sábado, 30 de abril de 2011

Swan Song








Hace apenas veinte años, lo que la mayoría del publico no especializado y gran parte de la crítica identificaba con la animación, era lo que conocemos todos como dibujo animado y que en la literatura anglosajona se suele denominar hand-drawn animation. En la actualidad, sin embargo, lo que se suele asociar con la animación y recibe el aplauso general de ese mismo público y de esa misma crítica, es lo que se conoce como 3D generada por por ordenador, en oposición al dibujo animado tradicional que se suele denominar como 2D.

Podría pensarse que se ha producido un cambio de paradigma, en el que la 3D va a substituir a la 2D, pero como bien se ha señalado por aquellos que realmente conocen y practican la animación, lo que está sucediendo es otra cosa. El ordenador se ha convertido en una herramienta esencial de la 2D, permitiendo obtener efectos impensables hace décadas, mientas que lo que está siendo substituido por la 3D es la stop-motion, especialmente en su variante de la animación de marionetas.

La stop motion, en esa vertiente de animación de muñecos ha sido una de las manifestaciones más importantes en la larga historia de la animación, quizás la única capaz de hacer sombra a los dibujos animados tradicionales. Jugaba a su favor el hecho de introducir de forma natural la tridimensionalidad que el público estaba aconstumbrado a ver en la pantalla, en las películas normales, junto con la sorpresa que provocaba ver moverse repentinamente objetos reales que suponían muertos e inamidados. Su gran inconveniente era los errores que el propio proceso de stop motion introducía, cierta torpeza en los movimientos, especialmente en los rápidos, pero aún así, en manos de un artista de talento como Trnka, Starevich o Svankamajer, era capaz de obtener efectos sobrecogedores.

Precisamente, lo que la 3D ofrece es esa misma tridimensionalidad de la stop-motion de marionetas, sin los defectos e imprecisiones de su laborioso proceso de creación. No es de extrañar, por tanto, que se haya ganado el favor del público y de la crítica, al ofrecerle una experiencia animada cercana a lo que está aconstumbrado a ver normalmente, en un proceso de realimentación constante que hace que las peliculas de acción real tengan cada vez más secciones animadas en la 3D e, incluso, que sus temáticas comiencen a ser indistinguibles. No obstante, como sucede en arte cada vez que una técnica es subtituida por otra, la forma antigua, incitada por el reto de lo nuevo, es capaz de producir obras que superan a la mayoría de su producción hasta entonces.

El último resplandor de la llama antes de apagarse definitivamente.

No es de extrañar, por tanto, que en esta década de victoria absoluta de la 3D, la stop motion de muñecos haya experimentado un renacimiento inesperado. Ahí esta la magnífica The Amazing Mr. Fox y la no menos importante Coraline, con el añadido de que al mando de ésta última se halla un animador profesional, Henry Selick, el otro creador de Nightmare Before Christmans, tan injustamente atribuido en solitario a Tim Burton, y de la que me proponía escribir algo esta noche.

Es cierto, no obstante, que el gran defecto de Selick, como el de muchos animadores sigue siendo el de la escritura y estructuración de sus películas, ya que el animador de talento puesto a cargo de la dirección de una una película suele tender a hilar escena de lucimiento tras escena de lucimiento, en las que la dificultad del movimiento de los personajes animados deje perfectamente claro su propia habilidad. No obstante, y al contrario de las últimas producciones de Burton, cada vez convencido de su propia genialidad y sin freno alguno que le modere, Coraline puede ser la película mejor construirda de Selick, si descontamos Nightmare bedore Christmas.

Es más, puede ser una de las pocas producciones de 3D que al verla en 2D (y desgraciadamente yo sólo puedo ver las películas en 2D por razones físicas) no contiene esas escenas tan embarazosas que parecen haber sido incluidas para demostrar las posibilidades del formato. En este caso, las escenas que he podido detectar como pensadas para aprovechar la tridimensionalidad están insertadas de una forma natural en la trama y sirven perfectamente de apoyo al efecto dramático que se pretende.

No obstante, lo más importante quizás sea que Selick, en la maravillosa escena que he ilustrado con las capturas que encabezan la entrada, consigue un efecto que no se ha utilizado casi nunca en la 3D (y que para Pixar y similares sería un sacrilegio), pero que entronca con las más antiguas tradiciones de la animación, la de mostrar la tramoya del asunto, el proceso de animación y de creación, dentro de la misma película, en esos giros tan apreciados por los defensores del cine ultimísimo cuando lo ven en los autores que idolatran.

Se trata, ni más ni menos, que de la desmaterialización del fondo 3D en el que se mueven los personajes, haciendo que se descomponga en los polígonos que lo forma, hasta únicamante dejar un espacio absstracto en blanco.

Ese mismo espacio en blanco que precede a toda creación y sobre el cual todo es aún posible, nada está aún definido.

jueves, 28 de abril de 2011

Ancient Comics


He comentado ya en múltiples ocasiones como la fundación Mapfre se está convirtiendo por meritos propios en la estrella de temporada expositiva madrileña, dejando muy por detrás a las clásicos como La Caixa o la Juan March, que aún tienen que ofrecer algo de auténtico interés, o los pesos pesados como el Prado y la Thyssen, empeñados en dar la enésima vuelta a lo mismo para atraer clientes.


Esta vez, la fundación Mapfre trae una amplia selección de los fondos de arte románico del Museu Nacional d'Art de Cataluña, lo que tiene la ventaje, desde el punto de vista de un habitante de Madrid, de poder gozar de un buen puñado de obras de ese estilo, mal representadas en las colecciones madrilenas, y sin tener, por tanto, que verse obligado a viajar al norte de la península para poder formarse una idea de lo que supuso el románico en la historia del arte, un estilo que, conviene no olvidarlo, puede considerarse el primer estilo propiamente europeo desde tiempos de los romanos, desbordando las fronteras lingüisticas y nacionales de entonces.

Conviene matizar la anterior afirmación antes de seguir adelante. No es que no hubiera grandes logros artisticos en los cinco siglo que median entre los años 500-1000. Como es sabido existieron muchos prerrománicos, desde las iglesias asturianas hasta las inmensas catedrales de los Otones alemanas. Sin embargo, estos fenómenos fueron eminentemente locales, sus restos son pocos y dispersos, y los distintos centros apenas se influyeron entre sí  (aunque las capacidades viajeras de los antiguos no son despreciables), obedeciendo a las mismas razones que hacen difícil hablar de una única Europa, en términos culturales, hasta el siglo XI. Sería sólo en esa época, cuando la cristiandad occidental, de Polonia a los reinos cristianos de España, de los reinos herederos de los vikingos en Escandinavia a los feudos normandos en el sur de Italia, tomaría consciencia de sí misma. Un fenómeno que se manifiesta en la extensión del rito romano a todo ese ámbito, acabando con todas las diferentes cristiandades altomedievales, y el lanzamiento de las cruzadas, como empresa común y colectiva de occidente.

Esta consciencia de Europa (Cristiandad Occidental, mejor dicho) segura de sí misma y orgullosa de serlo, se plasmaría en ese estilo que llamamos románico, ese primer estilo europeo, como digo, cuyos edificios siguen aún en uso en nuestras ciudades, a pesar del tiempo, las guerras y las reconstrucciones, y cuyos productos culturales son perfectamente reconocibles por cualquiera, por muy tenue, causal o leve que haya sido su aprendizaje de la historia del arte.

Es precisamente esta facilidad de identificación, especialmente en la pintura, la que constituye una de las principales características del románico y permite calificarlo como un estilo pleno. Aconstumbrados a nuestra idea de la edad media como época bárbara y atrasada, la rigidez y torpeza de la pintura románica parecería responder a nuestros prejuicios, calificando como una arte a la mitad de nada, realizado por artesanos sin soltura ni técnica. No obstante, esa facilidad de reconocimiento de la que hablo nos revela el románico como un arte sometido a unas reglas fuertemente estrictas, ésas que permiten definir un estilo, y que por tanto nos remiten a unos artistas que deben adquirir la formación suficiente para responder a unas exigencias muy precisas, las de sus comitentes y patronos.

Un arte, en fin que se revela esencialmente narrativo, teniendo el objetivo de ilustrar y enseñar a una población fundamentalmente analfabeta los dogmas de la verdadera reilgión, y que lo hace utilizando imágenes convertidas en símbolos, perfectamente reconocibles al vuelo, trazadas con los elementos básicos y esenciales que permitan esa identificación sin duda alguna, utilizando una paleta de colores puros que permita a las pinturas y los frescos brillar en el ambiente obscuro de las iglesias románicas.

Un arte que ahora, pasado, el siglo XX, nos es especialmente atractivo, por su similitud y coincidencia, tanto buscada como casual, con mucho de lo producido por las vanguardias, pero especialmente porque esa intención educativa que constituye el fundamento del arte románico lo hace especialmente inteligible y próximo a unas generaciones educadas en la lectura del cómic, la forma ultramoderna de narrar historias en imágenes y hacerlas compresibles por cualquiera.



miércoles, 27 de abril de 2011

Les malheurs des immortaux












Muchas veces he dicho que para un aficionado pocos caminos hay tan emocionantes como el de la animación. Emocionante en el sentido de que en esto de la cinefilia llega un instante en que uno cree saberlo todo, haberlo visto todo, así que encontrarse con una tradición de la que se desconocía prácticamente todo y en la que cada paso es de descubrimiento, le hace a uno volver a los tiempos de la juventud cuando caminaba por el mundo con una larga lista de películas imprescindibles que había que ver antes de morir.

Por supuesto, cuando hablo de animación, no me refiero a Pixar, convertida en el modelo de la animación para todos aquellos, público en general o crítica especializada, que despreciaban esa forma o la consideraban como algo reservado a entretener a los niños, ni tampoco de Disney, el epítome de todo lo malo y execrable en cine para la tradición surgida de los Cahiers, ni tampoco a las series supuestamente transgresoras y subversivas, como es el caso de Family Guy o American Dad, pero que en cuanto se rasca un poco es posible darse que cuenta que no son otra cosa que una metástatis de la derecha ultramontana de los EEUU.

No, lo que yo entiendo por animación es una forma protéica, en la cual han trabajo artistas que han militado en la vanguardia artística de su tiempo (como fue el caso de Richter, Lye o Fischinger, por nombrar algunos) y que ha creado productos artísticos de una radicalidad imposible no ya para el cine comercial, sino para una forma tan conservadora y limitada como el largometraje, tan parecido a la novela en hacerse aparecer como la única forma válida y posible, pero en realidad refugio de todas las medianías que intentan hacer ver que ellos también son capaces de cultivar  la forma más noble de todas... y trampa mortal para tantos buenos directores de cortos que se ven impelidos a intentar la aventura del largo.

Si parezco un tanto irritado, es simplemente porque esta semana he descubierto a uno de esos creadores esenciales de la animación de los que nadie se acuerda y que para mí era completamente desconocido hasta hace unas semanas, aun cuando había visto algún corto suyo en estas compilaciones mamut de cortos que constituyen una de las pocas maneras de hacer visible la animación. En concreto, he descubierto su mediometraje Chronopolis de 1988, una de esas películas apenas vistas, pero que merecen un puesto de honor en la corta lista del surrealismo en el cine.

¿Y de qué va Chronopolis? El mismo autor, medio en serio, medio en broma, nos habla de que llegó a enterarse de la existencia de esa ciudad gracias a unos antiguos manuscritos, cuatro en total, donde se narraban la contumbres e historia de una ciudad más allá del tiempo del espacio. Un relato incompleto y plagado de contradicciones, bien porque parte del contenido se había perdido, bien porque los autores se negaban a revelar los secretos de la ciudad, refiriéndose a ellos con alusiones, envolviéndolos en vaguedades, pero de los cuales se podía inferir que allí vivían inmortales, repitiendo siempre las mismas acciones, sin poder abandonar nunca la rutina de las mismas, en la espera de la llegada de un momento que rompería el ciclo.

Eso es precisamente lo que nos narra la cinta. Las actividades cotidianas, infinitamente repetidas de esos seres sobrehumanos, semejantes a estatuas colosales, que habitan la eternidad, en donde presente, pasado y futuro, carecen de sentido, de manera que es imposible determinar qué conduce a qué, qué fue la causa de qué. Un conjunto de acciones ritualmente repetidas, cuya justificación y razones fue olvidada largo tiempo ha, incapaces de hacer variar la expresión de esos dioses que las generan y observan, ajenos de la crueldad o la arbitrariedad de su actos sobre las criaturas que los sufren.

Una película que, por tanto, se nos muestra sin historia aparente a nosotros observadores de esas acciones sin finalidad ni orden temporal, que se nos muestran interrumpidas antes de que podamos deducir su conclusión, que se intercalan con otras aparentemente sin relación alguna y llegan incluso a superponerse con ellas, en clara alusión a esa eternidad sin cambios, sin tiempo, en el que viven sus protagonistas. Un modo, que es claramente el del surrealismo, narrador de mundos incompresibles para los espectadores, nosotros, pero perfectamente racionales y claros para sus habitantes, pero de cuya observación detallada, a pesar de su absurdo, han de deducirse lecciones ejemplares para nosotros y nuestra existencia, por muy alejada que nos parezca de aquella representada.

Por que estos dioses dotados de la inmortalidad, del poder de crear y destruir casi de la nada, pero que sin embargo ya no hacen otra cosa que esperar ese momento en el que un extrañó romperá el ciclo que le aprisiona y les asfixia.

Para hallar la libertad en la muerte.

lunes, 25 de abril de 2011

AMGD Capítulo XV: Jerusalem año 70 d.C

Cómo ya les había dicho, nunca llegué a escribir la segunda parte de la novela, que debería narrar las vicisitudes de la guerra, la catástrofe nacional de la nación hebrea simbolizada en la guerra civil entre las facciones rebeldes dentro de una  Jerusalén sitiada y el destino personal de cada uno de los personajes. Sin embargo, en las diferentes versiones, sí que escribí los capítulos finales, los que abarcarían desde la destrucción del templo hasta la derrota, rendición fina y el castigo de los rebeldes, concretado en la destrucción de Jerusalén hasta sus cimientos.

Desgraciadamente, esta versión, la 9 es la menos completa, en otras describí prolijamente el asalto final al templo y la rendición de los últimos núcleos de resistencia, junto con la decisión tomada por muchos de los combatientes de esconderse en los subterráneos. En esta versión seguimos a nuestros dos personajes principales (el visionario y el viejo escéptico que le acompaña) en sus intentos por sobrevivir en el laberinto de pasadizos que cruzan el subsuelo de la ciudad, atenazados por el hambre y la sed, siempre con el temor de ser descubierto por los romanos (antes de esconderse habrían asesinado al joven de buena familia que conocimos unos capítulos atrás)

Debo confesar que este capítulo, numerado provisionalmente como XV en esta versión 9, contiene alguna de mis mejores páginas, lástima que el resto de la versión no esté a la altura de este fragmento.


Capítulo XV: Jerusalén año 70 d.C

- ¿Dónde estoy?
   
Me despierto sobresaltado. Me había quedado dormido, sin siquiera darme cuenta. Siento el frío de la espada en mis manos, su filo mellado. Abro los ojos de par en par, pero no veo nada. Obscuridad, solo obscuridad, la misma del sueño, la misma de la tumba.

- ¿Qué me está pasando?
   
Reconozco tu voz. Sólo yo podría hacerlo ya. El miedo y la desesperación la inundan. La seguridad y la fe han desaparecido de ella.
   
Me arrastro entre las sombras hacia donde yaces, ayudándome, cons la manos, porque las fuerzas me fallan, después de tantos días aquí escondido, porque tampoco quiero gastarlas sin necesidad.
   
Un escalofrío me sobreviene. Mi mano ha sentido un líquido frío y pegajoso bajo su palma. Me muerdo los labios para que un grito no me traicione. Al menos la obscuridad te impide ver mi mueca de desesperación.
   
Con precaución, mi mano tantea el terreno, siguiendo el charco, sintiendo como ese líquido está cada vez más caliente, a medida que se acerca a tu cuerpo. Me detengo un poco antes de tocarlo. Sé lo que voy a encontrar, pero no puedo reprimir mi miedo. No quiero ese certeza.
   
Pero no puede ser de otra manera. Tus ropas están empapadas, tu herida se ha abierto de nuevo y la sangre, la poca que aún te queda, se filtra mansa a través de los vendajes, de los trapos sucios con que he intentado contenerla.
   
Me siento a tu lado, los codos en las rodillas, las cabeza en las manos, respirando el olor acre de tu sangre, intentando no pensar, pero volviendo una y otra vez al mismo punto, a la misma conclusión

- Agua.
   
Alzo la cabeza y miro hacia la nada.

 - Agua.
   
Haga lo que haga no tendría ninguna utilidad. Permanezco quieto esperando que la voz se acalle.

- Agua.
   
Pero no lo hará. No lo hará. Recorro tu cuerpo con mi mano, hasta llegar a tu hombro, lo aprieto suavemente y tu doblas el brazo hasta poder tocarme, hasta agarrar mi mano y estrecharla a su vez. Sabes que estoy aquí contigo, sabes que no voy a abandonarte.

- Ahora vuelvo – susurro en tu oído – no tengas miedo.
   
Tu mano no me suelta. Tus dedos se clavan en su dorso y tengo que apartarlos uno a uno.

- Ahora vuelvo – repito, fingiendo tranquilidad – sabes que no te abandonaré.
   
La idea viene incontenible, sería tan sencillo, sería tan lógico, tan normal. Nadie me lo  reprocharía, nadie podría condenarme, pero aprieto los dientes y sacudo la cabeza y consigo apartarla, al menos por ahora, al menos en esta ocasión.
   
A tientas, busco la salida en las paredes, apenas un agujero por el que hay que marchar arrastrándose, con el espacio justo para el cuerpo, sin posibilidad de darse la vuelta, temiendo quedarse uno atorado, sabiendo que nadie vendrá ayudarte.
   
Mis manos ya no sienten el suelo, sólo el aire, el vacío, la obscuridad infinita que ha abolido el mundo. Tanteo ese vacío, aunque sé perfectamente lo que hay detrás, aunque sé que ante mí, un poco más abajo de donde termina el túnel se amontonan los cadáveres de amigos y enemigos, olvidados de la superficie, pudriéndose lentamente en estas profundidades.
    
Me agarro al borde, me tengo en vilo unos instantes, colgando de allí, aunque el suelo está próximo, temeroso simplmente del contacto, de la blanda extensión, elástica, húmeda, irregular que tendré que cruzar pisando con el mayor cuidado, intentando no perder el equilibrio, no caer, no sentirla, no olerla.
   
Se acaba en seguida, mis pies sienten el agua, saben que el fondo desciende rápidamente y en seguida estoy con ella hasta la cintura, helada, provocando escalofríos, entumeciendo mis miembros, borrándolos de mi consciencia, tirando de mi hacia abajo para que me entregue y me hunda en ella, pero la conozco, sé no descenderá más, que no tiene más peligros y asechanzas, que basta extender los brazos, para encontrar que allí se alza una nueva pared, lisa, pulida por el cauce.
   
La que tengo que seguir hasta la fuente, donde gota a gota brota el agua limpia que se embalsa aquí, ocultando las pilas de cadáveres, limpiándolos poco a poco, el agua que podré llevarte de nuevo.
   
Debo estar soñando. Debo haberme quedado dormido de nuevo porque ante mí, sobre la pared, se dibuja mi sombra. Asombrado, lleno de una alegría infantil, paso mi mano ante la silueta, intentando borrarla de la roca, y veo mi mano, cubierta de arañazos, ennegrecida por la roña, y estoy a punto de reír.
  
Pero mi risa se hiela, me vuelvo sobresaltado y la veo sobre mi cabeza, en lo alto de la cueva, iluminándola por entero, con una luz fantasmal y temblorosa, que lanza grandes sombras sobre las paredes, que tiemblan y se mueven, que bailan sobre ellas, y por primera vez descubro el cauce subterráneo y la fuente de la que mana, y el arco de piedra que los cubro y los restos de la confusa batalla, emergiendo de entre las aguas, esparcidos por la orilla, y la negra boca del túnel que lleva hasta ti.
  
Y no puedo apartar la mirada por mucho que lo intente.
   
Y la luz desciende y las sombras trepan por las paredes y el agujero queda cubierto, disimulado entre las rocas y me encuentro mirando al techo y la veo ahí allí arriba, oscilando, girando hacia un lado hasta detenerse, volviéndose hacia el otro, tomando velocidad hasta que se va detiendo y se queda quieta y cambia de sentido y vuelve a acelerarse y así una y otra vez, hasta que pierdo la cuenta.
   
Y desciende otro poco, hasta quedar a media altura y mi vista sigue la cuerda de la que pende la lucerna hasta llegar al agujero en el techo, hasta encontrarse con la mirada de los soldados, con los ojos que brillan dentro de la obcuridad de los cascos relucientes, dorados a la luz de la lámpara.
   
Mis piernas se doblan, me deslizo en el interior del agua, como un cadáver más, de los que rellenan las caverna, hasta que apenas mi boca y mi nariz sobresalen de la superficie, cierro los ojos y aguardo a que bajen, a que me encuentre, a que una hoja entre en mi carne y acabe conmigo.
   
Los escucho caminar por la orilla, los oigo revolver entre los cadáveres, disputar con agudas voces en una lengua ininteligible, insultarse en muchas otras lenguas. Desearía gritar, lanzarme contra ellos, acabar de una vez, en vez de aguantar esta espera, pero no puedo concederme este capricho. Protegido por la negrura de las aguas, llevo mis manos a los muslos y clavo mis uñas en la carne, para que el dolor me mantenga despierto, para que ese sufrimiento conserve mi locura, para que mi rostro, lo único que ellos pueden ver, aparezca relajado, tranquilo, liberado por la muerte.
   
Silencio. Breve silencio.
   
Oigo el chapoteo de sus pies en la orilla, pero enseguida se retiran, ninguno se siente con ánimos de sumergirse en el agua helada. Escucho como rebuscan entre los cadáveres, el brillo de sus voces alegres al encontrar , el repiqueteo del metal contra el metal, el crujido de una cuerda que izan una pesada carga.
   
De nuevo el goteo de la fuente. El zumbido en los oídos.
   
Pero no se van. La luz de las lucernas atraviesa mis párpados, atrae mis ojos para que miren en su dirección, para que se descubran, para que se encuentren con sus ojos que  también deben estar mirándome.
   
La roca resuena, metálica, justo al lado de mi cabeza. El agua cubre mi rostro, empapa mis cabellos, mi cuerpo siente el retumbar de un objeto pesado contra el fondo.
   
Esta vez tienen que haberme descubierto. Esta vez tengo que haberme traicionado.
   
El próximo tiro no fallará. El próximo tiro buscará mi carne. El próximo tiro me arrebatará las fuerzas y tirará de mí hacia el fondo.
   
Lo deseo. Lo deseo. Lo deseo.
   
Obscuridad, Silencio.
   
Mis ojos, bajo los párpados cerrados, buscan la fuente de luz, sin encontrarla.
   
No puede haber sido tan rápido. No puede haber ocurrido sin dolor alguno. No puede haber sido tan fácil.
   
Pero debe haber sido así, puesto que mi cuerpo se niega a obedecerme, puesto que ya no siento el frío del agua, ni la atmósfera enrarecida de la cueva, puesto que mis pensamientos van cada vez más lentos, como un poco antes del sueño, puesto que caigo hacia la noche y siento placer en mi caída .
   
Pero mis manos sienten la tierra seca.
   
Apoyando los codos, repto hacia el túnel,  atravieso el blando y mullido montón de cadáveres, me izo hacia la seguridad del agujero, me acurruco allí dentro, tembloroso, las venas latiendo en mis sienes, sintiendo el frío que me traspasa mis huesos y asciende por ellos.
   
Mis manos están vacías. No puedo volver así.
   
Con precaución, me asomo a la boca del pasadizo. La obscuridad me niega la visión del techo. Arriba ya no cuelga ninguna lámpara. Nunca ha colgado. Nunca ha podido colgar. No hay entradas que lleven a las entrañas de la tierra, ni salidas que permitan escapar. Los hombres no tienen permiso para penetrar en su interior, sólo los muertos tienen derecho a habitarlas.
    
Desciendo de nuevo hasta el lago subterráneo. De vez en cuando, mi pie se hunde en la alfombra de cadáveres. No presto atención. Continúo mi camino, a tientas, hasta sentir el agua en mis manos, hasta sumergirme en ella, cruzarla a pie, sentir la húmeda pared al otro lado. Hasta que siento el agua que fluye por la pared, cayendo desde arriba, desde el mundo, desde la luz, fresca y pura.
     
En el camino de vuelta, estoy a punto de desmayarme dos o tres veces. En realidad, debo haberlo hecho y permanecido así horas enteras. Un sobresalto me ha sacudido. Con la mano intento espantar un animal que gime a mi lado, pero no se marcha, continúa allí, gimiendo, esperando a saltarme encima. Me revuelvo e intento descubrir su escondite, pero mis brazos no encuentran nada, sólo el vacío ante mí, las paredes estrechas del túnel abrumándome.
    
Y sigue gimiendo, gimiendo, hasta que descubro palabras en su voz, hasta que me doy cuenta que vienen del otro extremo del túnel, hasta que me convenzo de que eres tú, que me llamas, que llamas a cualquiera que pueda ayudarte.
    
Y corro hacia ti, arañándome los codos.
    
Y no me doy cuenta de que el pasadizo se ha acabado y ruedo por la pendiente hasta encontrarme a tu lado.
     
E intento tranquilizarte, hablándote suavemente, acariciándote con mis manos. E intento que bebas el agua que he traído.
   
Pero tiras el recipiente de un manotazo. Clavas tus uñas en mis manos, pateas para que no me acerque. Me insultas. Me acusas. Yo soy el culpable. Yo te he llevado a la muerte.
   
Me aparto de ti. Me agazapo contra la pared de la cueva, abrazando mis piernas con los brazos, hundiendo el rostro en las rodillas. Incapaz de llorar aunque lo deseara.
    
Te oigo luchar durante horas. Sabes que no hay ya ninguna esperanza, sabes que ella te ha agarrado y que no te soltara, pero sigues luchando, luchando, luchando, negándote a aceptar lo que te espera. Retándola con gritos agudos que se clavan en mi cerebro, y le impiden pensar en otra cosa que no sean tus alaridos.
    
Ya no me acusas. Te has olvidado completamente de mí. Te has olvidado de la ciudad Santa. Te has olvidado de los romanos. Llamas a tus ángeles, a los enviados que antaño te visitaban a diario. Suplicas al principio, reclamas que te defiendan, pero tu voz se pierde en los recovecos de la caverna. Pronto comienzas a insultarlos, a retarlos a que se presenten, a llamarlos mentirosos, enviados del diablo, pero tampoco responden entonces.
    
También los olvidas. Sólo piensas en Él. Tu voz ronca, llena de amargura, Le acusa. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué sentido tiene? ¿Cuál es su plan? ¿Cuál ha sido la falta? Ni uno sólo de sus mandamientos a sido faltado. Ni uno sólo de sus preceptos ha sido olvidado. Todo aquel que se apartaba ha sido excluido, eliminado. Todo la tierra ha sido purificada, santificada. Y aún así esa tierra santa, y ese templo no menos santo ha sido entregado a Tus enemigos.
    
Porque no eres un verdadero dios. Porque no mereces que nadie te adore. Porque tú eres el diablo, venido a estar tierra para engañar a los hombres y regocijarse en su dolor. Porque no existe ningún dios, porque todos los inventan los hombres, porque sólo son verdaderos aquellos venerados por los poderosos, aquellos que tienen un ejército que los respalde, aquellos cuyos fieles vencen en las batallas y destruyen a los otros dioses, arrojándolos al basurero.
    
Nadie te responde, ni siquiera yo, si no es el eco de la caverna, distorsionando tus palabras, convirtiéndolas en una burla.
   
Tu voz se apaga. Te rindes. Te entregas a ella, la que nunca te ha abandonado, la que siempre te ha esperado. La ira, la rabia, la rebelión, desaparecen de tu voz. Has olvidado también a dios. Sólo queda un recuerdo, un único recuerdo y repites su nombre incansablemente, incapaz de pronunciar otra palabra que no sea esa.
   
Primero con desesperación, como un niño pequeño que berrea en su cuna, y luego más tarde, con creciente dulzura, como si estuviera sentada allí mismo, a tu lado, acariciando tu frente mientras te acuna, velando mientras te vas quedando dormido, los puños semicerrados, los ojos entornados, una gota de saliva en la comisura de los labios.
   
Tu voz ya es sólo un susurro, sin nombres, apenas un murmullo de placer, roto de vez en cuando por alguna palabra ininteligible, por una llamada asustada, mamá, mamá, que en seguida se tranquiliza y aquieta, para volver de nuevo al susurro, cada vez más bajo, cada vez menos perceptible, cada vez menos existente.
    
Aparto las manos de mis oídos. El zumbido es insoportable.
    
Temblando acerco la mano a tu cuerpo. Está helado, rígido.
     
Estoy en el túnel. Donde sólo se puede ir hacia delante. Donde en cualquier momento puedo quedarme atorado.
     
No. Estoy sobre el montón de cadáveres. Atrapado por ellos. Uno más.
     
No. Estoy en medio del torrente. En el fondo. Entre los detritos que llenan su cauce.
     
No. Estoy en otro pasadizo. Mirando fijamente una luz que centellea a lo lejos, a una distancia imprecisa, hipnotizado por una voces que me hablan en una lengua ininteligible.
     
No. Estoy de nuevo en la obscuridad. En ningún sitio. Yo soy el que ha muerto. No el otro. Yo soy el que llamaba a su madre. Yo soy el creía recibir las visitas de los ángeles. Yo soy el que se mentía con un dios bueno y todopoderoso, que se ocupada de sus criaturas y nunca las dejaría de su lado.
    
Pero el techo de la caverna está perforado, sus paredes también, no importa donde mira y en cada uno de los agujeros brilla una luz fría e indiferente, miles, millones de ellas, tan numerosas como las arenas del mar.
     
El viento sopla sobre mi cuerpo, fresco y limpio, agitando los pocos jirones de ropa que aún me cubren. Trae el aroma de la tierra recién labrada, el de la hierba de los prados, el de los bosques, el acre de los incendios, el repulsivo de las carroñas, el aterrador de los soldados.
    
Mis manos sienten la tierra, hunden los dedos en ella. Giro la cabeza. Sobre una colina se alzan tres dedos solitarios, tres torres que antaño formaron parte de un palacio, tres torres que ya no defienden nada, ni lo protegen. Tres torres que eran el orgullo de un rey y ahora son los trofeos de un emperador.
   
Hago un esfuerzo. Empujando con los pies consigo girarme, para ver la otra colina, la que se alzaba frente a ella, la que demostraba, frente al orgullo de los hombres, el poder del dios en el que ya no creo.
   
La cima está vacía. Ni templo, ni pórticos. Nada excepto una plana meseta, donde se adivinan siluetas, tantas como las hormigas de un hormiguero alrededor de una presa, tan atareadas como cuando devoran un insecto mucho mayor que ellas.
   
El cielo comienza a cambiar, su color ya no es negro, sino de un azul insondable, y el los márgenes que tocan la tierra, se tiñe de rojo y amarillo.
    
He vuelto al mundo.
    
Me pongo en pie y la sombra que proyecto sobre la tierra me sorprende.
    
Me pongo en marcha, sin saber a donde, simplemente huyendo del sol que asciende a mi espalda.
     
Cruzo las colinas y asciendo los valles, sin fijarme en lo que me rodea, sin ver más que el lugar donde voy a dar el siguiente paso. De vez en cuando, me cruzo con soldados, los enemigos a los que antaño, cuando aún vivía, no habría dudado en atacar para acabar con ellos o morir matando, los enemigos que me habrían cerrado el paso, acabado allí mismo o conducido a la tortura o alzado a la cruz, y que en todo ese camino no habrían cesado de burlarse y reírse, hasta que ya no oyera más.
     
Pero ahora paso a su lado sin molestarles, y ellos no intentan detenerme, se apartan y me ceden el paso. No se combate a los muertos y el espantajo que cruza ante ellos, cubierto de sangre, amasada con la tierra, apenas similar a una figura humana es sólo un cadáver que anda, que marchará unos pasos más y se desplomará sobre el suelo.
     
Así lo creo yo. Así continúo andando. Esperando que este paso sea el último.
     
No ocurre así, sin embargo.
     
Ante mi el horizonte se abre, ya no hay más colinas, ya no hay mas valles. Lo que se extiende ante mis ojos es una extensión plana y obscura, metálica y lisa como el mar maldito, donde el sol poniente traza un ancho camino dorado. Cerca de la orilla, se dibujan finas líneas blancas paralelas a la costa, que avanzan hacia ella, se ensanchan y finalmente desaparecen.
     
Me desplomo entonces. Abrazo mis piernas y hundo el rostro en las rodillas.
     
Y lloro y lloro y lloro.
     
Sin que nadie me escuche.
     
Sin que nadie venga a consolarme.

domingo, 24 de abril de 2011

100 AS (LIII): King Size Canary (1947) Tex Avery




Como todas las semanas, excepto la pasada, por razones ajenas a mi voluntad, ha llegado el momento de revisar un corto de la lista recopilada por el festival de Annecy. En esta ocasión le ha tocado a Tex Avery y su corto King Size Canary de 1947 que no recordaba entre sus mejores, pero cuya visión hace escasos minutos sólo ha venido a confirmar lo frágil que es mi memoria.

En el mundo de la animación, el nombre de Tex Avery no necesita presentación alguna y está considerado con justicia como uno de aquellos artistas de la edad de oro de la animación comercial americana que llevaron a esta forma a una de sus cumbres, aún inalcanzable tras más de medio siglo de haber sido alcanzada, por razones que comentaré  unos cuantos párrafos más adelante.

Pero antes, por si acaso hay quien no lo sepa, Avery fue la figura, con la discutible adición de Bob Camplett, que a finales de los 30 lideró la transformación de la Warner en el estudio legendario que todos conocemos. cuando hasta entonces su producción apenas había sido una mala copia de los cortos musicales de finales de los 20 y principios de los 30, muy por detrás de Disney o Fleischer, por citar dos nombres. No voy a señalar las características del estilo Warner, todos hemos crecido con ellos y yo mismo las he comentado en otras muchas ocasiones, pero si señalar que dada la calidad de lo que vendría después, encarnado en las figuras de Camplett, Freleng y Jones, la figura de Avery en la Warner siempre ha permanecido un poco en la penumbra para el espectador medio, que tendría problemas en recordar alguno de su cortos.

Este olvido se debe en parte a que sus cortos de esa época son claramente de transición, un camino en el que Avery y la Warner se van librando lentamente de los resabios del pasado, pero donde poco a poco van surgiendo las constantes de su estilo, claramente visible para quien conozca su obra posterior. Un obra posterior que será realizada en su mayor parte en la Metro Golden Mayer, tras que en 1941 Avery abandonará la Warner de resultas de una bronca mítica con los productores, por haber querido introducir en uno de los cortos de Bugs Bunny un gag demasiado sexual para las normas de ese tiempo... pues a pesar de su afamada libertad para con sus creadores, esta productora también tenía límites que no se podían traspasar.

Por ello, sería la Metro y no la Warner donde Avery crearía sus mejores productos y este corto aunque no sea de los que primero vienen a la memoria es un perfecto ejemplo. Avery es un maestro en romper nuestras percepciones, en hacer trizas ese contacto no escrito entre director y operador, por el que suponemos que lo que aparece en la pantalla es un reflejo de nuestra realidad y se halla sometido a las mismas reglas. Aprovechándose de esta confianza, y como los buenos prestidigitadores, charlatanes y timadores, el animador americano es capaz de hacer surgir lo imposible de lo posible cuando menos lo esperamos, como es el caso de la secuencia arriba mostrada,  aprovechando la holgura que le da el medio animado, la ambientación de la acción en un mundo poblado por animales parlantes, para pillarnos con la guardia baja y llevarnos a su terreno.

Una vez que Avery ha conseguido esto último, la cosa no se queda ahí. Este animador es también un maestro en dar quiebros imposibles, llevando el corto por rutas que no estaban previstas en la premisa inicial, acumulando gag sobre gag en un auténtico ejercicio circense de más difícil todavía, que mantiene al espectador en vivo, incapaz de determinar cuando tendrá fin... todo ello acompañado por una animación de una expresividad y una energía pocas veces vistas, especialmente pertinente al ritmo desquiciado que acaban por tomar los cortos de Avery y que hace parecer tantas series de actuales, con su animación funcional y su dependencia de un único tipo de bromas (las supuestamente subversivas) como ejercicios de escolares que aprovechan la ausencia del maestro para mal remedar su maneras.


Y como siempre aquí les dejo el corto. Arrellánense en la silla y rían cuanto puedan, algo especialmente necesario en los tiempos en que vivimos y que no cambiará a corto plazo. 

sábado, 23 de abril de 2011

They Were always there

Autorretrato pintando a la virgen, Sofonisba Anguissola

Los que sigan la temporada expositiva madrileña, sabrán que el Museo Thyssen tiene últimamente la tendencia de organizar exposiciones temáticas que intentan estudiar un tema en profundidad. Esta apuesta no deja de ser arriesgada, ya que depende mucho de dos factores, la pertinencia de los cuadros y la calidad de los mismos. No es la primera vez que una de estas macroexposiciones se va al traste, a pesar de toda la publicidad y autobombo que suele rodearlas, precisamente por que sus ejemplos, cuando no su tesis, estaban cogidos por los pelos o bien porque las obras recopiladas no eran, ejem, de lo mejor de la producción de estos artistas, o los pintores parecían haber sido sacados de un todo a cien museístico, en el que los conservadores habían intentado quitarse el compromiso de encima mandando las obras sobrantes de su colección.
Autorretrato como Alegoría de la Pintura, Artemisa Gentileschi

No es el caso de la presente exposición Heroínas, que puede visitarse aún durante varias semanas y dedicada a la imagen positiva de la mujer en la pintura, fuera de los papeles tradicionales de virgen, madre y santa, llegando incluso a mostrar como una visión actual pueda llegar a desmontar las imágenes negativas, bruja, bacante, amazona, para convertirlas en armas en la lucha por la igualdad y la liberación... ideas nuevas que en muchas ocasiones estaban implícitas en los mitos originales y que eran parte de la razón de su perenne atractivo y su larga permanencia, a pesar de haber sido creados por sociedades eminentemente machistas.

Autorretrato, Angelica Kauffmann

No obstante aparte de esta relectura política de la pintura de antaño, que siempre puede dejarse un poco de lado a pesar de su pertinencia y necesidad, o de la acumulación de obras decimonónicas, académicas y relamidas, que ahora está de moda situar al mismo nivel que las de la vangüardia, aun cuando unas abrieron nuevos caminos, el arte de ahora mismo, y las otras no hicieron mas que reiterar lo ya acabado, la auténica perla de la exposición se encuentra, como siempre, en la Fundación CajaMadrid, en cuya segunda planta puede encontrarse una auténtica galería de Heroínas: las pocas mujeres que en este mundo de hombres consiguieron hacerse un hueco como profesionales tan válidos como sus colegas del sexo opuesto.





Autorretrato,Elisabeth Louis Vigée-Lebrubn




Unas pintoras cuya obra siempre ha estado ahí, colgada de las paredes de los museos, a la vista de todos, aunque a veces con atribuciones equivocadas, pero que por alguna razón demasiado evidente nunca hemos querido ver, a pesar de la calidad, de la sorprendente e inesperada calidad de algunas de ellas, especialmente por las dificultades y el desprecio que todas ellas debieron atravesar en su carrera.

Autorretrato, Marie Bashkirtseff

Una larga secuencia de grandes artistas cuyo inicio se produce en un instante preciso, podría decirse que necesario: El final del renacimiento, cuando personalidades como Rafael, Leonardo, Miguel Ángel o Tiziano habían hecho trizas la imagen del artista artesano/obrero manual y demostrado que con la pintura podían alcanzarse las misma cumbres que con la pluma y aspirar a los mismos honores. El momento preciso en que un noble de la Lombardía decide que todos sus hijos, independientemente de su sexo, van a recibir la misma educación y de resultas, una de ellas, se convertirá prácticamente en la primera pintora de la historia moderna europea, de la que se nos ha conservado el nombre, ayudada por su fortísima personalidad y por su no menos diamantina voluntad.

Autorretrato, Berthe Morisot

La primera, pero no la única, pues sabemos que una de las hijas de Tintoretto era una pintora consumada, cuya muerte temprana segó su carrera y unas décadas más tarde, Artemisia Gentileschi se convertiría en la primera mujer en ser admitida en la Academia de las Artes del Dibujo florentina, a la que  habían pertenecido prácticamente todos los nombres importantes de la pintura renacentista.

Autorretrato, Elin Danielson-Gambolgi
Una secuencia que a partir de ese momento no se interrumpiría, con cada siglo aportando nuevos nombres, de cuya historia, esta galería de notables de la exposición de la Thyssen, en su continunación Caja Madrid, es un magnífico resumen, a pesar de la ausencia estruendosa de pintoras como la americana Mary Cassat, la otra gran impresionista, junto con Berthe Morisot, pero aún así, necesaria, al hacernos darnos cuenta de la extensión de nuestro olvido, de cuantos nombres, cuantas personalidades, cuantas obras, desconocemos aún, por nuestra comodidad en recorrer siempre las mismas sendas trilladas.


Autorretrato, Charley Torop
Una galería de pintoras, finalmente, ocupadas en retratarse a sí mismas, en mostrarse como dignas de ese trabajo que desempeñan y a la altura de cualquiera de sus contemporáneos, en la que lo más nos sorprende es la energía, la resolución, la fuerza de voluntad inquebrantable con la que han querido ser vistas por nosotros.

Autorretrato, Lee Krasner

La de las personas que han tenido que luchar incesantemente por aquello que ansiaban y que nunca han aceptado la derrota.

viernes, 22 de abril de 2011

A drop in the Sea (I)

I saw Charlie Chaplin's the Great Dictator while I was making that picture. It has been confiscated in the Philippines and brought to Japan. It was screened at the company's private preview room, packed with people on a hot summer afternoon. There were no subtitles. It was his first talkie, and, at the end, Chaplin talks on and on. One man in the room who understood English gave us a translation in a soft voice, and all around him people listened. As I too, listened, I thought, "What marvellous things he's saying, accussing fascism and Hitler. What am I doing here, when he is really doing something, conveying frankly his true inner mind?" That's why his movie is so strong.

Testimonio de Hirosawa Ei, tal y como se recoge en Japan at War de Haruko Cook y Theodore Cook.

 Mi lectura durante las últimas semanas, excepto en los varios viajes que me ha tocado hacer, que los he dedicado al último volumen de las memorias de Casanova, del cual ya hablaremos, los he ocupado en la lectura del enésimo libro centrado en la guerra del Pacífico. Un volumen que, frente a todo el patrioterismo americano que se trasluce en películas como Pearl Harbour e incluso en series como The Pacific, se centra en la versión japonesa, en como un estado liberal se transformó en una dictadura militar, fuertemente ideologizado y sometido a vigilancia policial, donde cualquier elemento discordante era inmediatamente reprimido. Un país donde se promovía una idea de superioridad racial, no ya frente a los europeos, sino ante los mismos asiáticos que se pretendía liberar, a los que se consideraba piezas prescindibles en la consecución de un destino fijado por el destino, idea que pronto se traslado a la propia población japonesa, para la cual, cuando las cosas se torcieron, la única salida que se les dejo fue la del suicidio nacional, la inmolación de cien millones de almas, que habría de asombrar al mundo.

Esta historia, en pocas palabras, es la de un descenso a los infiernos, la de una sociedad que se destruye a sí misma en una guerra que no podía ganar, y durante la cual los sacrificios, las pérdidas son cada vez mayores, sin que la salida natural, la rendición, sea posible, debido a la obcecación ideológica de sus dirigentes, transmitida e inculcada a todos los sectores de la población.

Porque esta historia esta contada, en este libro, no con los informes militares o los documentos burocráticos, ni siquiera con las memorias o testimonios de los supuestos protagonistas, los que ocuparon sillones en los ministerios o los que mandaron las tropas en combate. No. Ésta historia está contada desde abajo, con los testimonios de personas anónimas, normales y humildes, a las que sólo la excepcionalidad de esa guerra, de ese momento provocó que sus experiencias, sus recuerdos se salgan de lo corriente, una ventana a un mundo que en nuestro occidente, nadie ha tenido que sufrir en las últimas décadas, por fortuna.

Una historia, como digo narrada por sus propios protagonistas, los que tuvieron que soportar todas las cargas, afrontar todas las penalidades, sufrir todos los sacrificios. Contada con sus propias palabras, sin interrupciones ni deformaciones, más allá de unas brevísimas introducciones que sirvan para que entendamos el lugar y el tiempo en que esa narración tuvo lugar. Testimonios que provienen de todos los segmentos de la sociedad, de aquellos que creyeron en esos ideales y decidieron la política a seguir, y aún siguen considerando justa y necesaria esa guerra. De los que se opusieron, por convicción propia o simplemente escepticismo, y vieron su resistencia quebrada y castigada, o tuvieron que sobrevivir en la semiclandestinidad, evitando ser arrastrados hacia la destrucción. De todos aquellos, por último, a los que les arrastró el torbellino y sobrevivieron lo mejor que pudieron, incapaces de luchar contra las fuerzas de la historia, incapaces en muchas ocasiones de despertar del sueño nefasto en que un país entero se vio sumergido.

Gente, en fin, como el testimonio que encabeza esta entrada. Un joven cuyo sueño era trabajar en la industria del cine, como guionista, y cuyos primeros pasos se dieron en plena guerra para ser interrumpidos por la orden de movilización que afortunadamente no le llevó a primera línea, aunque tal hubiera sido su destino si el desembarco en las islas metropolitanas se hubiera finalmente producido. Un breve tiempo de felicidad, el de su vocación frustrada, en el que que pudo darse cuenta de la mentira en la que vivía el país entero, aunque el tuviera que colaborar en construirla y difundirla, y donde, en proyecciones secretas como la que se narra, en la que se mostraban películas prohibidas, pudo comprobar que, en esa guerra, la justicia y la razón no estaban del lado de su país, puesto que ellos, y no otros, eran los prentendía sojuzgar el mundo.

Mintiendo y engañando, soguzgando y oprimiendo, primero, a su propia gente. Esa a la que decían proteger.

jueves, 21 de abril de 2011

Unknown to the public


Pato de Cuello Verde atado a un muro y una naranja amarga, Chardin, 1730

Nuevamente vuelvo a encontrarme con mis lectores, los pocos que hay, tras una ausencia de una semana. Desgraciadamente, los viajes de trabajo es lo que tienen, que le dejan a uno sin tiempo, y luego tiene que apechugar uno con el cansancio acumulado. Pero vamos a lo que vamos, la magnífica exposición dedicada al pintor francés del siglo XVIII, Jean Baptiste Siméon Chardin, que se puede visitar (esta vez por mucha semanas más) en el madrileño Museo del Prado.


Magnífica y poco visitada, ya que Chardin no es de esos pintores/estrellas del pop, que atraen multitudes como ocurre con los impresionistas, lo cual permite visitar la muestra con total tranquilidad, sin verse arrastrado por multitudes que en el fondo no acaban de entender muy bien que hacen allí, contemplando esas telas pintadas colgadas de la pared.

No obstante, el caso de Chardin es especial, incluso paradójico. Cuando  yo era joven, su nombre no aparecía en los apresurados resúmenes de la historia de arte que tanto costaba enseñar y aprender, para luego ser inmediatamente olvidadas. Dudo que en los últimos tiempos la cosa haya mejorado, dado nuestro desprecio por todo lo que no pertenece a los diez minutos inmediatamente anteriores, pero mi caso ese ausencia se debía a razones ideológicas, que teñían las estéticas.

Nosotros, los hijos y herederos de la revolución francesa, cuyo ultimísima peripecia estaba teniendo lugar en la España de mi niñez, recién muerto el dictador que nos había mantenido en el limbo de la historia durante cuarenta años, no podíamos evitar mirar al siglo XVIII, a sus gentes, a sus ideales, a su arte, por encima del hombro. Aquel tiempo era el epítome de la decadencia, de lo vano, del placer pasajero, de las fiestas galantes asentadas sobre una injusticia fundamental. Una época prescindible que habría de ser barrida por el ímpetu irrefrenable de la revolución que habría de revelarlo como el decorado de cartón piedra, hueco y huero, que era en realidad.

Asó ocurría con nuestra impresión de su arte. Destinado a la celebración del placer, sin ninguna ambición fuera de agradar el gusto, y por ello mismo, empalagoso y empachante, blando y relamido. Indigno de lo que habría de venir después, de las revoluciones que sacudirían el edificio del arte levantado en el renacimiento y de las cumbres del siglo anterior, el XVII, donde esa misma manera alcanzaría su perfección absoluta, siendo todo el arte posterior nada más que una larga agonía, en la que figuración no haría otra cosa que repetirse a sí mismo, hasta hallarse a sí mismo, morir y resucitar como el Fenix, a mediados del XIX con la pintura de paisaje y la evolución que conduciría a la abstracción más pura.

Sin embargo, estábamos equivocados, detrás de ese culto del placer, de ese gusto refinado que nos repugnaba por demasiado dulce, había mucho más de lo que esperábamos, llegando incluso a contradecir aquello nos habían enseñado y que creíamos cierto. Tal era el caso de Watteau, la quintaesencia de ese espíritu rococo, pero persona de una profunda melancolía, eterno desengañado de este mundo y sabedor de que en él era imposible alcanzar la felicidad. Persona siempre enferma y de muerte temprana, como convenía a su ethos.

Preparativos de un almuerzo, Chardin, 1726

Tal era el caso de Chardin.

Porque, entre todos los pintores a los que los impresionistas señalaron como precursores suyos, fuera o no fuera cierto, el Velázquez de las vistas mediceas, los pintores de género holandases, Vermeer y Hals especialmente, o sus quasicontemporéneos japonese. Chardin brillaba con especial fuerza, alguien que dedicó su vida entera a pintar escenas sin importancia, sin deambular nunca (o casi nunca) por los territorios concurridos de la pintura de historia, la religiosa o la mitológica. Alguien, en fin, cuyos máximos esfuerzos los dedicaba a trazar con exquisito cuidado el ala de un ave, el pelaje de una liebre, la textura de un melocotón, consiguiendo esto con un pincel extremadamente libre, aplicando casi pinceladas sin relación las unas con las otras, sugiriendo en vez de mostrar, de forma que fuera nuestra mente la que reconstruyese el conjunto en el interior de nuestros cabezas.

Alguien, en fin, cuyos héroes no son dioses, ni santos, ni esforzados militares o políticos, sino personas normales, enfrascados y ensimismados en actividades cotidianas, completamente banales,  cuya nobleza y trascendencia se muestran ante nuestros ojos por vez primera.

En un tiempo abolido que nunca tendrá término ni fin.


El joven dibujante, Chardin, 1737

martes, 12 de abril de 2011

In tempore belli
















Hablaba el domingo de los muchos Disney que hay en Disney, tan distintos de la imagen comúnmente asumida y que la misma compañía se esfuerza día y noche por transmitir como única posible. Entre esos Disney chirriantes se haya toda la producción de tiempo de guerra, propaganda diseñada para apoyar el esfuerzo bélico de los EEUU durante la segunda guerra mundial y en la que la ñoñería, sensiblería y sentimentalismo de esta productora desaparecen por completo.

Durante estos últimos fines de semana he estado revisándo esa producción gracias a los recopilatorios editados hace ya tiempo en los EEUUU, entre los cuales pueden encontrarse cortos dedicados a la instrucción de los soldados (los peores del lote), anuncios para fortalecer la moral de la población (sorprendentes en la representación de la amenaza nazi), cortos propagandísticos en los que se exaltan las virtudes de la democracia, frente al totalitarismo y vandalismo del eje, y otros en los que se recluta a los personajes habituales del estudio para mostrar la unidad del país en la lucha contra los enemigos fascistas.

Sin embargo, el más sorprendente de todos es un largometraje, completamente olvidado por la mayoría de críticos y del público, estrenado en 1943 y que responde al nombre de Victory Through Air Power.

Una de las causas principales de su olvido, y de su excepcionalidad en la obra del estudio Disney, es que no está destinada a un público familiar, con lo que es prácticamente imposible venderlo dentro de los parámetros habituales del estudio. Este filme es completamente adulto en cuanto intenta convencer al público en general de cual sería la mejor estrategía para vencer en el conflicto mundial, siguiendo las tesis del militar de origen georgiano de Severski, por las cuales habría que utilizar todos los recursos industriales de los EEUU para construir una flota de superbombarderos capaz de alcanzar suelo japonés y alemán desde el continente americano.

Hoy sabemos que esas tesis eran ridículas, no sólo porque no estaban al alcance de la técnica de entonces (habría que esperar a los años 50, los bombarderos B52 y las técnicas de repostaje en vuelo), sino porque hubieran supuesto un parón en el esfuerzo bélico americano que no se podía permitir so pena de ceder la iniciativa de nuevo a las potencias del eje y, sobre todo, porque el bombardeo estratégico que estaban llevando por aquellas fechas los ingleses sobre Alemania y luego los americanos, sobres ese mismo país y el Japón, se revelaría especialmente ineficaz y costoso.

Costoso en equipos y tripulaciones, equivocado en sus objetivos que no consiguieron paralizar la maquinaría bélica alemana y que finalmente llevó a los bombardeos indiscriminados sobre la población civil, esencialmente derrochador porque esos mismos recursos podrían haberse utilizado en la lucha contra los submarinos y en el apoyo a las fuerzas de tierra, como demostró su éxito cuando se aplicó con esos fines, y efectivo sólo al final de la guerra cuando los bombarderos pesados se utilizaron como cebo para destruir la Luftwaffe y se centraron los ataques en la red de comunicaciones y las intalaciones de producción de gasolina sintética, impidiendo los movimientos del ejército aleman y la llegada de materias primas a las factorías.

Sin embargo, dejando aparte los fallos de la tesis presentada en la película, ésta es un auténtico prodigio de imaginación e inventiva, capaz de hacer olvidar que su animación es particularmente limitada, en contradicción con el despliegue de medios habitual en la Disney. Dividida en tres partes, una historia de la aviación, un resumen del conflicto mundial desde 1939 a 1942 desde el punto de vista de la guerra aera, y una presentación en imagenes de los problemas que esperaban a los aliados y como la tesis de de Severski podían resolverlas, la parte más llamativa y asombrosa es la central, la descripción en imágenes del conflicto mundial, donde se ilustra los momentos culminantes del conflicto.

Una ilustración que, como en la secuencia que inicia esta entrada, el hundimiento de los acorazados británicos Prince of Wales y Repulse en 1942 a manos de la aviación japonesa, tiene un vigor y una energia, una claridad expositiva y un impacto visual, que para sí quisieran muchas otras producciones modernas, saturadas de efectos especiales y espíritu patriótico (sí Pearl Harbor, te estoy mirando a tí).

Y es que cuando se comparan las producciones realizad in tempore belli, con las creadas decenios después, llama la atención como muchas de las rodadas justo cuando los acontecimientos estaban teniendo lugar están curiosamente desprovistas de mucho del patriotismo huero tan habitual hoy día. O mejor dicho, se sabía que lo enemigos eran poderosos y habiles, que la lucha sería dura y difícil, que nada estaba decidido y que había que dar lo mejor de sí, en todos los sentidos y en todos los ámbitos.