jueves, 31 de julio de 2008

Overlord

















Ayer veía esta película por segunda vez en el intervalo de dos semanas y me servía para confirmar una opinión que se va transformando con el tiempo en certeza, lo vacía, insulsa y prescindible que es Saving Private Ryan, a pesar de que se consideré como el paradigma del cine bélico moderno, que parece que consiste en ensuciar el celuloide y llamar a eso realismo.

Una visión que está en las antípodas de la cinta de la que hablo, Overlord, y cuyo inicio he roto en fotogramas para encabezar esta entrada. Una película de 1975 que trata de los mismos acontecimientos que la obra de Spielberg, pero con unos presupuestos y unos resultados estéticos diametralmente opuestos.

En primer lugar, está el caso de la entidad promotora, ni más ni menos que el Imperial War Museum británico, que al contrario que la mayoría de los museos de la guerra, pretende ante todo guardar la memoria colectiva de los conflictos en los que se vio implicada Gran Bretaña en el siglo pasado. Voy a repetir una palabra, colectiva, porque trata de representar la experiencia de todas las personas anónimas, civiles y combatientes, que vivieron esos acontecimientos. Un enfoque, por tanto, contrario al de las batallas, campañas y glorias militares, y que lleva a que en el archivo de este museo y sus espacios expositivos, se dé primacía a la voz como digo, de la personas corrientes, en forma de cartas, diarios, testimonios, y sobre todo, del registro documental tomado sobre el terreno.

Un registro documental que iba a ser al principio, el único material de esta película, pensada como un documental puro que recogiese lo que supuso el desembarco de Normandía en su. 30 aniversario. Un proyecto que se transformo en una película mixta, compuesta por segmentos documentales y por escenas de ficción, ya que se vio la necesidad de dar voz a los soldados anónimos, de representar, como digo su experiencia y sus vivencias, y de rellenar los huecos que el celuloide tomado in situ no había captado.

Así tenemos una película cuando menos extraña, en el sentido de desusado y original, ya que la historia de ese soldado anónimo, representante de todos sus camaradas, se va ilustrando con las escenas documentales de la guerra, tomadas en los lugares de los hechos. Un enfoque que podría haber dado origen a un docudrama, pero que en este caso, consigue lo que no puede calificarse de otra manera que de obra mayor, puesto que las escenas documentales se muestran sin ningún comentario, obligando al espectador a reconstruir lo que está pasando, a salir del estrecho mundo cuartelario en el que vive el protagonista y darse cuenta de la enormidad de los acontecimientos en los que éste está sumido, de lo inexorable de su transcurso y de lo minúsculo que es él comparado con ellos.

Minúsculo y prescindible, sí, puesto que la vida militar de este soldado, instrucción tras instrucción, maniobras tras maniobras, traslado tras traslado, con alguna pequeña excursión de permiso, está narrada en tono menor, casi con desapego, reproduciendo el aburrimiento absoluto que supone la vida militar, punteada aquí y allá por alguna anécdota memorable y no tan memorable. Una monotonía, una rutina, en la que el individuo se va hundiendo hasta desaparecer, en la que se le arrebata todo lo que era, todo lo que había encontrado, hasta que ya no puede imaginarse fuera de ella.

Esta oposición, privado/público, documental/ficción, es precisamente otra de las grandes virtudes de la película. La enormidad de las imágenes que vemos, las masas humanas, el material aparentemente inagotable, el poder de las armas en acción, ejerce un efecto hipnótico, fascinante, realzado por la inusitada perfección técnica con la que están rodadas la mayoría de ellas (al contrario que el celuloide sucio y desmañado del cine actual), que te hace pensar en muchas ocasiones que esa es la realidad, es más, que lo estás viendo con tus propios ojos. Una fascinación, casi enamoramiento, por lo que se está presenciando, a pesar de su horror y brutalidad, que es compartida por los mismos soldados implicados en los sucesos, según nos cuenta la película, que ante ese despliegue de medios, ante esos hechos sobre los que no tienen remedios, sienten como van desapareciendo en ese torbellino y acaban por adoptar una especie de fatalismo, una aceptación de la propia muerte y la propia desaparición de tintes claramente ascéticos, casi místicos.

Una aceptación que se plasma en las visiones de la muerte, propia y de otros, que el protagonista tiene de forma recurrente. Un imaginarse como será la muerte propia que se convierte en un ejercicio intelectual, frío y disociado, y que culmina al final en una de la muertes más anticlimáticas de la historia del cine, puesto que nunca, ni nosotros ni el protagonista, llegaremos a poner el pie en las playas de Francia.

Una muerte absurda y sin sentido, estúpida a inútil, como suelen ser todas las muertes y más en tiempo de guerra.

De nuevo, todo lo contrario de la excusa argumental de Saving Private Ryan

miércoles, 30 de julio de 2008

Show me your face (y II)

Ya había hablado con anterioridad de la que puede ser la exposición de este año, con perdón de la Tesoros Sumergidos de Egipto abierta en el matadero madrileño.

Me refiero por supuesto a la magnífica muestra El Retrato Renacentista, abierta en el museo del Prado. Una exposición donde se pueden encontrar autorretratos tan estupendos como el que muestro arriba, obra de Pontormo, del cual ya había hablado en alguna que otra ocasión. Un autorretrato que como muchas de las piezas allí exhibidas sirve para demoler nuestras falsas apreciaciones e iluminar todo el asunto con una luz nueva y renovada, la mirada de alguien que acaba de empezar a aprender y lo la de un persona que lleva ya decenios acudiendo a exposición tras exposición.

El caso es que Pontormo es un pintor al que le tengo especial cariño, desde un viaje a Florencia allá por el 95, en que hice un doble descubrimento, el suyo, para mí hasta entonces un nombre desconocido, y el del manierismo, que constituía la quintaesencia de todo lo que no debía ser la pintura.

A eso se llama caerse del caballo camino de Damasco. Porque para todo el que quisiera ver, el manierismo tenía muchos puntos de contacto con las artes del siglo XX, o dicho de otra manera, sólo tras la revolución absoluta en el ver y el sentir que supuso el siglo pasado, estábamos en disposición de entender a los artistas del siglo XVI. Ambos movimientos, el modernismo y el manierismo se enfrentaron a una situación de bloqueo artístico en que la propia perfección de las formas impedía su evolución, un cul-de-sac estético del que sólo se podía salir mediante la deformación de las normas y la invención de otras nuevas, misión en la que los vanguardistas del XX triunfaron, eclipsando todo lo anterior, pero que a los manieristas les valió el sambenito de ser malos pintores, o mucho peor, de ser, como digo, todo lo que no se debía hacer en pintura.

Por ello , es comprensible mi sorpresa, la de un aficionado aconstumbrado a las revoluciones pasadas, al descubrir los cuadros de Pontormo, al constatar como en sus creaciones la carne se disolvía en el color, como los personajes que poblaban sus telas parecían salidos de un ensueño, a la merced del mínimo soplo de aire que le hiciera desvanecerse sin remedio. De ahí también mi idea del Pontormo persona, como un carácter melancólico, atormentado por las dudas, siempre en una encrucijada.

Una idea contraria a la persona real, tan equivocada como la que yo tenía de Durero partiendo de la imagen que nos dan sus retratos, la de un hombre seguro de sí mismo, capaz de todo, pero que en realidad padecía horriblemente, según los testimonios contemporáneos, bajo esa enfermedad que los antiguos llamaban melancolía y nosotros hemos rebautizado como depresión. Unos testimonios contemporáneos que también nos muestran a Pontormo, al contrario de lo que yo creía, como un pintor combativo, luchador, dispuesto a llevar a cabo sus ideas contra viento y marea, sin miedo a los retos, y con un punto de megalomanía, como muestra su proyecto de frescos para la Iglesia de San Lorenzo en Florencia, desgraciadamente perdidos, pero con los que pensaba superar y derrotar al mismo Miguelángel.

Una personalidad que queda perfectamente simbolizada en el autorretrato con el que abro esta entrada, realizado mirándose en un espejo de cuerpo entero, en el que se muestra desafiante ante al mundo, señalando con el dedo al espejo en el que se mira y al dibujo que está trazando y a sí mismo, como pruebas de su bravura, de sus maestría y de su grandeza.

Al igual que cualquier artista mediático de ahora mismo, que sabe que no le basta con su arte, sino que tiene que exponer también su persona, provocando el escándalo y la polémica.

lunes, 28 de julio de 2008

Walking around in circles

Ich stellte mich recht lebhaft vor, wie hübsch ihre Wangen, und wie ihre körperliche Erscheinung mich mit ihren melodischen Weichheit bezauberte, wie ich vor einiger Zeit etwas fragte, wie sie im Zweifel und Unglauben die schönen Augen niedershlug, und daran, wie sie "nein" sagte, als ich sie fragte, 0b sie auf meine aufrichtige Liebe, Zuneigung, Hingabe und Zärtlichkeit glaube. Die Umstände hatten ihr befohlen, zu reisen, und sie war fortgegangen. Vielleicht würde ich sie boch rechtzeitig haben überzeugen können, das ich es gut mit ihr meine, das ihre liebenswürdige Person mir wichtig und das es mir aus vielen schönen Gründen daran gelegen sein,sie glücklich zu machen und damit mich selbst; aber ich gab mir keine Mühe mehr, und sie ging fort. Wozu dann die Blumen? "Sammelte ich Blumen, um sie auf meine Unglück zu legen" fraget ich mich, und die Strauss fiel mir aus der Hand. Ich hatte mich erhoben, um nach Hause zu gehen; denn es war schön spät, und alles war dunkel.

Robert Walser, der Spaziergang.

Me imaginé con gran viveza, que bellas eran sus mejillas y como me había embrujado su aparición física con su blandura melódica, como al poco tiempo la pregunte algo, como cerró los ojos con duda e incredidulidd y como me dijo que no, cuando la pregunté si creia en la firmeza de mi amor, de preferencia, de mi inclinación y mi ternura. Las circunstancias la obligaron a viajar y se había marchado. Quizás podría haberla convencido con tiempo de que yo la quería bien, de que su persona, digna de ser amada, era importante para mí, y que por múltiples y hermosas razones la haría afortunada yo con ella, pero no me esforcé y se marchó. ¿Para qué entonces las flores? "¿Es que recojo flores para depositarlas sobre mi infortunio?" me pregunte y el ramo se me cayó de la mano. Me había incorporado, para volver a casa, porque ya era tarde y todo estaba obscuro.

Hablaba ayer de mis excursiones a los lugares de mi infancia, y según publiqué la entrada, me di cuenta que en este último mes, el trayectos de casa al trabajo del trabajo a casa, había estado leyendo el cuento largo, una cien páginas, El paseo de Robert Walser, el eterno solitario errante, cuyo final he reproducido arriba, en traducción mía... y tengo que decir que cuanto más leo de ese escritor suizo de primero del siglo XX, más me siento fascinado por su pensamiento, no, eso es poco, cada vez me siento más identificado con él, con su forma de sentir y experimentar la vida, como si fuera un hermano mayor que me marca el camino y me advierte de los peligros, aunque yo no haya tenido el valor de seguir su ejemplo.

Yo también concibo, como él, el paseo como un placer irrenunciable, un goce físico y mental al mismo tiempo, puesto que es de los pocos ejercicios que te permite seguir pensando, sin que la violencia y la exigencia de esa actividad te distraiga del mundo que te rodea. De esa manera, al mismo tiempo que andas es posible admirar, dejarse fascinar y seducir por todo aquello que te encuentras en el camino, los paisajes, las vistas, las personas, sus variaciones a lo largo del día y la luz, e integrarlo en tus pensamientos, convertirlos en el mantillo espiritual que te permitirá seguir vivendo al día siguiente, que concederá la ilusión por volver a despertar, que te capacitará con las palabras y las frases necesarias para comunicarte con tus semejantes, para escribir estas anotaciones, estas aparentemente inútiles divagaciones.

Una actividad, la de vagar y divagar, que para Walser y para mí, es el pilar central de su personalidad, la que fundamente su trabajo, la que le permite rendir y brillar. Una necesidad sin la cual nos derrumbaríamos y que, incluso cuando todo se derrumbe a nuestro alrededor, como ocurrió con el suizo, como temo que ocurra conmigo, seguiremos manteniendo, porque no hacerlo así, será similar a estar muertos, será la auténtica muerte, de la que la otra no es más la confirmación.

Por ello, en este paseo de paseos que se narra en este asombroso cuento largo, Walser defiende bravamente su metodo de trabajo, el pasear largas horas para poder luego escribir encerrado en la alcoba, no frente a sus iguales, sino frente a los que podríamos creer sus contrarios, ni más ni menos que unos inspectores de aduanas, que quieren conocer cual es su oficio y dedicación, para así poder medir y calcular el impuesto de paso que deben aplicarlo. Una excusa que sirve al escritor para hacer una apología de su vida, de como su trabajo, como digo, no podría existir sin su vagabundeo, tan bien argumentado y tan bien demostrado, que los serios y estrictos funcionarios no pueden por menos que darle la razón y casi le extienden un certificado, lleno de sellos oficiales, para que le sirva de salvoconducto en el futuro.

Y esta es otra característica de este autor que me enamora. Otros vagabundos solitarios, o mejor dichos supuestos vagabundos solitarios, de esos que se hacen lenguas de estar On the Road, albergan en su interior un profundo rencor contra el mundo, desean en cierta manera, destruir y arrasar todo lo que no concuerde con ellos mismos, incluso, en la mayoría de las ocasiones, a ellos mismos. Nada de este odio, de esta amargura, de esta desesperación puede encontrarse en sus escritos, en tanto que se le respete, que se cumpla con él eso tan olvidado del Live and Let Live, todo los modos de vida son lícitos, todos son hermosos y encomiables, porque todos contribuyen a la variedad, a la riqueza del mundo por el que pasea Walser y de cuya belleza, tanto él como yo estamos enamorados.

Sólo en su pensamiento, y por supuesto en el mío, cabe un punto inextinguible de melancolía, el miedo a las ocasiones perdidas por nuestra propia culpa.

A todo eso que pudo ser y a lo que no supimos dar realidad, convertir en recuerdo y no en imaginación.

domingo, 27 de julio de 2008

Hieroglyphs in the Sky


El año pasado, más o menos por estas fechas, comentaba de mi visita a los lugares de la Sierra de Madrid a los que mi padre me llevaba cuando niño, concretamente, al puerto de Canencia, a unos 1500 metros de altura, más o menos.

Haces unos días, el jueves de la semana que hoy acaba, he vuelto a subir hasta allí, y me he encontrado con el cercado que me cerraba el paso a los prados de mi infancia, sólo que esta vez tenía yo el ánimo más de explorador y rodeando, rodeando he descubierto que es posible llegar a los lugares de mi memoria.

Para el que no lo conozca se pueda hacer una idea, la cosa es que una vez coronado el puerto según se viene de Madrid. se atraviesa un enorme pinar, de árboles rectos y gigantescos, la carretera sigue más o menos llana durante un buen tramo antes de empezar a descender al valle del Lozoya. El final de esa mesetilla es una curva donde mi padre dejaba el coche y donde se abría, al otro lado de la carretera, la entrada a los prados, protegidos de la vista desde la carretera, por una delgada pantalla de árboles.

Los prados estaban divididos en dos, uno grande que ocupaba un colina a la que había que subir desde la carretera, y uno pequeño, al que se llegaba tras descender de esta elevación y que estaba como recogido en un pequeño fuerte natural, puesto que el bosque hacía como una estrechura, dejando únicamente un estrecho paso, para llegar a ese prado pequeño, recogido y oculto, a salvo de todas las miradas (y mi padre, aún más celoso de su intimidad, era capaz de llegar a un tercer abrigo, un miniclaro en medio del bosque, que ¡ay! no he podido localizar.

El caso es que el cercado lo único que hace es cerrar el paso al prado grande, extendiéndose desde la cortina de árboles que bordea la carretera a los arbustos que anuncian el bosque que desciende al Lozoya, pero si uno sigue la carretera y más o menos adivina el lugar donde está la entalladura del prado pequeño, puede llegar hasta él, siguiendo su lindero, puesto que esa entalladura, esa extensión del bosque que cierra la entrada del prado pequeño y lo separa del grande, no es más que un arroyo, seco en estos tiempos de verano.

Así caminando sobre las piedras, saltando sobre troncos de árboles muertos, llegué, radiante de alegría al centro mismo del prado pequeño, casi irreconocible tras tantos años transcurridos, pero el lugar amado de mi infancia nuevamente restituido.

Y ahí estaba la pared infranqueable del bosque, helechos, arbustos, pinos altísimos...

..pero tan seductora y atrayentes, que nos hacía, a mi hermana y a mí, acercarnos al lindero y soñar con perdernos en sus sombras, con explorarlos y cartografíarlos.

Porque en las alturas se vislumbraban nuevos claros, nuevos lugares secretos, nunca visitados, o al menos así lo suponíamos, pero extrañamente llenos de promesas y tesoros...



...aunque estas sólo fueran, el orgullo de llegar hasta ellos, de haberlos conquistados, de admirar el cielo azul infinito, los bosques eternos...


que nos rodeaban por todas partes, separándonos de la civilización, borrando su existencia por un breve instante...


Aún quedaba lo mejor por llegar, puesto que tras este descubrimiento, tras este llegar como digo a mis lugares de la infancia, para que su visión me abriera el arcón de los recuerdos y me embriagaran los aromas allí almacenados durante años, mezclados y decantados hasta convertirse en uno solo, descubrí que podía desandar mis pasos y llegar hasta el prado grande, pues el cercado era sólo una barrera y no lo ocupada por completo, sólo te impedía llegar, ver, intuir los tesoros que tras él se guardaban, me encontré con este enorme árbol solitario...


...del cual despegaron, en medio de un estrépito de graznidos, unos cuervos no menos gigantescos, casi venidos de alguna época de la que los hombres no tiene recuerdos.

Así de esta manera, volví a Madrid lleno de melancolía, deseando encontrar el resto de lugares de mi infancia, aunque de algunos haya olvidado hasta el nombre, aunque no la luz tamizada de sus bosques, y de otros sepa que no seré capaz de encontrar el camino, o aunque lo encuentre, habrán sido borrados por el tiempo o la mano de los hombres.

¡Pero qué más da! Si me hubiera quedado en casa, encerrado, si no hubiera decidido rodear el cercado, no habría encontrado mis dos prados.

¡!Adelante pues! ¡Hacia el pasado!

jueves, 24 de julio de 2008

Daydreaming







Dado que esta temporada está siendo bastante aburrida, me está dando tiempo para recuperar del baúl series que había dejado de lado en su momento, bien por no considerarlas importantes, por no disponer del slot en que encajarlas o simplemente por mera vaguería.

Una de estas series es/era Windy Tales, que ya sería importante por su estilo de dibujo, tan abocetado y casi acuarelista, distinto, por tanto, al 99% de los animes que se pueden ver. Una excepción en su momento y que no ha vuelto a repetirse, quizás porque no tuvo ninguna repercusión, ya que los que suelen ver anime no son muy amigos de la experimentación, y los que lo son no son aficionados a esas cosas de los dibujitos.

Sin embargo, esta serie no es sólo importante por el estilo de dibujo, destaca también porque a pesar de sus elementos fantásticos, la existencia de unos manipuladores de los vientos que los controlan a su voluntad, el enfoque de la serie es representar las vivencias más sencillas y cotidianas, casi banales e intrascendentes, de estas personas, niños y adultos, que han adquirido esta gente.

Unas vivencias que, por el modo en que están narradas, son mucho más mágicas y extraordinarias que las mismas artes mágicas que suponen la excusa de la serie... o mejor dicho su MacGuffin.

Un ejemplo es el ilustrado arriba, perteneciente al episodio 5, donde una de las protagonistas, retirada al botiquín del colegio por tener un poco de fiebre, sufre una alucinación y se ve trasladada a la península Malaya, como si la realidad hubiera sido abolida.

Un ensueño cuyo detonante son las palabras de uno de los profesores, supuesto viajero y aventurero, que describe con absoluta precisión y todo lujo de detalles, esos que sólo puede conocer el que realmente ha estado en un lugar y ha vivido sobre el terreno, sus andanzas por esa región, tan exóticas para los japoneses como lo puedan ser para nosotros.

Una sugestión, casi un trance, que se consigue solamente con las palabras, con el tono reposado, con, como digo, la acumulación de detalles físicos, sensoriales, el calor, la sed, los sonidos, los colores, que llevan a nuestra protagonista a despertar en un mundo nuevo y renovado, completamente imaginario, pero al mismo tiempo, completamente real.

Que tanto a ella como a mí, nos hace desear ardientemente tomar el petate y marcharnos a recorrer mundo, como los auténticos viajeros, sin destino , ni plazo, sabiendo que el auténtico viaje es el camino y que el final llega, cuando el deseo de vagabundear es substituido por el ansía del hogar.

Un deseo que para ella es completamente nuevo, la primera vez que nunca se olvida, la que abre el mundo como un plano que se despliega para desvelar sus secretos, pero que para mí es una sensación vieja y apolillada, desusada y casi olvidada, pero que me hiere en todo mi ser.

Por conectarme repentinamente con quien fui, con la persona joven que, como esa niña, soñaba con lo que el mundo habría de traerle y revelarle, con todo lo que estaba por hacer, sin estrenar... pero que ahora sabe que cualquier actividad que emprenda puede ser realizada por última vez, o se quedará para siempre guardado en los arcones de lo nunca vivido, aunque repetidamente soñado.

lunes, 21 de julio de 2008

Magistra Vitae

The essence of war lies in injury and suffering, in the capture, maiming, and killing of human beings and the destruction of their property, however fertile the English language may be in euphemisms to disguise the fact. Characteristically, warfare is a reciprocal process, a competition in cruelty, which may turn the most peaceable of men into killers as well as victims. To cite Clausewitz again "War is an act of force to compel our enemy to do our will".

...

It might seem easier to adopt the absolute pacifist position - that in no circumstances can force be ever be justified - were it not for the evidence that inaction may lead to even greater evils. Yet any decision for war must confront the historical evidence that it is a fearfully blunt instrument, the repercussions of whose use cannot reliably be predicted and which may make matters even worse. Intrinsic to all military undertaking, however legitimate their motives, it is the risk that they will violate the principle of proportionality between ends and means, and that they will lead too to a bad war and a bad peace. The 1914-1918 conflict and the settlement that followed it remains an archetype for both, and the insights to be gained from studying them have a universal applicability, if only as a distant but forceful warning.

David Stevenson, 1914-1918

Leía estos dos párrafos, extraídos respectivamente del comienzo y el final de la sobria, concisa y un tanto desengañada narración de la Primera Guerra Mundial escrita por el historiador Británico David Stevenson (y uno sigue esperando que continúe la monumental historia de Hew Strachan parada desde el 2000 en el primer tomo) y no podía dejar de pensar en Arnold J. Toynbee.

Sí, ya se que Toynbee no está de moda por razones perfectamente comprensibles, ya que en sus últimos tiempos se convirtió en un creyente a ultranza que afirmaba que la historia no es otra cosa que la rueda del carro de la religión en su camino hacia dios, pero no es menos cierto que cuando yo tenía apenas 20 años la lectura del Estudio de la Historia (o mejor dicho del compendio publicado por Sommerwell ya que la obra original es inencontrable) me marcó profundamente.

¿Por qué? Simplemente porque Toynbee en los años 30, en un periodo en que Europa aún se creía la única civilización superior cuya misión era educar y substituir a las otros, afirmaba la igualdad entre todas las culturas, sin que ninguna pudiera arrogarse la primacía sobre las demás. Para el historiador británico todas las sociedades tenían sus aspectos malos y sus aspectos buenos, constituyendo cada una de ellas una solucion perfectamente válida a los problemas comunes a la humanidad (extraña coincidencia con nuestro ambiente cultural e histórico en donde esa igualdad/desigualdad es prescisamente el espacio del debate). Un punto de partida que le llevaba a denunciar el racismo, ya fuera físico o cultural, como un absurdo filosófico insostenible, destruyendo de un papirotazo las ideologías que derivaban de él, tanto las más extremistas, tipo totaliratismos políticos o fanatismos religiosos, como las más moderadas, tipo nacionalismo o colonialismo, puesto que todas dividían el mundo en un nosotros y un otros , en donde el aquí era, por definición, la parte mejor y digna de ser conservada de la humanidad, y la relación con el allí, variaba desde el aislamiento y el desprecio (como podía ser la actitud de la civilización china y japonesa) o la conquista, sometimiento y conversión del otro para crear un imperio universal (en lo que coinciden, curiosamente, el Islam clásico y los imperialistas europeos del XIX, aquellos a los que debemos el estado desastroso del mundo en el que nos encontramos).

Una relación asimétrica, nosotros mejores que ellos, que lleva necesariamente a la guerra y al militarismo, como únicos medios de mantener ese diferencia, el paraíso en medio de los bárbaros, o de construir el imperio único universal que habrá de durar hasta la eternidad. Dos fenómenos, guerra y militarismo, que para Toynbee constituyen las mayores lacras de la humanidad y el presagio del derrumbamiento para la civilización que se embarca en ellas, puesto que de su ejercicio no se conseguirán aliados, sino sólo enemigos, perdiéndose en el proceso los pocos que se tuvieran, bien por ser absorbidos o bien por ser transformados en nuevos rivales. Unas guerras de las que se conseguirán pocos o ningún beneficio, y los escasos que se obtengan serán gastados en nuevas campañas y nuevos ejércitos, que en en vez de fortalecer a la civilización que se abandona a ellas, la debilitarán sin remedio hasta que se derrumbe sobre si misma repentinamente, como ocurri´p los Asirios o los Romanos, dejando en su lugar unos bárbaros confusos que no sabrán que hacer con los despojos colosales.

Pero sobre todo, guerra y militarismo son unas lacras de la humanidad porque, tarde o temprano, toda guerra exterior se convertirá en una guerra interior, que enfrentará a hermanos contra hermanos y escindirá la sociedad en partes irreconciliables, llevando a cada parte a aplicar el rigor despiado e inhumano que se ejercía sobre los enemigos exteriores, que al fin y al cabo eran inferiores y podían ser tratados como animales o insectos, sobre sus propios compatriotas a los que se les verá contaminados por las ideas extrañas y ajenas de los otros, y que por tanto podrán ser objeto del mismo tratamiento. Una secuencia de guerras civiles que llevará a esa civilización a la postración absoluta, y que la dejará a merced de cualquiera, tipo la Grecia clásica, desgarrada por la lucha entre las poleis, conquistada finalmente por macedonios y romanos, o la Europa del siglo XX, desgarrada por dos guerras mundiales y convertida finalmente en un satélite de los EEUU y la URSS.

Me he ido por las ramas, sin embargo. El caso es que yo había recordado una anécdota que narraba Toynbee en ese estudio de la historia, de como siendo jovén, en una Inglaterra aún victoriana, imperial y convencida de la misión del hombre blanco, la lectura obligada de Tucidides, le resultaba especialmente cargante, porque no tenía nada que ver con el mundo de gloria y poder, de imperio, en el que habían nacido... hasta que estalló la Primera Guerra Mundial, y ese recuerdo de un mundo perdido, en que dos imperios se habían desangrado hasta destruirse mutuamente, se hizo extrañamente familiar y cercano para los supervivientes del conflicto.

Por supuesto, Tucidides tampoco tiene muy buena prensa, se le acusa de ser reaccionario, de tener tendencias oligarquicas y aristocráticas, así como de ocultar datos e información, todo en contra de sus pretensiones de neutralidad, objetividad y desapasionamiento. Cierto y más, pero aún más cierto aún es que Tucídides, ya en el siglo V a.C., denunció aquello mismo que denunciaría Toynbee, como tras la guerra y el militarismo, presentadas como necesidades ineludibles de una sociedad para defenderla de unos enemigos y unas amenazas más o menos probables, se esconden interes y apetencias muy concretos, los de unos pocos que buscan aumentar sus riquezas, su poder o su prestigio. Como también en ese camino de la guerra, emprendido para defender justicia y la libertad, y con unos objetivos morales muy nobles y loables, se van abandonando poco a poco esas condiciones irrenunciables, substituidas por la necesidad absoluta de la guerra, que exije crueldad, destrucción y exterminio, los únicos medios aparentes que llevarán a un final rápido y sin demasiados daños. Pero sobre todo, como esa guerra exterior siempre se convierte en una guerra interior, donde las armas de los ejércitos, ya sean victoriosos o derrotados, se vuelven contra la misma población civil que habían jurado defender, según sea el capricho del condotiero que manda las tropas.

Una catástrofe absoluta, que es muy fácil comenzar, ero muy difícil de terminar, y de la que se puede salir habiendo destruido por completo todo aquello por lo que se empezó.

Y tras esta disgresión ¿Por qué Stevenson me recordo a Toynbee, y éste a Tucidides? Cuando ocurrió el 11S (hacé ya siete años) se invocó a Pearl Harbour y a la segunda Guerra Mundial. Un conflicto que aún hoy sigue fresco en nuestra memoria, simplemente por que fue la última guerra justa, la guerra impuesta por el capricho de un hombre, Hitler, que se hizo con el control de uno de los países más modernos e importantes de Europa, y utilizó esa potencia para sojuzgar el mundo y destruir todo lo que no se conformase a sus sueños alucinados, obligando al resto del mundo a defenderse, fuera cual fuera el coste, fueran cuales fueran los sacrificios, fueran cuales fueran los sufrimientos.

La guerra que había que ganar, por tanto, y también la imagen que se quería proyectar sobre el conflicto con el que se iniciaba el siglo.

Sin embargo, ya en aquel septiembre hubo quien se atrevió a decir, esto no es Pearl Harbour, esto es Sarajevo, y a medida que pasa el tiempo, el parecido entre este conflicto y la primera guerra mundial crece y aumenta. Bajo la excusa de grandes razones, de no menos enormes palabras, se esconden los motivos más mundanos y comerciales. Lo que debía ser una campaña de pocos meses, llena de gloria y medallas, se transforma en una guerra de años enteros, a la que no se ve el final, en la que los sacrificios se hacen cada vez mayores y aparentemente más asumibles, sin importar el coste. Una guerra eterna, de la que no se sabe como salir, ya que cada operación no lleva a la victoria, sino a enfangarse más, y donde los retrocesos no están permitidos, puesto que se verían como concesiones a la otra parte, obligando a una radicalización continúa de las posturas y de los métodos, en que se ve como normal lo que antes hubiera producido repugnancia.

Una guerra, en fin, que mina y carcome las sociedades que la iniciaron, puesto que esas grandes palabras, esos grandes ideales, libertad, democracia, tolerancia, han quedado manchados para siempre con las acciones con las que se las ha pretendido defender.

jueves, 17 de julio de 2008

Deus ex Machina

Goonland, Hermanos Fleischer, 1939

Sea una situación clásica. Popeye y su padre se ven rodeados por una multitud de sujetos mal encarados.


Obviamente, sucede lo que tiene que suceder.



Hasta que la violencia desatada acaba por romper el celuloide.


y los personajes se caen del espacio fílmico.



excepto nuestros héroes que quedan colgados de uno de los pedazos


situación sin salida que requiere la intervención de un ser superior.




que con cuidado y un imperdible lo deje todo tal y como estaba.




...y este es uno de incontables ejemplos que demuestran como los Fleischer son unos de los grandes de la animación clásica. Unos laureles que les fueron negados durante muchísimo tiempo, ya que el público prefería la perfección visual, la unidad temática y el pulido formal de la Disney, y rechazaba la anarquía visual, el desorden narrativo y la tosquedad del dibujo que caracterizaban a los Fleischer.

Un rechazado del público que contribuyeron a la quiebra y desaparición del estudio Fleischer en 1942, acelerado tras el fracaso de Mr. Bug goes to town (uno de los grandes largos animados completamente desconocido y que yo sólo he visto una vez, de niño) cuyo estreno coincidió con el ataque a Pearl Harbour y por tanto fue enterrado por esos otros asuntos más urgentes de la guerra mundial, sin que los Fleischer pudieran recuperar la inversión que habían hecho y con la que confiaban reflotar el estilo. Un fracaso suyo que dejó a Disney en solitario, sin un rival que pudiera hacerle sombra durante decenios y que llevo al error de igualar, para lo bueno y para lo malo, Animación con Disney, al igual que ahora se identifica Animación con Pixar.

¿Y eran realmente tan grandes? Pues aparte de inventar el rotoscopio, que permitía rodar en imagen real y luego convertirlo en dibujo animado (una técnica que ha sido resucitada ahora con el motion capture y que curiosamente comparte sus mismos defectos, es decir, que sorprendentemente el movimiento capturado resulta más antinatural que el dibujado), en los años 20, con la serie de cortos From the Inkwell, rompieron todas las reglas de la animación, uniendo una y otra el mundo real y el mundo animado, y haciendo que ambos se interfiriesen continuamente. Dicho esto, podría pensarse en la tipica yuxtaposición o superposición de la figura animada y la real como tantas veces se ha visto (tipo Mary Poppins, Gene Kelly bailando con Jerry o las vomitivas películas de los Looney Tunes). No, muy al contrario, lo que los Fleischer hacían eran mezclar ambos mundos, dejar que sus personajes se escapasen del tablero de dibujo e hicieran añicos el mundo exterior o viceversa, que la actuación del dibujante impidiese el curso correcto de las cosas en el fotograma (al estilo del Duck Amuck de Chuck Jones).

Unas características que continuarían en los 30, con los cortos de Betty Boop, la serie de Popeye o la sorprendente adaptación de Superman, productos a los que une el deseo constante de los Fleischer por innovar, tanto técnica como visualmente, unida a su concepción de la animación como juego y divertimento, que les lleva a ser incapaces de resistirse a hacer un chiste visual, aunque tengan que poner todos patas arriba, y el producto no quede tan bonito como debiera.

Una sensibilidad, por tanto, completamente alejada de la seriedad que anquilosa muchos productos Disney, incluso los cómicos, y que los convierte en unos creadores cuya figura se agiganta a medida que pasa el tiempo.

Como debe ser.

martes, 15 de julio de 2008

Show me your face (y I)


Hablaba yo, en entradas anteriores, de como el nuevo director de la National Gallery londinense declaraba que los museos no debían perder el sentido por el que fueron creados, es decir, no deberían dar lo que ya se puede conseguir en muchos sitios, tipo festival mediático, sino centrarse en resaltar lo que les hace diferentes, el fondo de obras que almacenan, de manera que el visitante pueda volver a casa con la sensación de haber descubierto algo nuevo, no con el mero sentimiento de haber cumplido un expediente, viendo lo que se supone que hay que ver (o acudiendo a saraos que poco tienen que ver con el arte).

Algo que poco tiene que ver con el esfuerzo para mantenerse en el candelero, descubriendo falsos Goyas en todas las paredes, al que parece haberse abandonado el Prado últimamente, y sí mucho con con la exposición que puede visitarse ahora mismo, el Retrato del Renacimiento, vista la cual uno acaba con un montón de nombres no tan conocidos, de obras maestras apenas vistas y, lo más importante, con las ideas dispersas y desordenadas, necesitadas por tanto de una enriquecedora reconstrucción en la soledad del hogar con el catálogo sobre las rodillas.

Y como muestra, y en espera de otras entradas, basta el cuadro de Caroto con el que abro esta entrada, un pintor de segunda fila, al lado de figuras como Giorgone, Tiziano, Tintoreto o Veronés, pero que fue capaz de parir un cuadro como este, tan atractivo y llamativo a nuestros ojos que han visto pasar tantos clasicismos, tantos ísmos revolucionarios, tantas vueltas atrás y restauraciones, y tantos desengaños plenos de cinismo, que otros llaman postmodernismo.

Porque la imagen que se nos muestra es única, aun cuando pertenezca a un siglo tan revolucionario como el XVI, o mejor dicho tan pleno en intentos por romper el deadlock en que se había desembocado a primeros de ese siglo, cuando Leonardo, Miguelangel y Rafael alcanzaron la perfección postulada a principios del XV. Un bloqueo que sólo se rompería con el realismo a ultranza del barroco, pero que hasta ese instante provocaría respuestas a cada cual más original y a cada cual más distinta.

Como en este cuadro, donde, como bien indica el catálogo, se pone entredicho ese objetivo supuestamente alcanzado de la pintura, el ser una ventana abierta al mundo que lo representa correcta y cabalmente (y del mito de los pintores griegos capaces de engañar a los espectadores) contraponiendo la imagen casi hiperrealista de un personaje con los garabatos que ha hecho éste, como si nos señalará que la risa, la gracia, la mirada despectiva que nos provoca esa figura mal trazada, debería ser la misma que nos provocase cualquier cuadro, que no pasa de estar un poco mejor pintado, pero que nunca podrá substituir al objeto real.


Nota: Habrá quien se pregunte porque no he dicho nada de la macroexposición Picasso que por unos meses substituyo al Reína Sofía... dejando bien a las claras lo que es un secreto a voces, que el susodicho centro sólo merece la pena por sus exposiciones temporales, efectos desagradables de haber vivido de espaldas a Europa hasta 1980.

Pero volviendo a lo que quería decir, la cuestión es que esa exposición me gustó muchísimo, pero me he encontrado sin saber que decir, aplastado por la sensación de que todo se ha dicho ya de Picasso, y que poco me quedaría a mí por decir, fuera de mis habituales divagaciones que alargo hasta el infinito.

domingo, 13 de julio de 2008

Memory Space






Tras la gran temporada de anime del año pasado, la presente está siendo bastante mediocre cuando no simplemente mala. Excepto alguna que otra serie notable, que intentaré destacar aquí, el resto como digo no pasan de ser lo de siempre y un poco más, o en el caso de otras que parecían interesantes al primer vistazo, el desarrollo está siendo bastante insatisfactorio. Una situación esta que me ha permitido revisar series que había dejado de lado por falta de tiempo (como la sorprendente Baccano!) y encontrar de rebote que la tan cacareada fragilidad de los medios de almacenamiento es cierta, o mejor dicho que ciertas remesas son de peor calidad de otra, ya que tarrinas enteras de cierta marca famosa han dejado de ser legibles a los escasos dos años, mientras que otras con cuatro continúan perfectamente.

En fin, al menos esto me ha servido para descubrir la maravilla que son los discos externos....

Pero volviendo a lo que iba. En medio del páramo en que se ha convertido esta temporada de anime ha aparecido una obra maestra con todas las de la ley, aunque odie utilizar esa palabra. Se trata de Kaiba, dirigida por Masami Yuasa, que ya había llamado la atención con su producción Mind Game para el estudio 4ºC, y había continuado con la no menos sorprendente, en términos estéticos, Kemonozume, para Madhouse, un estudio que aunque no tan experimental y desmadrado como 4ºC, sí que intenta dar el máximo de libertad a los artistas y salirse de las convenciones que, como a cualquier forma de arte comercial, amenazan con ahogar el anime.

Kaiba, Mind Game y Kemonozume comparten un estilo común, mejor dicho, unos presupuestos estéticos comunes. En todas ellas se intenta salirse del estilo de dibujo habitual del anime, bien realizando una especie de Summa Artis de la 2D en Mind Game, adoptando un dibujo agrio e inacabado, underground, y animándolo con una imperfección premeditada como es Kemonozume, o como es el caso de Kaiba, asumiendo un aspecto retro e infantil, reproduciendo a Osamu Tezuka sin copiarlos, y que sirve para distanciar de la seriedad de los temas que se están abordando.

Pero antes de hablar de la temática (¡Ah, la temática!) hay otro detalle que unifica las obras de Yuasa y las distingue de la producción habitual. Es habitual que en la series de televisión, el director de la misma, sólo se ocupe de dirigir personalmente algún que otro episodio, delegando la mayor parte de ellos en otras personas. Un modo de trabajo en el que se intenta que todos los episodios presenten un aspecto visual parecido (o que haya una continuidad narrativa/temática), para que el espectador no perciba diferencias de acabado importantes y abandone la serie, pero que provoca que la personalidad y originalidad de los creadores de cada episodio tienda a diluirse y embotarse, por ese sometimiento a una necesidad superior... o que simplemente se limiten a copiar el estilo y maneras del director de la serie, al estilo de los pintores del taller de un gran nombre (algo que ocurre en las series de Akayuki Shimbou, donde se nota claramente que secciones han sido dirigidas by the Man himself, y cuales por sus discípulos, simplemente porque ellos no tienen la loca imaginación de éste)

Yuasa, sin embargo, ha preferido llevar ese método de trabajo a su extremo estético. Cada episodio es dirigido por una persona diferente, al cual se le da completa libertad para plasmarlo a su gusto, sin importar que existan diferencias de diseño, ritmo o dibujo entre las diferentes secciones, más bien al contrario, intentado subrayarlas y potenciarle. De esa manera, en Kaiba, un episodio como el cuatro, ha sido animado en solitario por una única persona, Michio Mihara, y cuando digo en solitario, es que él mismo ha escrito el storyboard y dibujado todos y cada uno de los fotogramas, en un periodo de nueve meses. Una proeza que en tiempos de grandes equipos de producción y de no menos grandes ordenadores que facilitan el trabajo, lo le ha dotado de un toque artesano muy agradable, puesto que se pueden descubrir pequeñas imperfecciones en el dibujo y en la animación que nos recuerdan que hay alguien detrás. Asímismo, el capítulo 5 ha sido dirigido por un animador coreano, Choi Eun Young, que lo ha dotado de un aire vanguardista también muy poco frecuente, donde los diferentes personajes parecen salidos de algún graffiti callejero o haberse escapado de alguna pintura de Dubuffet.

Características, métodos de trabajo, resultados estéticos, estas completamente inencontrables en la animación comercial de hoy en día.

¿Y el tema? ¿Me he he olvidado de él? Por supuesto que no, algo que pudiera pensarse es que debajo de este despliegue de técnicas vanguardistas, no hubiera nada en concreto (lo cual no me disgustaría, sea dicho todo, al fin y al cabo, el arte del siglo XX no es más que un inmenso experimento estético), pero lo cierto es que esta serie explora con gran agudeza, ergo, transformándolo en conflictos con los que podemos identificarnos, las paradojas de nuestra existencia. En concreto, que es lo que nos identifica ante los demás y constituye aquello que debería ser preservado, si aspirásemos a vivir más allá del periodo que nos ha sido consignado (entiéndase esto como quiera entenderse).

Hablo por supuesto, de nuestro cuerpo y de nuestras memorias. De si es más importante el HW o el SW. Una cuestión que en el mundo de Kaiba es crucial, ya que la técnica permite hacer backup de la memoria de una persona y transferirla al cuerpo de otra, previo vaciado del mismo, claro está. Un universo donde las memorias pueden ser añadidas y borradas a placer (y qué queda entonces del individuo si vamos eliminando y añadiendo), y donde es posible visitar los paisajes mentales de otra persona, tal y como muestran las capturas con las que abría esta entrada.

Unas visitas en las que, por eso de la magia de la metáfora y del dibujo animado, desconectado de la realidad tangible, se nos permite intuir como organizamos nuestra memoria, como lo almacenamos, como cerramos aquellos recuerdos que nos resultan dolorosos



o los modificamos a nuestro antojo, para que la realidad responda a nuestros deseos



o en qué consiste realmente la muerte.