitarios lo sabemos.
Porque la soledad, vivir en soledad, significa preferir ésta al contacto con la gente, evitar el contacto con alguien simplemente porque ése día no quieres ver a nadie, arriesgarse a no volver a verla por el desprecio que le has hecho.
Sin poder contar a esa persona - quien podría creerte - que no lo haces porque le odies, porque odies al mundo, sino simplemente porque no te sientes a gusto entre tus semejantes, porque no sabes comportante cuando estás con ellos, porque no sabes expresar lo que sientes, ni nunca podrás decírtelo.
Porque sólo puedes contártelo a ti mismo, a solas.
Porque sabes que estás aparte. Que tu camino no se cruza con el del resto. Que nunca se cruzará. Que de hecho no quieres que se cruze.
Sentir dolor, al mismo tiempo. Experimentar el absurdo de amar la soledad y de sufrir por estarlo. Porque observas desde tu silla al borde del camino, espectador que nunca participa, que desconoce las reglas del juego y ya no sabe como aprenderlas, el modo en que los demás van envejeciendo, la manera en que, a lo largo de ese camino, van consiguiendo aquello que tú anhelas. Un amor. Hijos. Serenidad. Cariño, en definitiva. Alguien que les saluda al llegar a casa. Algo de Felicidad, aunque sea minima.
Perder una tras otra a las personas que has amado. Saber que es culpa tuya, que nadie puede vivir contigo, porque nadie puede vivir en un glaciar, nadie puede esperar eternamente a que te descongeles, a que los bosques cubran las laderas, a que la vida ascienda a las montañas. Entre otras cosas porque tú subirás más alto, rehuyendo el contacto.
Vivir entre las ruinas de tus sueños. Saber desde el principio que nunca debiste permitirte soñarlos. Descubrir que has malgastado tu vida persiguiendo fantasmas, enamorado de ellos, fascinado por ellos, y que ahora como los libros antiquísimos, se deshacen en polvo entre tus dedos.
Desear la muerte, en definitiva. Ansiar que un día te vayas a acostar y no vuelvas a despertarte.
Saber que tampoco eso te será concedido.
La soledad.
Cada vez más personas dicen preferir vivir solas, amar la independencia, no tener que servir a nadie.
Llevar una vida plena y libre, entregados a sus intereses, dictándose ellos mismos el camino.
Rodeados de gente a la que quieren y que les quiere. Borrachos de humanidad. En un verano eterno.
¿Hablamos de lo mismo?
Eso de lo que presumen tantos ahora no es la soledad. No es estar solo salir todas las noches de marcha, disfrutar de cuantas amantes se te antoje, llenar los tiempos vacíos con películas, con discos, con libros, con la Internet
Eso es vivir acompañado, con todas sus ventajas y ninguno de sus inconvenientes.
Eso no es la soledad.
Los solitarios, los auténticos solitarios lo sabemos.
Porque la soledad, vivir en soledad, significa preferir ésta al contacto con la gente, evitar el contacto con alguien simplemente porque ése día no quieres ver a nadie, arriesgarse a no volver a verla por el desprecio que le has hecho.
Sin poder contar a esa persona - quien podría creerte - que no lo haces porque le odies, porque odies al mundo, sino simplemente porque no te sientes a gusto entre tus semejantes, porque no sabes comportante cuando estás con ellos, porque no sabes expresar lo que sientes, ni nunca podrás decírtelo.
Porque sólo puedes contártelo a ti mismo, a solas.
Porque sabes que estás aparte. Que tu camino no se cruza con el del resto. Que nunca se cruzará. Que de hecho no quieres que se cruze.
Sentir dolor, al mismo tiempo. Experimentar el absurdo de amar la soledad y de sufrir por estarlo. Porque observas desde tu silla al borde del camino, espectador que nunca participa, que desconoce las reglas del juego y ya no sabe como aprenderlas, el modo en que los demás van envejeciendo, la manera en que, a lo largo de ese camino, van consiguiendo aquello que tú anhelas. Un amor. Hijos. Serenidad. Cariño, en definitiva. Alguien que les saluda al llegar a casa. Algo de Felicidad, aunque sea minima.
Perder una tras otra a las personas que has amado. Saber que es culpa tuya, que nadie puede vivir contigo, porque nadie puede vivir en un glaciar, nadie puede esperar eternamente a que te descongeles, a que los bosques cubran las laderas, a que la vida ascienda a las montañas. Entre otras cosas porque tú subirás más alto, rehuyendo el contacto.
Vivir entre las ruinas de tus sueños. Saber desde el principio que nunca debiste permitirte soñarlos. Descubrir que has malgastado tu vida persiguiendo fantasmas, enamorado de ellos, fascinado por ellos, y que ahora como los libros antiquísimos, se deshacen en polvo entre tus dedos.
Desear la muerte, en definitiva. Ansiar que un día te vayas a acostar y no vuelvas a despertarte.
Saber que tampoco eso te será concedido.
miércoles, 7 de septiembre de 2005
Reading Whitman (y 4)
The love of the body of man or woman balks account, the body itself balks account
That of the male is perfect, that of the female is perfect.
Nuestro mundo, esa sociedad que consideramos como la mejor de las posibles, aunque aparentemos rebelarnos contra ella, ese mundo coloca todo en cajitas, clasifica y encasilla a los seres humanos, independientemente de los deseos de cada individuo.
No hay mejor ejemplo que el sexual. En este campo, en esta sociedad, en este momento, no puede haber grises. Todo tiene que ser blanco o negro. Normal o anormal. Fortalecido por el poder aplastante e intolerante de la mayoria o atrincherado tras la consciencia orgullosa y suicida del Ghetto.
De esta forma cualquier relación profunda tiene que acabar necesariamente en la cama, es más se fuerza a que acabe allí, especialmente si se trata de personas del mismo sexo.
O eso o la renuncia a esa relación especial.
Como puede ser también el caso de la apreciación del cuerpo humano. Ahora, en estos tiempos de supuesto libertad, cualquier representación del cuerpo tiene que ser obligatoriamente sexual. Cualquier imagen del ser humano desnudo, tiene que provocar obligatoriamente la erección o el deseo de ser penetrado, la reacción impuesta por la elección sexual.
Por tanto los hombres que se consideran hombres sólo pueden considerar bello el cuerpo femenino, nunca el masculino, so pena de formar parte del "otro", so pena de cruzar una frontera sin retorno, pues ya se sabe, todos los popes y pensadores lo proclaman, que la elección sexual es definitiva, no permite la marcha atrás.
Ideas extrañas.
No. Ideas extrañas las mías.
Educado en un ambiente que practicaba el nudismo, que animaba a admirar el propio cuerpo y el de los demás, educado más tarde en la escultura y la pintura del pasado, también tan centrada en la loa de la carne y la piel, la visión de los cuerpos desnudos no provoca en mí ninguna reacción, a menos que así lo desee yo.
Ninguna reacción que no sea la de apreciar su belleza, al igual que admiro los cielos esmaltados con las nubes o el entramado de las ramas de los árboles.
La misma tristeza y alegría que provoca la observación de la belleza. De la belleza desnuda, sin afeites ni oropeles, desconocedora de su gloria, plena en su fragilidad.
Enfrentada al miedo con que aún observamos el cuerpo, nuestro cuerpo, que aún consideramos como fuente del pecado y de la disolución.
Have you ever loved the body of a woman?
Have you ever loved the body of a man?
Do you not see hat these are exactly the same to all in all nations and times all over the earth.
Por ello, cuando visito el Museo del Prado, siempre dedico algún tiempo, aunque sean unos minutos a visitar la sección de escultura.
Y me quedo mirando, en la rotonda, el busto de Antinoo.
Debe ser un extraño espectáculo, menos ahora que have unos años, el de un hombre no tan joven observando con ojos arrebatados el busto de un joven.
Casi puedo imaginar los comentarios.
Pero pocos pueden sospechar lo que pienso. El ver reflejado allí la gloria de la juventud. La belleza, el vigor, la fuerza, la serenidad que me hubiera gustado a mi tener cuando joven y no el cuerpo, débil, apocado, siempre cansado que heredé de mis padre.
El cuerpo que me gustaría ver cuando me ducho, reflejado en el espejo, y no el mío.
Pero miro al otro extremo de la sala. Y descubro a Adriano, separado eternamente de Antinoo, sin poder alcanzarle, mirándo a quien fuera su amante. Y extrañamente puedo entender su deseo. La aspiración por alcanzar la perfección, aunque sea en otro. La melancolía que produce ver la belleza. La desolación que trae a un mundo donde no debería estar, pues vivimos en el infierno y no en el paraíso.
Marcho entonces a una sala cercana.
Allí en la onbscuridad, iluminada a la perefección. Sóla, puesto que aunque esté rodeada de otras estatuas, su perfección las aplasta, está la Venus de Ammanati.
Ensimismada. Sin prestar atención a los mortales. Desnuda, pero segura de sí misma, puesto que su propia perfección la protege, como un escudo que nos impide acercarnos.
Un sueño, una aparición. Lo inalcanzable. Lo imposible.
No es real, así lo dice el verde del bronce. No es real, pero su piel es tan suave como la de una mujer de las caminan a mi lado, de las que se detienen un instante y vuelven a marcharse. No es real, pero tengo la impresión de que el metal hecho carne cedería a mi presión si lo tocara.
No es real, puesto que como todas las estatuas no tiene mirada, pero bajo su piel se tensan los músculos y su movimiento eternamente detenido parece ir a reanudarse en cualquier instante.
Entonces entiendo porque Pigmalion se enamoro de Galatea, aunque fuera una estatua fría e inerte.
Entonces lamento que ya no existan los dioses que puedan conceder esos deseos.
If anything is sacred the human body is sacred.
That of the male is perfect, that of the female is perfect.
Nuestro mundo, esa sociedad que consideramos como la mejor de las posibles, aunque aparentemos rebelarnos contra ella, ese mundo coloca todo en cajitas, clasifica y encasilla a los seres humanos, independientemente de los deseos de cada individuo.
No hay mejor ejemplo que el sexual. En este campo, en esta sociedad, en este momento, no puede haber grises. Todo tiene que ser blanco o negro. Normal o anormal. Fortalecido por el poder aplastante e intolerante de la mayoria o atrincherado tras la consciencia orgullosa y suicida del Ghetto.
De esta forma cualquier relación profunda tiene que acabar necesariamente en la cama, es más se fuerza a que acabe allí, especialmente si se trata de personas del mismo sexo.
O eso o la renuncia a esa relación especial.
Como puede ser también el caso de la apreciación del cuerpo humano. Ahora, en estos tiempos de supuesto libertad, cualquier representación del cuerpo tiene que ser obligatoriamente sexual. Cualquier imagen del ser humano desnudo, tiene que provocar obligatoriamente la erección o el deseo de ser penetrado, la reacción impuesta por la elección sexual.
Por tanto los hombres que se consideran hombres sólo pueden considerar bello el cuerpo femenino, nunca el masculino, so pena de formar parte del "otro", so pena de cruzar una frontera sin retorno, pues ya se sabe, todos los popes y pensadores lo proclaman, que la elección sexual es definitiva, no permite la marcha atrás.
Ideas extrañas.
No. Ideas extrañas las mías.
Educado en un ambiente que practicaba el nudismo, que animaba a admirar el propio cuerpo y el de los demás, educado más tarde en la escultura y la pintura del pasado, también tan centrada en la loa de la carne y la piel, la visión de los cuerpos desnudos no provoca en mí ninguna reacción, a menos que así lo desee yo.
Ninguna reacción que no sea la de apreciar su belleza, al igual que admiro los cielos esmaltados con las nubes o el entramado de las ramas de los árboles.
La misma tristeza y alegría que provoca la observación de la belleza. De la belleza desnuda, sin afeites ni oropeles, desconocedora de su gloria, plena en su fragilidad.
Enfrentada al miedo con que aún observamos el cuerpo, nuestro cuerpo, que aún consideramos como fuente del pecado y de la disolución.
Have you ever loved the body of a woman?
Have you ever loved the body of a man?
Do you not see hat these are exactly the same to all in all nations and times all over the earth.
Por ello, cuando visito el Museo del Prado, siempre dedico algún tiempo, aunque sean unos minutos a visitar la sección de escultura.
Y me quedo mirando, en la rotonda, el busto de Antinoo.
Debe ser un extraño espectáculo, menos ahora que have unos años, el de un hombre no tan joven observando con ojos arrebatados el busto de un joven.
Casi puedo imaginar los comentarios.
Pero pocos pueden sospechar lo que pienso. El ver reflejado allí la gloria de la juventud. La belleza, el vigor, la fuerza, la serenidad que me hubiera gustado a mi tener cuando joven y no el cuerpo, débil, apocado, siempre cansado que heredé de mis padre.
El cuerpo que me gustaría ver cuando me ducho, reflejado en el espejo, y no el mío.
Pero miro al otro extremo de la sala. Y descubro a Adriano, separado eternamente de Antinoo, sin poder alcanzarle, mirándo a quien fuera su amante. Y extrañamente puedo entender su deseo. La aspiración por alcanzar la perfección, aunque sea en otro. La melancolía que produce ver la belleza. La desolación que trae a un mundo donde no debería estar, pues vivimos en el infierno y no en el paraíso.
Marcho entonces a una sala cercana.
Allí en la onbscuridad, iluminada a la perefección. Sóla, puesto que aunque esté rodeada de otras estatuas, su perfección las aplasta, está la Venus de Ammanati.
Ensimismada. Sin prestar atención a los mortales. Desnuda, pero segura de sí misma, puesto que su propia perfección la protege, como un escudo que nos impide acercarnos.
Un sueño, una aparición. Lo inalcanzable. Lo imposible.
No es real, así lo dice el verde del bronce. No es real, pero su piel es tan suave como la de una mujer de las caminan a mi lado, de las que se detienen un instante y vuelven a marcharse. No es real, pero tengo la impresión de que el metal hecho carne cedería a mi presión si lo tocara.
No es real, puesto que como todas las estatuas no tiene mirada, pero bajo su piel se tensan los músculos y su movimiento eternamente detenido parece ir a reanudarse en cualquier instante.
Entonces entiendo porque Pigmalion se enamoro de Galatea, aunque fuera una estatua fría e inerte.
Entonces lamento que ya no existan los dioses que puedan conceder esos deseos.
If anything is sacred the human body is sacred.
martes, 6 de septiembre de 2005
Reading Whitman (y 3)
The wife - and she is not one jot less than the husband,
the daughter - and she is just as good as the son,
the mother - and she is every bit as much as the father.
El poeta universal.
Aquél que ha visto todo, conocido todo, experimentado todo.
Aquél que no puede renunciar a nada, ni prescindir de nada.
Aquél que incorpora todo en sí. Que lo acumula y mezcla, que deja que fermente y se transforme, hasta que se conviete en propio.
Aquél a quíen es imposible no llegar a la idea de igualdad. Puesto que es evidente. Puesto que no es producto de una necesidad política, ni de una ideología impuesta. Ni necesita de aspavientos, ni de grandes declaraciones.
Sino que es algo tan normal como quedarse dormido o levantarse. Como respirar o tener sed o tener hambre.
Porque cada persona es igual de importante, cada persona alberga un tesoro en sí, cada persona puede enseñarnos lo que no sabemos que desconocemos, abrirnos nuevos caminos.
Sin importar cual sea su sex, o su origen, o su suerte, o su posición.
We consider the bibles and religion divine... I do not say that they are not divine
I say that they have all grown of you and may grow out of you still
It is not them who gave life, it is you who give the life.
Leaves are not more shed from the trees or trees from the earth than they are shed of you.
Y de la misma manera, puesto que la persona, el individuo, es lo primero, el resto, sus creaciones, sus instituciones, sus ideologías, sus reliones, son secundarios.
Importantes en tanto que le sirven, desechables en cuanto intentan dominarle.
Grandes, perfectas, hermosas, puesto que proceden de seres que llevan inscritos en sí esa grandeza, esa perfección, esa hermosura.
Odiosas, detestables, podridas, en cuanto olvidan, y quieren hacer olvidar a los hombres, que no son más que productos, consecuencias, herramientas. Que de ellas no puede surgir nada que no estuviera ya en los hombres que creen en su existencia, que por sí solas son incapaces de crear.
Que abandonadas a sí mismas, desprovistas de los hombres que las trajeron a este mundo, perdido de vista su finalidad, que es esos mismos hombres que las produjeron, sólo saben destruir, corromper, aniquilar.
Ninguna se salva. Ninguna. A pesar de sus protestas de santidad, de perfección y de bondad. Todas siguen el mismo camino, si olvidan a los hombres, pero no a esa abstracción que llamamos "hombre", "humanidad", si no a cada hombre, a cada pequeño individuo que nunca llegara a alcanzar la gloria, que sólo aspira a construir un poco de orden y de belleza en el breve espacio que le queda hasta la muerte.
Y así desconfío, casi como Whitman, de todas las grandes palabras, de todas las grandes ideas.
Porque la mayoría, todas en realidad, no son más monstruos, creados por nosotros mismos, alimentándose de nosotros.
the daughter - and she is just as good as the son,
the mother - and she is every bit as much as the father.
El poeta universal.
Aquél que ha visto todo, conocido todo, experimentado todo.
Aquél que no puede renunciar a nada, ni prescindir de nada.
Aquél que incorpora todo en sí. Que lo acumula y mezcla, que deja que fermente y se transforme, hasta que se conviete en propio.
Aquél a quíen es imposible no llegar a la idea de igualdad. Puesto que es evidente. Puesto que no es producto de una necesidad política, ni de una ideología impuesta. Ni necesita de aspavientos, ni de grandes declaraciones.
Sino que es algo tan normal como quedarse dormido o levantarse. Como respirar o tener sed o tener hambre.
Porque cada persona es igual de importante, cada persona alberga un tesoro en sí, cada persona puede enseñarnos lo que no sabemos que desconocemos, abrirnos nuevos caminos.
Sin importar cual sea su sex, o su origen, o su suerte, o su posición.
We consider the bibles and religion divine... I do not say that they are not divine
I say that they have all grown of you and may grow out of you still
It is not them who gave life, it is you who give the life.
Leaves are not more shed from the trees or trees from the earth than they are shed of you.
Y de la misma manera, puesto que la persona, el individuo, es lo primero, el resto, sus creaciones, sus instituciones, sus ideologías, sus reliones, son secundarios.
Importantes en tanto que le sirven, desechables en cuanto intentan dominarle.
Grandes, perfectas, hermosas, puesto que proceden de seres que llevan inscritos en sí esa grandeza, esa perfección, esa hermosura.
Odiosas, detestables, podridas, en cuanto olvidan, y quieren hacer olvidar a los hombres, que no son más que productos, consecuencias, herramientas. Que de ellas no puede surgir nada que no estuviera ya en los hombres que creen en su existencia, que por sí solas son incapaces de crear.
Que abandonadas a sí mismas, desprovistas de los hombres que las trajeron a este mundo, perdido de vista su finalidad, que es esos mismos hombres que las produjeron, sólo saben destruir, corromper, aniquilar.
Ninguna se salva. Ninguna. A pesar de sus protestas de santidad, de perfección y de bondad. Todas siguen el mismo camino, si olvidan a los hombres, pero no a esa abstracción que llamamos "hombre", "humanidad", si no a cada hombre, a cada pequeño individuo que nunca llegara a alcanzar la gloria, que sólo aspira a construir un poco de orden y de belleza en el breve espacio que le queda hasta la muerte.
Y así desconfío, casi como Whitman, de todas las grandes palabras, de todas las grandes ideas.
Porque la mayoría, todas en realidad, no son más monstruos, creados por nosotros mismos, alimentándose de nosotros.
viernes, 2 de septiembre de 2005
Reading Whitman (y 2)
Why what have you thought of yourself?
Is it you then than thought yourself less?
Is it you than thought the president greater than you? or the rich better than you? or the educated wiser than you?
El poeta de la democracia.
No, me equivoco, el poeta del hombre corriente. El único que puede aspirar a ese título.
¿Cómo es nuestra sociedad?
Tenemos que tener más de todo. Más dinero, una casa mayor, un coche más potente, el último artilugio tecnológico. Tenermos que tener más DVDs que el vecino, más libros, más amantes, más viajes que anotar en la libreta. Nuestras borracheras tienes que ser mayores, nuestros polvos más largos e intenso.
Si no actuamos así, si no imitamos y superamos a los demás, no somos nadie.
Y todo esto tiene que hacerse a la carrera. En eterna competición con los demás, apartándolos violentamente, pisoteándolos. Aunque nos falte el aliento, aunque se nos doblen las piernas de cansancio, aunque todo sea sepulcro y muerte.
No hay otra forma de vivir se nos dice. Así lo claman las figuras, los fantasmas que pueblan las pantallas de televisión, las imágenes que se asoman a las páginas de revistas y periódicos.
Tenéis que ser como yo, que he triunfado, que he vencido en la carrera, que domino y poseo el mundo, al que se dirigen todas las miradas, todos los objetivos, aunque sólo sea por un segundo. Yo soy vuestro modelo. Yo soy mejor que todos vosotros. Lo he sido desde siempre. Y aquél que no consiga llegar a donde yo estoy no merece la vida, no merece llamarse ser humano.
Así lo corrobora la multitud de aduladores, contertulios, articulistas, comentaristas, locutores, presentadores, filósofos, pensadores, artistas, cineastas,intelectuales, todos con la mismas voz, todos cantando la misma canción, todos creyéndose originales y distintos.
¡Gloria al gran hombre! ¡Gloria al triunfador! ¡Gloria a aquel cuyo triunfo se levanta sobre el fracaso de otros!
Queda la voz de Whitman.
Queda su voz tranquila, placida y reposada, pero suficiente para acallar la de los que gritan porque no tienen ideas, puesto que sólo así logran convencer a los demás.
Es el hombre corriente el auténtico héroe, el auténtico triunfador. No el político, no el cantante, no el famoso, no el deportista, no el piloto, no el aventurero, sino aquel que día tras día tiene que levantarse temprrano, perder su vida en un trabajo que odia, sacrificarse, marchitarse...y todo eso sin queja alguna.
Esas son las gentes que deben ser cantadas y ensalzadas. Los olvidados. Los ofendidos. Los humillados.
Y Whitman es su poeta.
El que canta la belleza de sus vidas. La grandeza y la perfección de sus actividades. Del despertar a un nuevo día, del acostarse rendido y entregarse al sueño. Del vestirse y arreglarse, del lavarse y acicalarse, del marchar y del volver al trabajo. De todos los actos cotidianos, repetidos una y otra vez, aparentemente sin sentido, pero más grandes que cualquier acto de voluntad ostentoso de los falsos grandes hombres.
Y por encima de todo, el milagro constante que supone este mundo, el milagro que supone que haya atardeceres y amanaceres, que la luna ascienda, que las estrellas se enciendan, que el viento sople y que las nubes cubran el cielo, que las olas rompan en la orilla y que la marea nunca falte a la cita.
Que haya que nacer, y que haya que morir, que el sueño nos libere de nuestros afanes, que tengamos un cuerpo y que éste nos lleve a amar a otro cuerpo, tan diferente y tan igual al mismo tiempo.
O que simplemente esta carne y estos huesos, esta finitud, esta insignificancia que somos, nos permita gozar de la maravilla de este mundo.
Que nosotros mismos seamos una maravilla más.
Is it you then than thought yourself less?
Is it you than thought the president greater than you? or the rich better than you? or the educated wiser than you?
El poeta de la democracia.
No, me equivoco, el poeta del hombre corriente. El único que puede aspirar a ese título.
¿Cómo es nuestra sociedad?
Tenemos que tener más de todo. Más dinero, una casa mayor, un coche más potente, el último artilugio tecnológico. Tenermos que tener más DVDs que el vecino, más libros, más amantes, más viajes que anotar en la libreta. Nuestras borracheras tienes que ser mayores, nuestros polvos más largos e intenso.
Si no actuamos así, si no imitamos y superamos a los demás, no somos nadie.
Y todo esto tiene que hacerse a la carrera. En eterna competición con los demás, apartándolos violentamente, pisoteándolos. Aunque nos falte el aliento, aunque se nos doblen las piernas de cansancio, aunque todo sea sepulcro y muerte.
No hay otra forma de vivir se nos dice. Así lo claman las figuras, los fantasmas que pueblan las pantallas de televisión, las imágenes que se asoman a las páginas de revistas y periódicos.
Tenéis que ser como yo, que he triunfado, que he vencido en la carrera, que domino y poseo el mundo, al que se dirigen todas las miradas, todos los objetivos, aunque sólo sea por un segundo. Yo soy vuestro modelo. Yo soy mejor que todos vosotros. Lo he sido desde siempre. Y aquél que no consiga llegar a donde yo estoy no merece la vida, no merece llamarse ser humano.
Así lo corrobora la multitud de aduladores, contertulios, articulistas, comentaristas, locutores, presentadores, filósofos, pensadores, artistas, cineastas,intelectuales, todos con la mismas voz, todos cantando la misma canción, todos creyéndose originales y distintos.
¡Gloria al gran hombre! ¡Gloria al triunfador! ¡Gloria a aquel cuyo triunfo se levanta sobre el fracaso de otros!
Queda la voz de Whitman.
Queda su voz tranquila, placida y reposada, pero suficiente para acallar la de los que gritan porque no tienen ideas, puesto que sólo así logran convencer a los demás.
Es el hombre corriente el auténtico héroe, el auténtico triunfador. No el político, no el cantante, no el famoso, no el deportista, no el piloto, no el aventurero, sino aquel que día tras día tiene que levantarse temprrano, perder su vida en un trabajo que odia, sacrificarse, marchitarse...y todo eso sin queja alguna.
Esas son las gentes que deben ser cantadas y ensalzadas. Los olvidados. Los ofendidos. Los humillados.
Y Whitman es su poeta.
El que canta la belleza de sus vidas. La grandeza y la perfección de sus actividades. Del despertar a un nuevo día, del acostarse rendido y entregarse al sueño. Del vestirse y arreglarse, del lavarse y acicalarse, del marchar y del volver al trabajo. De todos los actos cotidianos, repetidos una y otra vez, aparentemente sin sentido, pero más grandes que cualquier acto de voluntad ostentoso de los falsos grandes hombres.
Y por encima de todo, el milagro constante que supone este mundo, el milagro que supone que haya atardeceres y amanaceres, que la luna ascienda, que las estrellas se enciendan, que el viento sople y que las nubes cubran el cielo, que las olas rompan en la orilla y que la marea nunca falte a la cita.
Que haya que nacer, y que haya que morir, que el sueño nos libere de nuestros afanes, que tengamos un cuerpo y que éste nos lleve a amar a otro cuerpo, tan diferente y tan igual al mismo tiempo.
O que simplemente esta carne y estos huesos, esta finitud, esta insignificancia que somos, nos permita gozar de la maravilla de este mundo.
Que nosotros mismos seamos una maravilla más.