martes, 29 de noviembre de 2011

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A veces he contado como esta fiebre del cine me vino en el otoño de 1982 - va ya para 30 años - cuando descubrí The River de Jan Renoir, Tokyo Monogatari de Ozu Yasuhiro, Chikamatsu Monogatari de Mizoguchi Kenji y Chimes at Midnignt de Orson Welles. Por descontado, esta epifanía era producto de la programación televisiva de la época - sí, eso lo echaban en primetime - y responde a un canon con unas cordenadas histórico temporales muy precisas, las propuestas por el Cahiers du Cinéma en los 50/60 y que eran sagradas hacia los 80, aunque ya empezasen a cuartearse.

También por descontado, esta revelación no es privativa mía, sino que cualquier aficionado la ha experimentado, aunque en el caso de los más jóvenes por lo que me consta, el único nombre que figuraría en ambas sería seguramente el de Ozu, mientras que el resto habrían sido substituidos por otros directores, bien franceses, bien mucho modernos.... lo cual no quiere decir otra cosa sino que los tiempos cambian y unos espectadores son substituidos por otros, por hablar en obviedades.

En cualquier caso, ese otoño sería prolijo en grandes obras de otros directores - Lang y su Fury-  y unos cuantos más Mizoguchis y Welles, lo cual no haría otra cosa que cimentar mi admiración por ambos directores. En el caso de Welles, mi segundo encuentro fue con Touch of Evil, obra que me pareció el epítome de su estilo, un ejemplo perfecto de lo que un autor en plena posesión de sus facultades era capaz de conseguir, ese barroquismo que no sólo se manifestaba en encuadres de vertiginosa profundidad, sino que jugaba con una cámara en perpetuo y constante movimiento, unido a un montaje que saltaba sin descanso de un ángulo a otro, intercalando múltiples acciones paralelas para luego sorprendernos con larguísimas escenas rodadas con una sola toma. Un estilo copiado una y otra vez por los directores posteriores de Hollywood, a pesar de que Welles fuera considerado como un autor maldito, el ejemplo de lo que no se debía ser en ningún caso, pero que mientras que en estos directores el resultado ese modo de rodar no pasaba de ser una pila de escenas y efectos sin sentido ni relación alguna, en Welles se convertitía en un organismo coherente y lleno de vida.

¿o no era así?

El caso es que cuando uno es joven, cuando uno disfruta de esa mezcla gloriosa y embriagadora de ignorancia absoluta y capacidad no menos absoluta de enamorarse, el objeto de nuestras atenciones no puede parecernos otra cosa que perfecto. Es más tarde, cuando el tiempo pasa, nuestro conocimiento profundiza y el hastio se hace habitual, cuando empezamos a descubrir los defectos del objeto amado. Así ocurre que pocos objetos artísticos se conservan en el estado en el que salieron de las manos de su creador, regla general que es tanto más valida cuando más antigua es una obra y más dependiente del encargo de un comitente, que quiere amortizar lo que ha gastado en ese producto o simplemente asegurarse de que responde a sus deseos.

Por estas razones, Touch of Evil, una de las obras maestras indiscutibles de Welles no lo es en absoluto, en una de esas hermosas paradojas que tanto abundan en el cine. La Universal, partiendo de la versión entregada por el director, metió la tijera, encargo que se filmaran nuevas escenas, remonto y remezclo todo, para  crear creo no una, sino dos versiones, una preview de 109 minutos de duración que no les convenció y otra de 96 minutos que se convirtió en la "definitiva". Welles respondería a este sacrilegio con un memorandum en el que intentaba llegar a una solución de compromiso.

Debido a esto, durante décadas enteras, público y crítica vio una versión mutilada de la obra de Welles, la comercial, sobre la que se construyeron multitud de edificios críticos, que luego fue substituida sin aviso, en los 70 por la "preview", para terminar con una reconstrucción que utilizaba elementos de ambas versiones y que intentaba seguir las indicaciones de Welles, para aproximarse en lo posible a la visión del artista.

Todo concluido ¿no es cierto?

No, porque en primer lugar tenemos versiones de la película en dos formatos distintos 1,37:1 y 1,85:1, pero no sabemos qué formato prefería el director (aparte de que Welles no era especial fan del cinemascope, como demuestra su uso de cierta frase comúnmente atribuida a Fritz Lang sobre entierros y serpientes), y de hecho parece haber sido rodada para ser válida en ambos formatos, como puede apreciarse en las capturas que inician la entrada. Es más,  partiendo del visionado, sigue siendo imposible saber qué escenas fueron rodadas por otra mano, a menos que se revise el propio memorandum de Welles, el cual puede deparar varias sorpresas, ya que al haberse perdido la versión de Welles, cualquier reconstrucción no puede hacer otra cosa que recurrir a esos añadidos para evitar huecos en la narración.

Y por último, durante muchos años se afirmo y se repitió hasta la saciedad que el héroe de la narración era Jack Quinlan, el policía  interpretado por Welles, que se inventa las pruebas de los casos en los que participa, y cuya caída es provocada por la llegada del funcionario mejicano Vargas, interpretado por Chartlon Heston, que descubre accidentalmente sus tejemanejes. Una glorificación que llega al extremo de que muchos críticos los consideraban como un héroe moderno, alguien por encima del bien y del mal que sólo merecía nuestra admiración y que estaba muy por encima de nuestros mezquinos juicios..

En la edición reciente de The Masters of Cinema Eureka, que ha servido de excusa a esta entrada, se puede descubrir como se gesto esa consideración crítica, especialmente por obra de Truffaut - el cual parece no haber visto la película, dados los errores que comete - y de Bazin, ambos intentando justificar con razonamientos lo que no se puede calificar de otra manera que enamoramiento hacia el personaje de Quinlan. Postura crítica a la que Welles replica brillantemente en una entrevista con el mismo Bazin  y de la cual no puedo evitar incluir una cita textual.

Quinlan does not so much want to bring the guilty to justice, as to murder them in the name of law, and that's a fascist argument, a totalitarian argument contrary to the tradition of human law and justice such as I understand it. So, for me, Quinlan is the incarnation of everything I'm fighting against, pollitically and morally speaking.


lunes, 28 de noviembre de 2011

The TDS Files (XXIV): Los Rojos y los Blancos. Miklos Jancsó

La edad y la memoria suelen jugarnos bastantes malas pasadas. Cuando uno es joven, piensa que recordará todo, pero cualquier cinéfilo con bastantes años a las espaldas conoce ese extraño sentimiento llamado redescubrimiento, el encontrarse repentinamente con obras y autores a los que había admirado décadas atras pero cuyo recuerdo se había desvanecido completamente.

En mi caso, ése fenómeno, la repentina iluminación al darse cuenta de que aquello era ya conocido, junto con la alegría que conlleva, me ocurrió en el caso de Raoul Servais, de Robert Bresson y en el caso de este director húngaro al que se dedica el artículo, Miklos Jancsó (y hay otro húngaro más del que ví un par de películas siendo joven, pero cuyo nombre y obra se me escapan por completo). El Jancsó del que oí hablar en mi juventud era un director difícil, hermético y complicado, pero capaz de transitar por terrenos desconocidos lo cual convertía sus obras en especialmente valiosas y recompensadoras para el aficionado.

Mi (re)encuentro ya en edad madura con su obra no me defraudó, al contrario, pronto se convirtió en una de las estrellas de mi panteón personal. De esa admiración, aumentada por el redescubrimiento, es producto este artículo. Lástima que las capturas se perdieran con la rotura de mi disco duro y haya tenido que tirar de copia expurgada.

En fin, aquí les dejo con él... y recuerden, con este artículo se cierra mi gran época como comentador de películas, época que coincidió con el ascenso y caída de Tren de Sombras.



Los Rojos y Los Blancos, Miklos Jancsó


Preguntas

Hace no mucho tiempo, con motivo de la película A history of Violence (Cronenberg, 2005), se planteó la, al entender de muchos, acuciante pregunta de “¿Cómo es que un hombre normal se convierte en una bestia?” seguida por la de “¿Cómo se puede seguir amando a alguien que hace esos actos infames?” y se aplaudió la valentía del maestro del fantástico por mostrar la génesis, desarrollo y conclusión de la brutalidad. Los que llevamos cierto tiempo viendo cine no pudimos por menos que sentir cierto cansancio (Abraracurcix-like), ya que, desde que aparentemente cayeron las últimas barreras censoras a finales de los sesenta, periódicamente aparece un filme con esas pretensiones e intenciones, como fue el caso de Straw Dogs (Sam Peckinpah, 1971). Unas obras en las que se promete realizar un profundo análisis de las razones de la violencia y que, por el contrario, frecuentemente se quedan en un simple espectáculo voyeurista, donde se hilvanan una serie de escenas fuertes propias del más rancio horror serie B, aunque rodadas con un mejor aparato de producción, eso sí.

Sin embargo, a mi entender el debate está mal enfocado. La cuestión no es cómo un hombre se convierte en una bestia. Rutinariamente, los telediarios nos lo muestran todos los días, personas decentes, amantes de sus hijos, respetuosos con sus cónyuges, incapaces de hacer daño a un animal, se entregan a la matanza y exterminio de sus enemigos, sin que ninguna duda moral les asalte. Estas conductas no suponen censura alguna en sus respectivas sociedades, sino que por el contrario son jaleadas y aclamadas oficialmente, recogidas en la historia y el mito, celebradas en monumentos, obras literarias y fechas señaladas del calendario... donde sólo importan los muertos de uno de los bandos. El nuestro, por supuesto.

La película de Jancksó que comento, no se plantea ninguna de las preguntas triviales a las que me refería anteriormente. La violencia que llena la película de principio a fin, las decenas de ejecuciones, a bayoneta, a pistola, a fusil, a granada, a ametralladora, a arpón, no reciben ninguna explicación, ninguna justificación. Simplemente ocurren. Son algo natural en un mundo en guerra, donde unos hombres obedecen las órdenes de matar a otros hombres y, más tarde, esos mismos hombres obedecen las órdenes de sus verdugos, sin que en ningún momento asome la duda, puesto que se trata de una mera cuestión de supervivencia personal... aunque sea sólo por unos segundos más.

Matar es lo que toca hacer, simplemente. Y ahí puede que sea donde está precisamente la raíz de la tragedia. En que es algo que todos, llegado el caso, haremos igualmente, con la misma indiferencia, con la misma tranquilidad con que se representa en esta cinta.

Historia

Con demasiada frecuencia los españoles tendemos a dramatizar en exceso nuestra guerra civil, el breve periodo de guerra y represión que ocupó el final de los años 30 y los años 40. Como país que ha vivido la edad contemporánea de espaldas a Europa, tendemos a olvidar que la historia también transcurrió fuera de nuestras cuatro paredes.

Así por ejemplo, no reparamos en que el núcleo de Occidente, Gran Bretaña, Francia, Alemania e Italia, perdió en dos ocasiones, 1914-1918 y 1939-1945, una generación entera, la de sus jóvenes de apenas veinte años, o que esa catástrofe nacional es leve comparada con la que asoló Europa Oriental. Ciudades como Lvov, en la actual Ucrania, durante el periodo 1914-1945, fueron ocupadas por el ejército austriaco, el ejército zarista, el ejército imperial alemán, el ejército polaco, el ejército rojo, de nuevo el ejército polaco, de nuevo el ejército rojo, las tropas nazis y por último otra vez por el ejército rojo. Conquistas que cada vez eran más  destructivas, como corresponde al avance de las técnicas bélicas, y tras las cuales una parte de su población era exterminada, por pertenecer y representar al otro bando. La terrible perversión de las guerras ideológicas, libradas por la población entera de un país, y en las que no puede haber inocentes o neutrales.

Jancksó, un cineasta preocupado por la historia y por su interpretación, nos lleva a 1919, a plena guerra civil rusa entre rojos y blancos, tras el triunfo de la revolución de Octubre y el final de la primera guerra mundial. Sin embargo, su visión de la historia no es la que podría suponerse. No se trata, como se hace tan a menudo en el cine comercial y no tan comercial actual, de narrar un punto determinante de la historia, aparentemente simulando las técnicas del reportaje en directo y ajustándose a una supuesta verdad inamovible, de manera que la secuencia de eventos presentada sea perfectamente inteligible y reconstruible por el espectador, el cual pueda irse luego a casa satisfecho por “haber aprendido historia”, mejor dicho, “por haber experimentado la historia tal y como fue en realidad”.

En Los rojos y los blancos, el lugar donde los hechos ocurren, el tiempo incluso, se deja deliberadamente en la obscuridad, excepto por las vagas referencias a Rusia y a 1919. El desarrollo de las operaciones militares, el curso de la guerra, no es narrado en ningún momento. El espectador, al igual que los protagonistas, desconoce quién está ganando o quién está perdiendo, qué lugares de esa geografía imprecisas son importantes para el ataque o la defensa y cuáles no. La línea del frente, en esa guerra librada en las estepas, se convierte en algo inexistente, frágil y permeable, la retaguardia en un lugar peligroso, donde en cualquier momento el enemigo puede irrumpir, trayendo la derrota y la muerte. Un espacio y un tiempo, de confusión, de incertidumbre, donde no hay lugares seguros a los que retirarse, ni futuro u hogar que espere.

El interés de Jancksó, como queda claro, no está en el relato de hazañas bélicas, sino en algo mucho más sutil. Por una parte, la película nos muestra la guerra como combatida por gentes de multitud de patrias e idiomas. Durante la primera guerra mundial, el ejército zarista había hecho un buen número de prisioneros enemigos, alemanes, austriacos, checos, húngaros, gentes del bando enemigo, que en buena parte seguían en campos de concentración cuando estalló la guerra civil rusa y que fueron reclutados por ambos bandos en conflicto. No hubo muchos que se negaran, puesto que permanecer en los campos en medio de una guerra civil, suponía la muerte segura por inanición, así que en su mayoría los prisioneros se unieron al primero que vino a ofrecerles ropa y comida.

De esta manera, en el film de Jancksó, la guerra civil rusa se convierte en una guerra civil europea, un conflicto en la amplia lista de guerras ideológicas que, como las guerras de religión de siglos anteriores, asolaron Europa entre 1914 y 1945, y a las que sólo la bomba atómica impidió que continuaran en los 50 y más allá. Con una importante diferencia, y he aquí el segundo punto insinuado por el director, los hombres que libran esta guerra civil olvidada en un lugar también olvidado no lo hacen por convencimiento ideológico. Excepto algunos de sus mandos, que sí están convencidos de la justicia de su causa, la mayoría combaten por mera supervivencia, lo que hace aún más terrible que, al ser capturados por el enemigo, sean consignados a la muerte sin posibilidad de salvación o redención.

Unas ejecuciones absurdas porque la militancia en un bando o en otro de los condenados responde simplemente al azar.

Estilo

No menos peculiar es el estilo fílmico de Jancksó. Rodada en 2,35:1, en un más que sobrio blanco y negro, cualquier otro cineasta hubiera intentado aprovechar el amplio formato para incluir en él la mayor información posible, para así, como parecería propio y necesario, compilar una lección de historia aún más completa.

Sin embargo, ya he señalado que Jancksó no pretende dar una lección de historia. Su objetivo es narrar el vagabundeo, sin posibilidad de escape, a través de la tierra de nadie que separa ambos bandos, de los húngaros prisioneros de los rusos y enrolados en el ejército rojo, mientras tratan de evitar a las unidades blancas que les persiguen. Un camino por tanto, lleno de peligros, donde ninguna ruta es segura, donde la decisión más inocente puede ser la última, la que preceda a la muerte

El estilo de cámara de Jancksó refleja a la perfección esta incertidumbre. En cualquier momento, fuera de campo puede ocurrir algo que cambie la situación por entero, como la llegada del ejército enemigo, y que sólo podremos anticipar por las expresiones de los personajes que pueden verlo, antes de que irrumpa en la pantalla. En otros, un simple e inocente movimiento de cámara puede descubrirnos la ruta cerrada que impide la huida de los fugitivos. Un movimiento de cámara que llamo inocente, porque no está pensado para que el espectador descubra lo que ocurre antes que los personajes, como podría ser el caso en la tan habitual praxis del suspense, sino que es la cámara, al seguir la mirada de los personajes o su movimiento a lo largo del plano, la que se topa con el obstáculo al mismo tiempo que ellos.

En todo momento, por tanto, el espectador se siente en tensión, como uno más de los combatientes que no sabe lo que se va a encontrar al dar la vuelta a la próxima esquina. Una sensación de estar prisionero, de angustia y asfixia que, como sólo un gran maestro sabe hacer, se consigue a pesar del amplísimo formato, a pesar de la llanura húngara, en la que nada impide la visión, a pesar de los lentos, medidos, elegantes y suntuosos movimientos de cámara que recorren y describen el espacio (casi podría hacerse un croquis detallado de los diferentes espacios escénicos y de las rutas de los personajes). Una cámara siempre en movimiento que, como ya he dicho, no anticipa lo que va a ocurrir a continuación, como haría un director efectista, sino que obedece a necesidades internas de lo que se ve/ocurre/experimente en el plano. Una cinematografía que tampoco cierra el plano para crear una falsa claustrofobia, impidiéndonos ver lo que está sucediendo alrededor, como haría un director preciosista, ni se aparta del estricto y sobrio plano general para saltar al primer plano y resaltar lo que un personaje siente y experimenta, como haría un director más sentimental y apasionado.
Para conseguir este efecto de miedo, de inseguridad, de incertidumbre, simplemente basta con que la cámara, al igual que haría un espectador inmerso en la escena, se deje seducir por un elemento nuevo que acaba de entrar en campo o un movimiento casual que la cámara ha descubierto. Una distracción que puede convertirse en un imprudencia mortal porque hace olvidar a personajes y espectador que otros sucesos más importantes, y mortíferos, pueden estar teniendo lugar justo a nuestro lado.

Como realmente ocurre en la vida, cuyo curso creemos controlar y dominar, pero en la que sólo somos prisioneros y esclavos del azar.

Erotismo frío

Una de las características de la escuela pictórica de Fontainebleu, allá por el siglo XVI, era el erotismo frío, la representación de las escenas eróticas de manera que dejasen de serlo, por rechazar la intervención del espectador o simplemente por que su plasmación o su estilo no eran los esperados en un material de ese tipo.

No muy distinta es la mirada de Jancksó.

Vivimos en un tiempo donde el estilo del cine porno y el del horror serie B han sido asumidos como rasgos culturales definitorios por público culto y cineastas respetados,  un tiempo donde el compromiso y la importancia de una película se mide en el número de brutalidades por segundo y las (posibles) salpicaduras que recibiría el espectador dada la proximidad de la cámara, un tiempo, en definitiva, donde la forma de narrar elegida por Jancksó para ese contenido merece, más que nunca, el honor de ser descrita como erotismo frío.

El primer rasgo que llama la atención en la película es que no hay protagonistas. Mejor dicho, no hay personajes, con un nombre que los identifique, con un pasado, un presente y un futuro, una  historia  que contar al espectador y con la que podamos identificarnos. Los primeros minutos de la película son voluntariamente confusos, no porque no podamos seguir la historia que se nos cuenta, sino porque los actores aparecen y desaparecen, entran y salen del plano continuamente, la cámara los encuentra y acto seguido los abandona, sin darnos tiempo a conocerlos, sin que podamos decidir quienes serán, en ese ambiente de asesinato organizado, de burocracia del exterminio, los que van a continuar con nosotros hasta el final de la película. Una confusión que se convierte en tragedia cuando, a medida que avanza la película, empezamos a reconocer rostros, a descubrir que ya habíamos visto esa cara antes, que ese personaje ha sobrevivido a tal o cual peligro, para que, sin que lo esperemos, proceda a morir ante nuestros ojos.

Déjese un instante de lado el cómo se plasman esas muertes. Esta confusión, estos personajes que aparecen, desaparecen y vuelven a aparecer, para morir inmediatamente, es otra decisión estética sabía y meditada de Jancksó. Un ejemplo claro de un estilo que se adapta al contenido y, a pesar de eso, lo hace suyo, algo impensable en el cine pirotécnico de hoy en día.

He dicho con anterioridad como la historia transcurre en una tierra de nadie en medio de la estepa, un espacio donde no hay líneas de frente definidas, donde la retaguardia se convierte repentinamente en vanguardia, la seguridad en muerte, el refugio en matadero. Así ocurre que, en ese mundo, cualquier contacto entre seres humanos es forzosamente pasajero, una bala puede acabar en cualquier instante con una de las dos personas, razón por la que no tiene sentido entablar la amistad con los que te rodean o intentar establecer algún tipo de relaciones. Ésa es la forma en que los diferentes personajes ven su mundo, y así es también como Jancksó nos fuerza a mirarlo, con desapego e indiferencia, con una desensibilización creciente, enseñada y aprendida a medida que nos adentramos en la historia narrada, al igual que la aprenden los mismos soldados, obligados a acostumbrarse a matar y asesinar si no quieren morir ellos mismos.

Desensibilización que se extiende al modo en que se muestra la muerte de los personajes, tanto conocidos como anónimos. Al contrario que el cine actual en que cada homicidio se supone que debe traumatizar al espectador y forzarle a tomar no se sabe qué postura política, en la película de Jancksó cada homicidio es presentado de forma sumaria y burocrática, como algo normal y natural, algo que se realiza todos los días, sin que se piense más en ello, ni por supuesto quite el sueño. Así se nos muestra a  nosotros, los espectadores, porque así es para los personajes. En el tiempo en que se narra la historia, la guerra lleva ya cinco años de duración, todas y cada una de las personas que aparecen en la película, todos sin excepción, han visto morir a seres humanos a su lado, son supervivientes de piel y corazón endurecidos, para los que matar y morir es como vestirse por la mañana, un hábito natural y cotidiano, algo sin lo que seguramente no sabrían ya concebir sus vidas, una tarea que realizan con profesionalidad y eficiencia, con cierto desapego, sin ningún placer, como los expertos que son.

Porque ése tiempo, ese lugar, es un tiempo y un lugar donde la vida humana no tiene ninguna importancia.

Ambigüedad

Esta frialdad, esta cotidianeidad, esa vulgaridad incluso, de la muerte y del exterminio se extiende al mensaje de la película. En puridad, una producción húngaro-soviética de estos años, basada en uno de los mitos fundacionales de la URSS y del comunismo internacional, debería haberse convertido en un vehículo propagandístico más, en una obra que cantase el heroísmo y las excelencias de los rojos frente a la corrupción y bestialidad de los blancos.

Sin embargo no es así, los actos de brutalidad se reparten casi (y ése casi es el impuesto por la censura, obviamente) equitativamente entre ambos bandos, así como los raros actos de abnegación, hasta tal punto que varias veces la misma persona se nos muestra capaz de cometer actos heroicos y viles, dependiendo de la situación. El oficial zarista que ha ordenado sin pestañear la ejecución de los prisioneros rojos ordenará el fusilamiento de otro oficial que ha abusado de la población civil. Una enfermera intentará salvar a un guardia rojo arriesgando su vida, pero luego, cuando los blancos amenacen con fusilar a su superior jerárquico, delatará a los enfermos del bando rojo. El oficial rojo que ha impedido el fusilamiento de sus soldados tras huir ante el enemigo, no vacilará en ordenar la ejecución de esa misma enfermera a pesar de la oposición del resto de su unidad... y así y así ejemplo tras ejemplo, hasta que nada sea ya seguro, ni siquiera nuestras propias convicciones, como es propio de esa tierra de nadie, ese infierno en la tierra, en el que están encerrados y vagan los personajes.

O como, en la que constituye quizás la única escena lírica de la cinta, la secuencia en que un oficial zarista manda traer las enfermeras del hospital y las hace bailar ante sí con trajes de fiesta... para inmediatamente enviarlas de vuelta al hospital, puesto que son reflejo de un mundo que ya no existe, un mundo al que, nosotros, espectadores de muchos decenios después, conocedores del resultado de la historia, sabemos que ese hombre no podrá volver jamás.

Heroísmo

Puede parece extraño que cierre esta crónica hablando del heroísmo. En ciertos momentos, como ya he apuntado, aparece fugazmente, para desaparecer inmediatamente, hasta que en los últimos instantes llena la pantalla y la película, en un efecto devastador, amplificado por esa misma ausencia en la hora y cuarto anterior.

Sin embargo, este heroísmo es de otra calidad, de otra materia, al que nos tienen acostumbrados en el cine “normal”. El heroísmo con que finaliza la película de Jancksó es el heroísmo real. El que rompe los esquemas mentales de aquél que lo presencia y le conmueve profundamente, simplemente porque no tiene ningún sentido ni admite explicación, puesto que de esas acciones heroicas no va a derivarse nada, ni conseguirse nada, mucho menos la victoria. Un heroísmo que se lleva a cabo simplemente porque se sabe única vía que queda cuando se tiene la certeza de la muerte, y se convierte en la única forma decente de enfrentarse a ella.
Y así, sin esperanzas, sin uniformes, cantando la internacional, los supervivientes de la unidad del ejército rojo marchan al encuentro del enemigo que les supera en número, sabedores de que ninguno habrá de sobrevivir al combate.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Memento Mortis

















Hace unas semanas y en cuando se emitió originalmente, había dedicado sendas entrada a una de las grandes series de anime de la primera década del siglo XXI, Casshern Sins, ese remake en serio producido en 2008 por Madhouse de una serie de los años 70, Casshern, cuyo único valor actual es el sentimental... para aquellos que lo hayan visto, claro.

En ambas ocasiones señalé, o creí señalar, la singularidad de esa serie con respecto al común de series, especialmente en los últimos tiempos. Desde un principio, esta serie parecía dedicada a un público más maduro y con mayor amplitud de miras que el representado por el perfil caricaturesco del Otaku,ese joven que vive encerrado en su casa, sin contacto con otras personas, ni menos sus mujeres, y que vuelca sus frustraciones en un mundo imaginario donde sus distorsionadas fantasías se hacen realidad (más o menos lo que hacemos todos, en mayor o menor medida, con mayor o menor justificación).

Un cambio de público objetivo que se plasmaba en ese revisar a lo serio una serie barata y desprovista de pretensiones artísticas, sin caer en el fácil camino de la ironía postmoderna, sino utilizando en su reconstrucción todos los medios técnicos y expresivos de una Madhouse en su mejor momento, para convertirlo en una profunda meditación sobre la vida y la muerte que alcanzaba su punto culminante en el capítulo 18  y su conclusión el 19.

Un capitulo en el que uno de los protagonistas, Lyuze, uno de los robot amenazados por la ruina que iba destruyendo a toda su especie, realizaba un profundo y extenso examen de consciencia, en el cual debía decidir entre seguir sus instintos de venganza por el asesinato de su hermana o aceptar la creciente e irresistible fascinación que sentía por Casshern, su asesino. Un dilema moral y personal que en la mejor tradición del anime, era mostrado en imágenes,  tornando visibles los símbolos mediante la utilización de recursos poco comunes en la animación, menos apreciados por el público general (ya sea el fan del anime o la nueva generación de admiradores de la 3D), pero especialmente queridos por los aficionados a la animación que saben algo de su historia.

Uno de esos símbolos era la utilización de imagen real pixilada (para el que no lo sepa es hacer stop-motion con personas reales) para ilustrar el callejón sin salida en el que se encontraba Lyuze, representándola como una persona cuyos movimientos son similares a los de un títere que alguien manejase tirando de los hilos.. en clara alusión a la doble naturaleza del personaje, ser viviente dotado de consciencia y libre albedrío, pero al mismo tiempo máquina gobernada por una programación dictada por otros, el viejo conflicto entre naturaleza y educación (nature vs nurture) que tanto ha preocupado y dividido a filósofos y políticos.

Este como digo, era el primer signo de que ese capítulo era especial en una serie que de por sí ya era especial, pero sólo constituía uno más de los símbolos y referencias que llenaban el capítulo y se repetían una y otra vez, entrelazándose y contradiciéndose, como en un mal sueño, metáfora ésta última que no es ociosa en absoluto, ya que todas la situaciones que se iban mostrando en el capítulo, como el símil ser humano-marioneta-robot-Lyuze, parecían tener lugar en un mundo paralelo, completamente distinto a aquel donde transcurría la acción y en muchos casos imposible, como en las escenas en las que Lyuze y su hermana se nos mostraban como dos niñas de corta edad, cuando los robots de Casshern estaban exentos de todo cambio, ya fuera crecimiento o envejecimiento... al menos hasta que la ruina se extendió por su mundo.

O la extraña ciudad abandonada, tan parecida a las urbes americanas contemporáneas, por donde vaga Lyuze sin encontrar a nadie, excepto las apariciones alucinatorias de su hermana, sucumbiendo a la ruina...















...o otras apariciones donde ella se ve a sí misma, realizando aquellos actos que no se atreve a confesarse a sí misma, por que supondrían traicionar a ese muerto tan querido, pero que representan sus auténticos sentimientos...






martes, 22 de noviembre de 2011

Into the void



A estas alturas no creo que vaya a descubrir a nadie la existencia de Andrei Tarkovski, ni por supuesto a aportar algo inteligente, profundo o perspicaz al debate, pero permítanme hacer unas cuantas apreciaciones tras el visionado de Offret (Sacrificio) en glorioso BD, para terminar con una reflexión personal.

La primera apreciación es una idea que ya me vino cuando revise hace poco Solaris. Tarkovski es un director de cine que ve el mundo con ojos de pintor, lo que implica que presta una atención poco corriente a la composición, el color y la luz que llena (o que falta)  sus encuadres, una característica subrayada en esta ocasión por el trabajo del fotografo Sven Nykvist, de fama Bergmaniana, de quien puede decirse que estaba destinado a encontrarse con el director ruso, por la consonancia entre sus formas de ver y de plasmar.

Antes de que alguien se eche las manos a la cabeza por mi blasfemia (ya se sabe que el cine no es pintura), precisemos. Cuando hablo de pictoricidad en Tarkovski lo hago con un doble (o triple) sentido. A lo largo de toda su obra, el director ruso dejo patente su amor por la pintura, no ya por su adaptación de la vida de Andrei Rubliov, sino por haber incluido cuadros como centros temáticos de sus obras (Pieter Breughel en Solaris o Leonardo en Offret). Un amor que no sólo se extiende a ese lugar de preferencia en la pintura, sino que le lleva a replicar en imagen y de forma perfectamente integrada en la estructura fílmica los efectos de luz utilizados por los maestros del pasado.

Dicho así, podría sonar a neoclacisicimo, con toda la carga peyorativa que el prefijo neo- conlleva, pero el que haya observado con atención la obra de Tarkovski - y esa es la única manera en que se la puede observar - sabrá también que su percepción pictórica está también fuertemente influida por los modos de la vagüardia pictórica de su tiempo (circa 1960), el descubrimiento de la belleza en la fealdad, la obsesión por la basura, los desechos, la putrefacción y la descomposición, que el ruso (y su colaborador sueco) fotografía con  una precisión inusitada y estremecedora.

Podría concluir aquí, pero aun queda una segunda apreciación, en forma también de blasfemia contra la religión cinéfila. Offret tiene una fuerte componente de teatralidad, entendida como que muchos de los movimientos de los personajes no son naturales, sino que es fácil descubrir que se desplazan entre posiciones determinadas, siguiendo caminos prefijados y obedeciendo a un ritmo constante, como si formaran parte de una ceremonia desconocida y tuvieran que ajustarse a un ritual inflexible.

No sólo esto, en esta película Tarkovski utiliza un efecto que incrementa esa antinaturalidad y que contribuye al desasosiego que por razones que ya se verán, poco a poco inunda la película. Se trata simplemente de hacer que los personajes hablen directamente a la cámara, como si se dirigieran a otro actor cuyo puesto hemos substituido temporalmente... para descubrir que en realidad no era así, sino que el personaje había girado la cabeza con respecto a su interlocutor, rompiendo la comunicación, en un proceso de destrucción de las convenciones sociales cuya razón se descubrirá a mitad del metraje, para adentrarse en un monólogo interior del que somos testigos involuntarios y no invitados.

Es con sobre estos fundamentos sobre los que se puede construir mi tercera apreciacón, el hecho de que esta panoplia de recursos que Tarkovski exhibe eran revolucionarios en su época, durante esa larga muerte del clasicismo cinematográfico en que su presupuestos fueron uno tras otros puestos en duda y descubiertos prescindibles. Un proceso en el que últimamente hemos llegado a una nueva etapa, puesto que como en pintura, ese ideal de belleza que las vanguardias históricas mantuvieron intacto hasta el estallido de la segunda guerra mundial, ha sido puesto en duda también en el cine, de manera que el rigor estético de Tarkovski, que hunde sus raíces en una tradición artística de siglos, parece el enemigo a batir para los más radicales proponentes del cine ascético, tan próximos en sus planteamientos a los eremitas de los primeros siglos de la cristiandad.

Por último mi reflexión personal. En mi opinión Offret, a pesar de su grandeza, tiene un grave defecto: La mayoría de los espectadores más jóvenes serán incapaces de entender la repercusión e importancia del argumento.

Me explico.

La película de Tarkovski es quizás la que ha abordado con el mayor rigor y la mayor humanidad la posibilidad de una guerra nuclear que acabase con la humanidad, lejos del melodrama televisivo trufado de efectos especiales de obras como The Day After. Rodada cuando esa amenaza estaba a punto de desvanecerse, cualquier persona que hubiera crecido y vivido en tiempos de la guerra fría no podía evitar quedarse helado de miedo, aunque la descubriera unos cuantos años más tarde, cuando el mundo parecía haber despertado al fin de la pesadilla.

Y es que, lo que muchos no podrán recordar ni menos comprender porque no lo vivieron, es que aquellos cuya juventud coincidió con esos años grises de la guerra fría sabíamos cómo íbamos a morir, una víctima más del holocausto nuclear, que quebraría nuestras vidas cuando menos los esperásemos y contra cuya amenaza ninguna de nuestras acciones serviría para evitarla o conseguir su clemencia, al igual que ocurre con la muerte que a todos nos espera.

Porque en esta película, ambientada en un lugar aislado del mundo el cual sobrevive un poco más al apocalipsis que ha devorado el resto del planeta, poco a poco sus efectos van haciendo visibles, de manera que todas las ficciones con las que nos protegemos, Arte, Ciencia, Religión, Familia y Amigos, se derrumban una tras otra inexorablemente, hasta que la única salida es retornar a un estado primitivo, en el cual la magia y el milagro, el sacrificio que da nombre al título, aparecen como últimos recursos contra la sinrazón que ha asesinado el planeta.