lunes, 28 de febrero de 2011

AMGD Capítulo 5: Qumrán año 60 d.C/Masadá año 69 d.C

Lunes, nuevo cuento de Ad Maiorem Gloriam Dei. En este caso uno de los pertenecientes al lado judío, donde empieza a cristalizar uno de los temas fundamentales del libro, la idea de que sus personajes se hallan en manos de dios, en un mundo donde él habla a los hombres, su voluntad es ley, y su justicia se halla pronta, acercándose en el apocalipsis que se sabe próximo y del que la rebelión judia sólo es su prólogo. Esta visión del mundo se ve encarnada en los bandidos que protagonizan los cuentos que ya han podido leer. Uno, antiguo miembro de uno de tantos movimientos mesiánicos, escapado por casualidad de la matanza que siguó a la represión, y atrapado entre el escepticismo y la fe, la desesperación y la esperanza. El otro, atravesado por frecuentes visiones que le transportan a las regiones celestiales y que sus compañeros oyen y siguen con creciente adoración y entrega.


En fin, aquí les dejo con el cuento, disfrútenlo en su imperfección y no reparen más de lo debido en sus errores e inconcrecciones


Capítulo V: Qumrám año 60 d.C/Masadá año 69 d.C.


Es sólo un rasguño en el suelo.
  
En medio de la inmensa llanura, lisa y plana, apenas agitada por leves colinas, no es más que un surco como muchos otros, pero pronto se abre, se hace más profundo, serpentea, pierdo de vista su fondo, hasta que su curso se interrumpe, toda la llanura se interrumpe, como si se la hubieran cortado con un cuchillo y separado, dejando nada más que el aire, el vacío, la nada.
  
Siento un escalofrío. Sin poder controlarme, caigo de rodillas. El miedo me contrae el estómago, la cabeza me da vueltas. Me abrazo, intentando reponerme, pero no consigo recuperar mis fuerzas.
  
Lo he visto, más allá de las brumas, inconfundible, trazando el horizonte, se ve el borde de una meseta, idéntica a aquella por la que camino. Termina en profundos precipicios que se desploman a plomo sobre montones de escombros, capa tras capa de la tierra que se ha ido desplomando sobre sí misma, intentando llenar esta cicatriz abierta en el mundo.
  
Allá donde miro, los márgenes de la meseta, las paredes de los profundos despeñaderos, las cárcavas y barrancos que rasgan sus lienzos, las rocas quebradas que han caído al fondo, las pirámides de sedimentos que parecen apuntalar los precipicios, recorridas por venas y canales, serpenteantes, cruzándose unos con otros, cortándose y enterrándose mutuamente, todo es mineral, todo está vacío, todo esta muerto.
  
No entres aquí, insensato, parecen decirme. No lo intentes ni siquiera, este es el reino de la muerte, que ya vendrá a buscarte a tu casa cuando menos lo esperes. No hace falta que vengas tú a su encuentra. Así me lo confirma la vasta extensión negra, que llena el espacio entre los bordes de la herida. Parece un bloque entero de metal que hubieran allí arrojado, liso, pulido, de fulgor que hiere los ojos .  Una vasta extensión sobre la que se pudiera caminar sin problemas.
  
Una ilusión, un espejismo. El sol cae a plomo sobre mi cabeza y, ante mí, veo elevarse el aire caliente, hacer bailar los contornos en la lejanía. Sé lo que me aguarda allá abajo... me lo han contado tantas veces. Ésa superficie negra es el mar sin peces, el agua que no te permite hundirme en ella, el líquido donde flotan piedras que pueden pescarse y cuyas orillas están sembradas con cristales que rasgan los pies de los que allí se aventuran.
  
Pero no tengo otro lugar donde ir. He huido de entre los muertos y mi destino es reunirme con ellos. Atrás, en Jerusalén, he dejado a los míos, apilados en montones, pendiendo de las cruces. Día tras día, he evitado la red tejida por los soldados, las incursiones de la caballería, empujado en la única dirección que quedaba abierta.
  
A un lado ha quedado Jericó, la ciudad donde Él entrego esta tierra a sus elegidos, donde aplastó a Sus  enemigos, donde obró los milagros que hoy no ha querido concedernos. A otro lado ha quedado el monumento del rey, la pirámide de tierra, coronada por una fortaleza y levantada en medio de la nada.  Aquel hombre se creyó superior a los hombres, superior incluso a Ti, y  ni siquiera en la muerte se dio por vencido.
  
Por fin, he llegado a donde querían conducirme. La trampa se ha cerrado. Puedo dar media vuelta, volver,  entregarme a los romanos  y permitir que sean ellos, los que elijan cuando y como ejecutarme. Puedo, por el contrario, internarme en las soledades, dejarme quemar por el sol, aguantar la tortura de la sed, caminar hasta desplomarme. Yaciente, aguardar a que tu mano decida mi muerte.
  
No lo pienso más. Me pongo en pie y sacudo el polvo de mis vestidos. Con paso decidido, me interno en el barranco, sin preocuparme a donde me llevará.


Conozco estos laberintos como si fuera la palma de mi mano. Arriba, en las llanuras, se abren finos canales, apenas surcos en el cielo. Los aldeanos han aprendido a evitarlos. Saben que les alejan de las colinas, de los cultivos, del agua y de la vegetación. Saben que sólo llevan a la muerte.
   
De vez en cuando, algún insensato se ha aventurado por ellos, permitido que le seduzcan. Es fácil que ocurra, yo mismo apenas he podido sustraerme a su hechizo. Las curvas en que se pliegan y repliegan, el sentimiento de participar en un juego, los colores de los diferentes estratos, sus variaciones según les dé el sol o no, las rocas que se elevan sobre tu cabeza hasta casi tocarse, dejando una finísima línea azul, pura y brillante...
  
Así te vas adentrando hasta que, en una revuelta, descubres que ya no sabes como volver arriba, a las verdes llanuras, donde te esperan los tuyos. No importa el camino que elijas, sólo puedes vagar por este laberinto de estrechos cañones, de paredes iguales, de lechos de fina arena y rocas alisadas por el agua. De vez en cuando creerás encontrar la salida, las paredes verticales se abrirán y te dejarán ver el cielo, correrás hacia la luz, pensando estar salvado, pero ante ti se extenderá la negra y opaca extensión del mar maldito.
   
Deberás volver sobre tus pasos, continuar vagando, hasta que te fallen las fuerzas, hasta que encontremos tu cadáver en una revuelta del camino. He encontrado ya tantos y, en la muerte, ninguno os parecéis a otro. Los hay que parecéis haberos quedado dormidos, acurrucados en la arena, los puños medio cerrados, la boca entreabierta, como los lactantes. Otros habéis buscado una salida hasta el último instante, vuestras manos han escarbado en la arena buscando agua, tenéis la boca llena de tierra, algunos incluso habéis arañado las paredes de roca hasta romperos las uñas, como si pudierais traspasarlas, como si realmente hubiera algo tras ellas. En todos una mirada alucinada, como si algo sobrehumano os hubiera visitado en ese último instante.
   
No os retiramos de allí. Nos servís de referencia, para ordenar la nada. Vuestros huesos marcan los puntos difíciles, aquellos donde incluso nosotros podríamos extraviarnos. Vuestra presencia se torna amiga y, al encontraros, os saludamos como a viajeros en medio de las soledades, charlamos con vosotros, os ofrecemos de nuestra comida y bebida. Hasta pronto, volveremos a vernos, decimos al marcharnos.
   
Pero cada vez sois más. En los últimos meses, las tierras altas expulsan a sus hombres. Parece ser que todos queréis venir a morir aquí. ¿Qué pasará allí arriba?, nos preguntamos, y la falta de respuesta nos llena de inquietud. Cuando tomamos esta fortaleza, cuando la liberamos de aquellos que ya no creían en Él, pensamos habernos liberado también nosotros, haberla convertido en un nido, en un criadero de guerreros, de Sus guerreros, que partirían de allí a conquistar el país entero.
   
Se convirtió en una cárcel, sin embargo. Nadie, jamás, podría conquistar Masadá. Ejército tras ejército se habían estrellado contra la  fortaleza, sin ni siquiera llegar a tocar sus murallas, derrotados por el hambre, por la sed, por la enfermedad, por la desesperación, por la impotencia. ¿Qué razón tenía abandonar su protección? Acurrados tras sus murallas, más valía dormitar en el interior de la fortaleza, seguros de que nadie venía a turbar nuestro sueño.
    
Así, todo aquél que se unía a nosotros, rebosante de ilusiones, emborrachado por la fe, dispuesto a embarcarse en cualquier empresa, pronto perdía sus ilusiones. ¿Cómo no hacerlo? Las montañas, los barrancos, el cielo siempre azul, el mar opaco, nunca cambiaban. Los días se parecían unos a otros
   
Por eso, nosotros, sus prisioneros, nuestros propios carceleros, sólo nos concedíamos ya el placer de vagar por el laberinto de barrancos que rodeaban nuestro encierro, sabiendo que jamás tentaríamos la evasión, porque arriba, en la meseta, estaba el mundo, erizado de peligros y dificultades, mientras que abajo, en el mar maldito, aguardaba la muerte, esperando que fuéramos en su busca.
   
Necesitábamos un revulsivo. Te necesitábamos. Quien iba a suponerlo, cuando te encontré.
   
Parecías muerto. Pensé en pasar de largo, anotar tu posición para el futuro. Quedarme con el color de tus vestidos, para así reconocer tus despojos la próxima vez que te encontrase, hasta que aquel rincón del desfiladero, con sus vueltas y revueltas, con sus finos estratos, cada uno de un color distinto, no se me fuera de la memoria
   
Te moviste. Un leve temblor que recorrió todo tu cuerpo. Dude en acercarme. Eran claramente los últimos espasmos. Estar presente no cambiaría nada. A lo sumo, podría ahorrarte sufrimientos.
    
Así que me acerqué, la espada desenvainada, dispuesto a terminarte. Me arrodillé junto a ti, sobre la suave arena, cálida y acogedora. Te di la vuelta para ponerte boca arriba, para que así fuera más fácil elegir el punto en el que golpear, para no equivocarme al descargar el golpe.
   
Sonreías. La misma sonrisa que había visto en tantos otros. Deje descender suavemente la mano que sostenía la espada hasta reposar sobre la arena. ¿Qué era lo que estabais viendo? ¿Qué podía, en el momento de vuestra muerte, ofreceros tanta felicidad? Me era imposible apartar la vista y, sin darme cuenta, me encontré acariciando tu mejilla, como una madre lo haría con su propio hijo.
   
Abriste los ojos sobresaltado, te incorporaste , los ojos desorbitados, la boca abierta pero sin producir ningún sonido, los brazos extendidos hacia delante, temblorosos, con las manos intentando agarrar algo que no estaba allí. Yo salte hacía atrás, para que no te aferrases a mí, apenas con el tiempo de atrapar la espada, con tanta violencia que mi espalda y mi cabeza se golpearon contra la roca, que el dolor me hizo cerrar los ojos, perder casi el sentido.
   
No me veías. Agitaba la punta de mi espada ante ti, dispuesto a clavártela en  cuanto te abalanzase contra mí, pero no me veías, mirabas detrás de mi, a través de mí, como si la pared de piedra, como si toda la montaña no existiera, como si de ella entraran y salieran quien sabe que seres, quien sabe que monstruos, quien sabe que espantos, quien sabe que maravillas.
   
Y hablabas y hablabas y hablabas y hablabas, sin termino, sin objetivo, sin hilazón, y cantabas sus alabanzas y proclamabas su gloria y anunciabas su venida y aceptabas sus designios y te ofrecías a cumplirlos y ofrendabas tu vida y te retorcias de placer y te estremecías de dolor.
  
Hasta que tus ojos se enturbiaron, hasta que te fallaron las fuerzas y se te fue la cabeza, hasta que te desplomaste sobre la arena y te quedaste allí inmóvil, acurrucado, hecho un ovillo, las puños medio cerrados, la boca entreabierta.
  
Yo veía temblar la punta de mi espada, tan violentamente que parecía ir a desprenderse, escuchaba mi respiración entrecortada y no me atrevía a acercarme, mucho menos a tocarte.



Sobre mí, apenas visibles en la obscuridad que llena la habitación, descubro las gruesas vigas que sostienen el techo.
  
Me incorporo. Me restriego los ojos, apoyo la frente  en la mano y aprieto. No debería estar aquí. No debería estar aquí.
  
Mi último recuerdo es de la llanura, brillante bajo el sol, que me aplasta bajo su peso, cuya luz abrasa mis ojos, mientras allá a lo lejos, muy abajo, donde la meseta se quiebra repentina para dejar paso al vacío, refulge una amplía extensión negra, metálica, inhóspita, inhumana.
 
El sol continúa afuera, tan brutal y cruel como lo era antes, se filtra por debajo de la puerta, recorre el suelo hasta llegar al lecho, ilumina levemente el resto de la estancia, permitiendo que reconozca sus dimensiones, sus paredes desnudas, la ausencia de muebles, la falta de ventanas, las vigas, gruesas y pesadas, que mis ojos descubrieron al despertarse.
 
No veo, la luz estalla ante mí. Cubro mis ojos, que me duelen horriblemente, con mi antebrazo, pero la obscuridad vuelve enseguida, reconfortante, acogedora. Siento junto a mí el leve calor de una llama, aparto el brazo que protege mis ojos, los abro, aún dudoso.
  
La habitación esta iluminada por una leve luz dorada, que tiembla en las paredes, que juguetea sobre ellas con las sombras. Junto al lecho, en un banco, hay una lucerna, y  a su lado, un hombre, no sabría decir de qué edad, pero de largos cabellos, que hace mucho que no han conocido las tijeras.
  
No me mira, su atención está fija en el mortero que sostiene entre las piernas. Una y otra vez, aplica la mano del mortero contra el fondo del recipiente y, sujetándolo firmemente con la mano libre, lo hace girar con decisión, con cuidado al mismo tiempo. Oigo el crujido de las fibras al romperse, cada vez más débil, hasta que ya sólo queda el siseo del polvo al ser removido. Aún así el desconocido continúa su labor, con dedicación, con obstinación, como si cumplir aquella tarea fuera a servir de prueba para algo.
   
Al fin, pone el mortero a un lado y me dirige la mirada. Sonríe y la felicidad que trasluce me hace estremecer.

- Al fin has despertado.
  
Intento hablar pero un gesto suyo me hace callar.

- Ya no estás en ese mundo.
  
No dice nada más. Sonríe y mantiene sus ojos fijos en los míos, hasta que tengo que apartar la mirada.

- Túmbate ahora. – y su voz es como una caricia – aún no te has repuesto. Hay que cuidar esas quemaduras. Unas horas más ahí fuera, y encontrarte o no, no hubiera supuesto ninguna diferencia.
  
Me tumbo. Pierdo mi mirada entre las vigas del techo. Escucho como vierte agua en un plato y mezcla trabajosamente algo, probablemente lo que había machacado en el mortero.
   
Sus dedos están fríos y no puedo reprimir un temblor al sentirlos, pero aquello con lo que me unta es suave y aromático.
  
Poco a poco me hundo en el sueño.




domingo, 27 de febrero de 2011

100 AS (XLVII): Seriy Volk i krasnaia chapotka (1990) Garri Bardine







En nuestra revisión semanal de la lista de mejores cortos animados recopilada por el festival de Annecy, le ha llegado el turno a Seriy Volk i Krasnaia Chapotka (El Loo Gris y Caperucita Roja) realizado por Garri Bardine en 1990

Muchas veces he hablado de la geografía de la animación y como uno de sus lugares míticos es/fue los estudios soviéticos Soyuz Multifilm. Para que puedan apreciar la importancia de ese estudio, y por ende la de toda la animación del bloque soviético, baste decir que en los años que median entre la muerte de Stalin y la disolución de la URSS, esos estudios fueron uno de los focos creativos de la animación experimental, con una plantilla de creadores de primera fila, que exploraron hasta sus últimas consecuencias casi todas las técnicas de la animación, con una especial preferencia por la stop motion en sus múltiples manifestaciones, muñecos, siluetas, cut-out y, como es el caso, plastilina.

Un curiosa paradoja en la que un régimen totalitarios promovieron trabajos de absoluta libertad y audacia formales, en cierta manera obligados por su propaganda a tolerar esa ebullición espiritual, puesto que al ser productos destinados a la exportación, y por tanto, propaganda, debían mostrar al mundo la libertad y la superioridad del mundo comunista en todos sus aspectos. Unos logros que no hubieran sido alcanzados, asímismo, si no fuera porque esos artistas trabajan en régimen de subvención, sin estar sometidos a la competencia ni a las leyes del mercado, y por tanto pudiendo entregarse por entero a su arte.

Ese edén, falso en muchos aspectos, pero que nos regaló tantas obtas maestras de la animación se terminó con la caída del bloque soviético, que paró en seco la carrera de esa pléyade de artistas que en décadas anteriores había asombrado al mundo. Por ello, en más de un aspecto, el corto de Bardine, realizado en 1990, constituye el adiós definitivo de una manera de cultivar la animación y de protegerla, muerta antes de que comenzará su decadencia.

Y es que el corto de Bardine es una de las grandes obras maestras de la animación en plastilina, una manera que para los que fuimos niños en los 70 despierta especiales recuerdos. Obra maestra, he dicho, pero no es una exageración. Si no he capturado una secuencia más larga es precisamente porque el movimiento con Bardine dota a sus creaciones es tan rápido y vivas que obligaría a realizar las capturas plano a plano, para que así pudieran hacerse una idea. Pero  no es solo, el hecho de contar con un material básico como el de la plastilana que puede ser deformado, estirado y transformado con la sola presión de los dedos, permite al animador crear toda clase de chistes y sorpresas visuales, que se convierten en el ritmo constante que marca y puntea la historia, sin permitir un momento de descanso al espectador

Una historia que adapta por enésima vez el cuento de Caperucita y el lobo y que parte de sus egregios precedentes, Disney y Avery, para dar una enésima vuelta de tuerca y demostrar como las historias pueden ser reinventadas y recreadas una y otra vez, sin que haya otro límite que el talento y la creatividad del artista. En este caso, el viaje de Caperucita tiene lugar en unas coordenadas geográficas más que precisas y que nos obligan a pensar si deberíamos tener también en cuenta las coordenadas temporales en que fue realizado, ya que el trayecto le lleva de Moscú a Paris, cruzando una Europa llena de peligros, donde el Paris lejano es el único refugio la única esperanza.

Pero no piensen en un corto gris y obscuro, lleno de presagios. Muy al contrario, esta penúltima obra de SoyuzMultifilm, es un prodigio de alegría y buen humor, donde el cuento tradicional se disfraza con las formas del musical, introduciendo de rondón todo tipo de melodías tradicionales, populares y cultas, además de hacer guiños constantes a los cuentos y fábulas populares, que son vueltos a visitar y puesto del revés, hasta alcanzar una conclusión inesperada y no menos esperanzada, propia del tiempo histórico en el que se creo el corto y que no tardaría en verse defraudada.

Así que aquí se lo dejo, subtitulado en inglés para que lo disfruten. Arrellánense en su silla, prepárense algo para picotear y sumérjanse en estos treinta minutos de pura delicia... porque nada similar hay ahora mismo.





sábado, 26 de febrero de 2011

Let your imagination run free





























La secuencia arriba mostrada pertenece a Genshiken 2, la segunda parte de la serie del mismo nombre, y que para el que no lo sepa, relata las anécdotas cotidiana de un club que bajo el rimbombante nombre de Sociedad para el estudio de la cultura visual contemporánea esconde a un variopinto grupo de excéntricos universitarios que se dedican a ver anime, leer manga y asistir a las variopintas convenciones relacionadas con ese tema.

En concreto, la torrida escena que he elegido como ilustración, no es sino una de las fantasías de uno de los miembros del club (no les descubriré quién, por si quieren uds ver la serie) que tiene una afición secreta por el yaoi, es decir las historia de amor ente hombres, y que no puede evitar imaginarse a los miembros masculinos del club envueltos en ardientes pasiones, ambientadas en lujosos e idealizados ambientes.

Una recreación de las fantasías secretas de ese personaje que sirve como ilustración perfecta de lo que constituye una de las mayores fortalezas de la serie, el hecho de ser extremadamente divertida sin que se vea forzada. En otras palabras, la visión de esta serie sobre el fenómeno otaku es claramente amable y cómplice, pero no duda en dejar al descubierto todos los elementos discordantes que provocan el rechazo de las gentes no contagiadas por esa afición, de forma que sus personajes aparentan ser personas normales excepto en esa pequeña diferencia, subrayada por el hecho de que durante la mayor parte de la serie, especialmente en su primera parte, nuestro punto de vista es el de un extraño, alguien que no comprende la pasión de los fan que le rodean, pero que por circunstancias especiales no puede alejarse de ellos.

Y esta es la segunda fortaleza de la serie, ya que en cierta manera la transformación que sufre ese extraño del que hablo es pareja a la experimentada por el espectador, ya que la convivencia prolongada con estos extraños apasionados, lleva a que este observador acabe por tolerarlos primero y estimarlos después, convirtiéndose en uno de sus defensores, en el ancla que los liga a la realidad y evita que se pierdan definitivamente, hasta acabar participando con cierta satisfacción en las actividades de ese club que le ha adoptado y del que es su mentor y líder tácito.

lunes, 21 de febrero de 2011

ADMG Capítulo IV: Cesarea Marítima Año 69 d.C.

Lunes, nueva entrada de Ad Maoirem Gloriam Dei, esta vez uno de los cuentos que se ocupan del lado romano del conflicto...  y al revisarlos, me explicó porqué no pude continuar con la versión 9 y pasé a las perdidas 10 y 11. Simplemente, este cuento tendría que introducir uno de los temas centrales sobre los que se articulase la novela, pero además, tenía que ser un interludio lírico y melancólico en medio de la crudeza del conflicto, anunciada por el cuento anterior y continuada por el que sigue, pero desgraciadamente fracasa en ambos propósitos y no cubre ninguno.

En fin, aquí lo tienen, disfrútenlo en lo que es y no le pidan más.

Capitulo IV: Cesarea Marítima, Año 69 d.C.

Queda poco para que se ponga el sol. Ya está tan bajo en el horizonte, que su luz tiñe de oro el mar mediterráneo y sus rayos dibujan un camino que casi alcanza la costa. En la ciudad, la mayor parte de las calles están ya en sombra, y en los campos que la rodean, se recorta la forma dentada de las murallas.
  
El palacio, construido sobre un cabo artificial que se adentra en el mar Mediterráneo, aún está bañado por la luz del sol y refulge casi cegador, especialmente si se le contempla desde la ciudad ya obscura. Quizás fuera otra de las ideas del rey que la fundó, otro tanto de los medios de afirmar su dominio y mostrar su poder.
  
Arriba, en las habitaciones del piso noble, los rayos del sol entran hasta el fondo de las habitaciones, dibujando amplios rectángulos rojizos sobre el pavimento, cuyo extremo asciende lentamente por las paredes, acercándose al techo, debilitándose al mismo tiempo. Su brillo rescata fragmentos de muebles de las tinieblas. La mitad de un banco, la esquina de un lecho, las costinas que penden de un dosel invisible.
  
El hombre, el anciano, medita apoyado sobre la baranda que rodea todo el piso, dando la espalda a uno de los dormitorios. Frente a él se extiende la ciudad entera, surgiendo de las sombras que avanzan, que parecen querer devolverla al vacío sobre el que fue fundada.
  
Un gesto de sorna se dibuja en el rostro del anciano. Toda esa maraña de casas y calles son producto del capricho de un rey. Una locura creada para justificar otra locura. Ante él se abre el puerto, el único fondeadero seguro entre Fenicia y Egipto, cuajado de mástiles, repleto de naves procedentes de las cuatro esquinas del Imperio. Su recinto entero fue arrancado al mar. De montañas lejanas, con innumerables trabajos, se acarrearon bloques inmensos que luego se arrojaron a las aguas. Uno tras otro, uno tras otro, hasta que al final sobresalieron de entre las olas. Así se construyó la curva del malecón, pero no bastó con eso, con bloques no menos grandes, se erigió una muralla sobre el dique, guarnecida de fuertes torres, para demostrar que no se temía a los hombres o a la naturaleza. Para culminar la obra, a cada lado de la bocana del puerto se erigieron colosos completamente desnudos, para demostrar que tampoco se tenía miedo a los dioses.
  
Si que había, sin embargo, hombres y dioses a los que se tenía miedo. Justo al lado del puerto, donde todas las mercancías se concentraban antes de ser distribuidas, en medio de una explanada, levantado sobre una colina artificial, se alzaba el templo dedicado a un dios que era al mismo tiempo hombre, al emperador Augusto y a la ciudad, Roma, que había conquistado el mundo. Ése era el único edificio, junto con el palacio, que se divisaba desde el mar, antes de vislumbrar la ciudad, la única construcción, junto con el palacio, que nadie podía evitar ver desde dentro de la ciudad. Los dos poderes que regían cielo y tierra, los dos poderes de los que ningún hombre podía pretender escapar.
   
Del puerto, vigilado por las orgullosas columnas del templo, partía el cardo decúmano, hasta llegar a las puertas, sobrepasarlas y transformarse en calzada que cruzaba las colinas y se perdía entre ellas hasta alcanzar, dicen, la antiquísima y al mismo tiempo moderna, ciudad de Jerusalén. Ahora, de entre las colinas, siguiendo la calzada, desciende una larga procesión de hombres. Han encendido antorchas, antes de que les sorprenda la noche, pero los últimos rayos del sol encienden brillos en las armas que portan, en las corazas que los protegen.
  
Son las legiones, los ejércitos romanos que han conquistado ya toda Judea, los soldados a los que sólo les falta el premio que es Jerusalén. Sus filas, rectas, apretadas, se deslizan por las puertas de la ciudad, siguen el decúmano, tuercen donde se corta con el cardo y continúan en dirección al palacio, hasta desaparecer tras la curva del circo y el teatro aledaños, hasta perderse en los jardines que separan estos edificios de las puertas del palacio. Sólo aquí y allí, entre las sombras, en el hueco de un arco, en el espacio que dejan las ramas, el temblor de una antorcha les descubre.
   
Las formaciones marchan en silencio, las espadas envainadas, los escudos a la espalda, manteniendo un espacio constante entre centuria y centuria, obedientes a la menor orden de los centuriones y tribunos que los guían.

-¿Cuánto nos queda? – pregunta una voz desde el interior de la habitación.
   
El hombre se vuelve. Sobre la cama, en la esquina aún iluminada por la débil luz del atardecer, puede verse la mano y parte del brazo de una mujer.

- Poco  – una nube de tristeza cruza el rostro del anciano –  Demasiado poco.

La mano de la mujer se cierra sobre las ropas del lecho, atrapándolas en su puño.

- Las cosas no pueden ser de otra manera. – su voz es joven, dulce, tranquila, aunque puede adivinarse una cierta tristeza – A ninguno nos ha sido concedido el poder mentirnos.
- Nadie puede escapar a la mirada del mundo. Un nuevo Antonio y una nueva Cleopatra. Habríamos perdido antes de comenzar.
- Te callas lo peor.
- ¿Necesitas oírlo?
- Su silencio me lo dirá todos los días. Dilo al menos tú en voz alta.
   
El anciano entra en la habitación. De pie frente a la cama, extiende la mano al lugar donde debe estar el rostro de mujer.

- Tú eres la reina Berenice – dice, mientras sus manos ásperas acarician la piel suave de la joven – la mayor gobernante del Oriente, aquélla ante quien todos se arrodillan, como diosa que ha descendido a la tierra. Qué mayor gloria para el futuro emperador, aquél que va a sofocar la rebelión del Oriente, que el haber sometido también a la reina de los rebeldes. Que orgullosos se sentirán también todos los romanos, cuando él, cansado de ti, te abandone y vuelva a Roma.
  
La obscuridad llena toda la habitación, el sol debe haberse puesto, violetas y añiles cubren el cielo. En el silencio, el retumbar de los soldados que avanzan crece y crece, hasta parecer casi atronador.

- ¿Les llamo ya? Nadie debe sospechar... – susurra el anciano y hace ademán de retirar la mano.
  
La mano de la mujer agarra la muñeca del hombre y evita que la aparte.

- Aún no. Un instante más.- y con la voz muestra cuanto saborea ese contacto – Qué engañado está el mundo. Nos creen poderosos, dichosos, y en el fondo somos unos desgraciados.
- Sabes que no voy a contradecirte.
- Vivir rodeados de necios. Saber que no son más que esclavos de ellos mismos. Que puedes adivinar sus deseos más íntimos. Que bastará agitar un espejismo ante ellos para que te sigan al fin del mundo.... y luego cuando encuentras alguien igual a ti...
- Saber al instante que debes separarte de él, porque así lo pide el mundo....
  
Los dos callan por un instante.

- Márchate ahora – apenas se la oye y si el anciano se da cuenta es porque es ella quien se ha apartado de él, quien huye de su contacto – Llámales. Que comience la representación.
  
El anciano abre las puertas. Los dos legionarios que aguardan fuera se cuadran al verle.

- ¡Traed antorchas! – su voz es dura y potente, la de aquél que conduce a los hombres a la batalla. - ¡Llamad a las esclavas! ¡La reina Berenice así lo ordena!
  
Tropezando las unas con las otras, a la carrera, las sirvientas entran en la habitación, cierran las batientes de la puerta. Berenice ya ha abandonado el lecho y avanza hacia el centro de la habitación, sin dignarse a mirarlas. Simplemente extiende los brazos, permita que la desvistan y que la recubran con las ropas y los atributos de su rango. Lentamente, a medida que su cuerpo recibe símbolo tras símbolo de su poder, el rostro de la reina se torna más inexpresivo, más ilegible, sólo un cierto cansancio es visible, como si el peso de tantos honores la abrumase.
   
Llaman a la puerta. El rostro de un paje aparece, tímido, en la  puerta. Tito Flavio Vespasiano, general en jefe de las legiones de Oriente, solicita audiencia a la reina Berenice, soberana de los judíos, señora de Judea y Galilea. Un gesto con la barbilla basta para concederlo.
   
Con paso firme, con la cabeza bien alta, el anciano entra en la habitación de la reina. Su capa de color púrpura ondea a su espalda. La coraza que porta, el sol labrado en ella, refulgen a la luz de las antorchas, con el mismo brillo que la diadema de oro que reposa en la cabellera de la reina o el vestido del mismo material que la cubre por entero, ocultando sus brazos, borrando su figura.
   
Durante largo rato, ambos se miran a los ojos, con frialdad, con dureza. Luego lentamente, la reina Berenice se inclina, hinca la rodilla en el suelo y se prosterna ante el general.

- Reconozco en vos a mi señor. – pronuncia con voz clara, para que todos la oigan – aquél que tiene poder para quitarme mi reino si así le place, aquél que puede luego devolvérmelo si así le conviene.
- Levantaos – pronuncia con la misma voz clara, con el mismo deseo de ser entendido por todos – Vuestro rango es tan alto que no debéis inclinaros ante nadie, fuera del mismo emperador.
   
Berenice alza la cabeza, pero no se incorpora, en su rostro se ha dibujado una sonrisa de entendimiento, como si le preguntase si había interpretado bien su papel o no, la misma sonrisa con la que Vespasiano le indica que sí, que lo ha hecho perfectamente.
  
Un estrépito interrumpe la comedia. Un grupo de soldados ha aparecido en la puerta, ninguno es capaz de reprimir la agitación que les domina. Sólo Hermann, que les guía, permanece tranquilo, expectante a la reacción de su general. Viste la armadura de combate, se ha ceñido el casco a la barbilla, y su mano, su mano útil, reposa en la empuñadura del gladio.

- ¡Señor! – comienza a hablar, pero un gesto de Vespasiano le interrumpe.

- Marchaos todos.- ordena - ¡Marchaos todos! ¡Lo que Hermann tenga que decir lo escucharemos la reina y yo a solas!
  
Las puertas rechinan al cerrarse. Berenice lo observa con una mirada de sorna, la misma que se refleja en su voz.

- ¿No crees que les estás haciendo sufrir?
- ¿Sufrir? ¿Qué piensas que dirá la historia?
- ¿Qué te negaste hasta el final a rebelarte contra el emperador? ¿Qué sólo lo hiciste cuando Roma te lo pidió? ¿Qué fue para impedir que cayese en la anarquía? ¿Para proteger el imperio?
- No quedaría mal en los libros de historia ¿No es cierto? Ya me imagino a poetastros y aduladores, acumulando alabanzas, convirtiéndolo en un ejemplo de moral, que todos deben imitar.
   
Berenice señala a Hermann con la barbilla.

- ¿Y éste? ¿No temes que lo cuente todo?
- ¿Él? Es más romano que muchos romanos. Si les permitieran seguir festejando, venderían inmediatamente el imperio – Vespasiano agarra el muñón de Hermann y se lo muestra a Berenice – él, en cambio, no ha dudado en sacrificar su brazo... y más que eso si no le hubiera protegido el azar.
- ¿Crees que me estás enseñando algo? ¿No he hecho yo lo mismo? He abandonado a los míos... si quiero sobrevivir, tengo que apoyaros a vosotros.
- Como Tiberio Alejandro también, que disfruta exterminando a sus hermanos de raza... Si tuviéramos más como él, esta guerra habría terminado ya hace un año.
- Y tú no estarías a punto de ser nombrado emperador.
- Cierto. Al final voy a tener que agradecer que tu pueblo sólo críe fanáticos... pero vosotros tampoco lo hacéis gratis ¿O me equivoco?
- Desde fuera no es posible derrotaros, pero desde dentro podremos arrebataros el imperio.
- Y no tardaréis, no tardaréis.... deja transcurrir un siglo o dos, y pronto los emperadores serán gente de estas tierras... o de cualquier otra, menos de Roma. Por eso no entiendo esta rebelión. Es tan absurda, tan inútil... lo vais a conseguir todo de cualquier manera, por muchas guerras que libremos contra vosotros, la victoria os pertenece. Sólo tenéis que esperar.
- Vosotros no esperasteis a conquistar el mundo.
   
Ambos callan. Berenice es la primera en hablar.

- Entonces... si ambos lo sabemos, ¿Por qué has retenido a Hermann?

Vespasiano no ha soltado el muñón de Hermann. Lo acaricia suavemente.

- Tengo que pedirle un favor. ¿Te extraña, Hermann? – la mirada de Vespasiano, llena de sorna, se clava en los ojos de Hermann. Éste no reacciona, permanece en posición de firmes, mantiene su expresión vacía – No, no te extraña. Eres un buen soldado, dispuesto a sacrificarte por el imperio y su emperador, preparado para aceptar cualquier orden...
- Deja de jugar con él. Dile ya lo que quieres.
- En el fondo les agrada pensar que les estás suplicando, que si no fuera por ellos no podrías hacer nada... Hazles creer esto y morirán alegres, aunque tú no pienses en ellos ni un solo instante. Pero no es tu caso, no es tu caso – y la mirada de Vespasiano se hace más dulce – pronto ya no seré vuestro comandante, me substituirá mi hijo... y él es demasiado joven, demasiado idealista... necesita a alguien que le proteja. ¿Harás eso por mí, Hermann? ¿Lo jurarías por el brazo que perdiste, por el muñón que te lo recuerda cada día?

La mano de Hermann agarra la mano de Vespasiano. Su mirada se hace más intensa. Su voz no tiembla al pronunciar el juramento.

- Gracias – responde Vespasiano, dejándole libre – Gracias. De parte de un anciano. Tan viejo como podría serlo tu propio padre.
   
Unos segundos para recobrar la compostura, para recubrir el rostro de las máscaras de dignidad e indiferencia que debe acompañar al emperador del mundo.

- Solo siento que mi hijo no esté aquí para ver como los romanos proclaman y coronan a un emperador.... Tanto preparar mi ascensión al trono y al final se la va a perder. Que se le va a hacer, tendrá que esperar a que le llegue su turno... ¿Está preparada, reina Berenice?
  
La reina se inclina ante Vespasiano.

- Siempre lo he estado, mi señor.
- Vayamos pues. Hermann, abre las puertas.
  
Soldados y esclavos esperan fuera, visiblemente agitados. Un estremecimiento les sacude, la sorpresa llena sus rostros, al ver salir al general seguido por la reina. No dura mucho. Cediendo a la rutina y al entrenamiento, los soldados se cuadran, alzan la cabeza y presentan armas al paso de ambos, aguardan a que se hayan alejado y luego se unen al cortejo. Los esclavos corren ante ellos dos, anunciando su llegada,  avisando a todos que se aproximan, abriendo el paso, despejando los obstáculos, apartando a aquellos que se interponen.
   
Así la pareja real, la reina y el futuro emperador, avanzan por los pasillos, solos, separados el uno del otro para siempre, sin mirarse, precedidos por Hermann, que marcha también impasible, la mano útil en el puño del gladio, la vista fija en algún punto indefinido delante de él, sin reparar en la agitación que les precede, en el tumulto que les sigue, solos en este mundo, fuera de él, presos de su destino.
   
Así descienden por las escalinatas del palacio, hasta llegar al patio. En él, el rey que fundo la ciudad había ordenado cavar un estanque, donde nadasen los peces más extraños y desconocidos y, todo a su alrededor, había plantado árboles traídos de las cuatro esquinas del mundo, para que el visitante se sorprendiese, para que no le cupiese duda alguna de la extensión de su poder.
    
Nada de esto es visible esta noche. A la luz de las antorchas brillan hilera tras hilera de cascos, que protegen rostros enjutos y contraídos, soldados dispuestos a todo, a cruzar por encima de quien fuera para lograr sus objetivos. La primera fila, dispuesta en semicírculo alrededor de la escalinata, la forma la oficialidad completa de las legiones, la veterana XII, que encabezado todos los ataques y todos los asaltos, las no menos fogueadas V, X y XV, expertas en la defensa del imperio contra los partos. Todas, sin excepción, victoriosas sobre los rebeldes, contando por miles, por decenas de miles, a los que han dado muerte.
   
Vespasiano no desciende los últimos escalones. Desde lo alto, con mirada irónica, observa a los oficiales que aguardan. Pasea por el escalón de un lado a otro, sonriente, perdiendo el tiempo a propósito. La inquietud, el nerviosismo comienzan a apoderarse de los soldados, se vuelven el uno al otro, cuchichean, discuten, elevan la voz, hasta que el estruendo de las voces atruena el patio. No se detendrán ahí, comienzan a moverse, a revolverse, a empujar a los que tienen delante, que a duras penas les contienen.
   
De repente, el silencio. Vespasiano ha alzado las manos. Todos callan, expectantes.

- No os entiendo – dice, y en su voz se aprecia que se está riendo de cada uno de ellos – De verdad que no os entiendo. No creo haber dado orden alguna para que os congreguéis aquí y, sin embargo, lo habéis hecho. Esto – y su mirada se clava, uno tras otro, en la de cada uno de los oficiales, obligándoles a bajar la cabeza – Eso es algo muy parecido a un motín. Algo que merecería un castigo riguroso, pero me temo que si es un motín, no tendré oportunidad de aplicarlo. ¿Me equivoco?
- Señor – un oficial se ha adelantado la cabeza baja. – no es lo que creéis.
- ¿No es lo que creo? – la mirada de indignación de Vespasiano hace retroceder a todos un paso – ¿Y tú vas a explicármelo? ¿Tú eres el portavoz de estos cobardes que se atreven a rebelarse contra su general? Bueno... ya que estás aquí, habla. Soy todo oídos.
- Señor. El ejército, Roma entera, no puede continuar así por más tiempo. Cuatro emperadores, a cada cual peor, se ha sucedido en el corto espacio de un año y por conseguir el poder no han dudado en quebrar sus juramentos, desguarnecer las murallas y volver legión contra legión, hermano contra  hermano. ¡Señor! ¡Apelamos a vos! ¡El imperio se desmorona! ¡Los pueblos sometidos se rebelan! ¡Debemos actuar ahora, antes que sea demasiado tarde!
- Ya... y por eso debo convertirme yo en un traidor. No habéis elegido mal, no. Obligáis a un viejo a ceñir la corona... al fin y al cabo no tardará mucho en morir y seguro que el peso del poder lo acelera. Luego el poder quedará libre... disponible para cualquiera de vosotros.
- ¡Señor! ¡Cómo podéis!
- Qué no, Qué no me engañáis. Buscad a cualquier otro. Yo seguiré siendo fiel. Además, pensadlo bien, por ganar vuestro favor seguro que Vitelo os cubre de oro. Yo siempre os tendré miedo. Buscaré debilitaros. Saldréis perdiendo.
   
El oficial se queda con la boca abierta. ¿No le habían asegurado que todo estaba ya decidido? ¿A qué viene todo esto? Lleno de rabia, aprieta los dientes y desenvaina la espada, por un instante parece que va a abalanzarse sobre Vespasiano. Sólo se lo impide la actitud de Hermann que se ha interpuesto, desenvainada también la espada, preparado a abatirle si intenta algo.

- ¡Señor! – la voz del oficial se quiebra - ¡No nos echaremos atrás! ¡Pasaremos por encima de quien sea! ¡Aunque... Aunque.... Aunque se trate de vos mismo!

La risa de Vespasiano sorprende a todos.

- Bobos. Bobos.



domingo, 20 de febrero de 2011

100 AS (XLVI): Entre deux seours (1991) Caroline Leaf


















Como cada domingo, ha llegado el momento de revisar un corto animado de la lista recopilada por el festival de Annecy, y en este caso le ha llegado el turno a Entre deux seours, realizado en 1991 por Caroline Leaf para la NFB de Canada.

Para nadie que lea habitualmente estas entradas, debe serle ya desconocido el nombre de la NFB de Canada, del cual una y otra vez he comentado su cualidad de lugar mítico en la geografía de la animación, pero el de Caroline Leaf puede resultarles un poco más desconocido. Para refrescarles la memoria, les diré que en esta misma lista tuvimos la oportunidad de comentar otro de su cortos, concretamente en el número 10, con lo que al honor de contar con dos entradas, se une el de figurar en los primeros puestos.

En esa ocasión ya señale las características principales de su técnica, un modo que podría denominarse animación destructiva, en la cual el animador pinta sobre cristal la escena que quiere animar y, tras cada toma, la va modificando directamente sobre esa superficie, de manera que al final de la secuencia, no queda nada del diseño original y de las fase intermedias. Un método cuyo resultado final puede parecer un tanto burdo, al apreciarse los titubeos y errores del artista, pero que permite crear transformaciones imposibles con otros medios, al menos hasta la llegada del ordenador y la 3D.

En el corto que nos ocupa, Leaf utiliza esta técnica de una forma curiosamente sobria, limitando el dibujo a unas cuantas líneas que aparecen y desaparecen, a partir de las cuales el espectador debe intuir y adivinar el resto de la escena, y reduce al máximo su paleta, apenas, blanco sobre negro en las escenas de interior, como pueden ver en las capturas anteriores, o tierras sobre blanco en las escenas de exterior.

No obstante, lo que podría parecer un capricho estético, un tour de force para llevar la técnica a sus últimas consecuencias, que también lo es, se revela como especialmente permanente al tema tratado, a la historia que se nos va revelando pincelada a pincelada, con la misma sobriedad y restricciones que el propio dibujo. En efecto, en esta historia de hermanas refugiadas en un isla, encerradas en una casa donde puertas y persianas cierran el acceso a las miradas indiscretas, apenas entra la luz, siendo el punto de vista que adopta el animador el de la persona que vive aconstumbrada a la penumbra y que por tanto sólo puede aprecia contornos y formas intuidas, sacadas brevemente de la obscuridad

Este juego de luz y obscuridad, de lo visto y lo no visto, tan poco corriente en un como el cine, cuya esencia, no obstante, es la captura de la luz, se revela además especialmente pertinente en el contexto de la historia, el de dos personas que viven ocultas del mundo, y prefieren un encierro voluntario a la libertad de los espacios abiertos, de forma que cuando el mundo exterior llegue a su escondrijo, la irrupción de la luz sea tan potente y cegadora para el espectador como lo es para los personajes.

Un irrupción que servirá para desencadenar cambios que se suponen trascendentales, pero cuyas consecuencias ultimas se nos ocultan. al igual que permanece sumido en la obscuridad los acontecimientos que llevaron a estas dos mujeres al encierro, pero donde se vislumbra una sórdida historia de odio, humillación y dominación, en la que la culpa no fue del mundo exterior.

y como siempre, les dejo con el corto para que lo disfruten. háganlo porque merece la pena y aunque no entiendan el idioma, déjense arrastrar por las imágenes y saquen sus propias conclusiones.

sábado, 19 de febrero de 2011

Banality

Old Painting, Hans Peter Feldmann

Tengo la mala costumbre de pasarme de muy tarde en tarde por el Sofidú (MNCARS  en terminología oficial) lo cual provoca que muchas de sus exposiciones las vea en extremo. La razón de este descuido es que por alguna razón este museo no suele publicar su muestrario de exposiciones en los periódicos y mi vagancia habitual me impide consultar su página web, a pesar de que sé perfectamente de que el hecho de tratarse de un museo de arte contemporáneo sin colección propia, le lleva a abordar disciplinas poco habituales, como el cine y montar muestras temporales más que interesantes, en las que se ilustran los caminos del arte (o de eso que aún llamamos arte) en los últimos decenios, una labor de actualización que todo aficionado debe llevar al día.

El caso es que dos de las exposiciones aún abiertas están en su última semana y, para mayor inri, son de aquellas que no debe uno perderse. La primera es la del cineasta experimental patrio, Val del Omar, una de las figuras más importantes y más olvidades de nuestro cine y a la que dedicaré una entrada en exclusiva cuando vuelva a ver su cortos, dentro de unas semanas, mientras que la otra es del artista postmoderno Hans Peter Feldmann, perfecto ejemplo de lo lejos que se encuentra la práctica del arte de lo que era el paradigma cuando yo me aficione a su disfrute, ese modernismo/formalismo que glosara tan bien Robert Hughes en The Shock of The New, que ya fuera objeto de una larga serie de entradas en este su blog.

Mi primera impresión al visitar la exposición es gran parte del placer que experimentaba se debía a algo tan trivial como saber el chiste. Uno de tantos rasgos que sirven para definir el postmodernismo, es que este movimiento es consciente de la muerte del arte, o mejor dicho de que no hay un límite que separe lo belleza de lo feo, lo importante de los intrascendente, de forma que gran parte de sus esfuerzos se destinan a constatar ese hecho, lo cual nos lleva al segundo rasgo característico, que al ser el postmodernismo un movimiento eminentemente literario, sus obras en las artes plásticas, se limitan a la ilustración de un concepto, que debe poder ser leído por el espectador, disfrazado y distorsionado en mayor o menor medida, y  renunciando  por tanto a cualquier tipo de valores formales o estéticos, los cuales no pueden ser perseguidos al haberse desvanecido el concepto de belleza.

De esta manera, Feldmann juega con nuestras percepciones e ideas preconcebidas, al colocar sobre pedestales objetos completamente banales, la quincallería, los objetos de consumo que se tiran al poco de comprarlos, para destruir la sacralidad que atribuimos al arte y a los recintos que lo albergan (de ahí el apelativo irónico de todas sus exposiciones). Esta postura ideológica llega, en mi opinión, a su máxima expresión el las llamadas Wunderkammer, unas vitrinas extráñamente similares a las de un museo arqueológico y en las que se guardan, perfectamente ordenadas, toda clase de objetos banales y pasados de moda, como si se quisiera mostrar al espectador que no seremos recordados por los supuestos logros de los que tanto nos enorgullecemos, sino por la basura que hemos dejado atrás.


Otra vertiente importantísima de Feldmann  y del postmodernismo, es la descontextualización de los objetos, ya sea la imagen artística del pasado a la que se aplican los criterios sociales del presente, como es el caso de la imagen que encabeza esta entrada, en la que se ha protegido la identidad de la Venus de Urbino, ocultando sus ojos,o bien exponiendo en lugar preferente los objetos más banales, tal y como se hace con los tesoros del pasado. Así, las fotos individuales de los integrantes de la selección de fútbol alemana, son ampliadas, encuadradas y colocadas para que recuerden a los apostolados de la pintura del renacimiento y barroco, en una doble labor de zapa de los idolos presentes y pasados.

Sin embargo, no es posible evitar, una vez visitada la exposición, que a lo largo de sus salas, Feldmann se limita a ilustrar una y otra vez una única idea, la de la imposibilidad de separar arte de no arte, fealdad de belleza... lo cual consituye su mayor debilidad, ya que no deja de ser un concepto viejo y completamente agotado, surgido en los años 60 con el pop y los nuevos realismos, y que por tanto no constituye ninguna novedad o avance en la práctica artística.

Lo cual es, por cierto, otro rasgo postmoderno, ya que para los artistas de este movimiento el progreso ya no existe y la única posibilidad existente es la de repetir lo pasado, con la ironía y el desapego que otorga el conocer la historia por entero.