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martes, 26 de febrero de 2008

The world at war (y III)

Siguiendo con mis anotaciones sobre The World at War, A veces, desde un punto de vista revisionista, y tanto desde la izquierda y de la derecha, se pone en duda la magnitud de los crímenes nazis.

Es cierto que el imperialismo y colonialismo europeo de hace un siglo utilizó métodos de conquista que poco se separaban de un auténtico exterminio, al igual que el gobierno de las colonias, aunque se disfrazase de misión civilizadora, poco se distinguía de una explotación pura y dura. Sin embargo, lo que ningún europeo podía concebir es que esos mismos métodos se aplicasen en el corazón de Europa, a la vista de todos, no en alguna parte remota del mundo, y por parte de aquel país, Alemania, que para muchos constituía el paradigma de la civilización y la cultura Europea.

Un país y una época de la que no cabía esperarse algo así, la guerra sin cuartel, cuanto más cruel, más humana, en palabras de los nazis, seguida de la sojuzgación y esclavitud de millones de europeos, y la aniquilación de todos los que osaban oponerse.

No es, por supuesto, que el europeo de aquella época fuera un ingenio. La primera guerra mundial, durante gran parte de su duración, había consistido en causar al enemigo tales pérdidas humanas, que decidiese tirar la toalla. Un objetivo en el que no se escatimaron, esfuerzos ni crueldades. Luego en las luchas ideológicas del periodo de entreguerras, la eliminación física del enemigo político se vio como algo tolerable, un mal necesario para construir la nueva sociedad y el nuevo hombre. Incluso en la segunda guerra mundial, el bombardeo de las aglomeraciones urbanas, primero de las británicas a cargo de la Luftwaffe, y luego de los alemanas a cargo de la RAF y la USAF, se vio como un medio más de librar y vencer la guerra, a pesar de las matanzas inhumanas que provocaba.

Sí, la guerra era brutal y cruel, todo los sabían, y parte de los crímenes cometidos lo fueron por ambos bandos, algo que en Nüremberg llevó a que Göering no fuera juzgado por las acciones de la Luftwaffe o que Döenitz no pudiera ser considerado responsable de la guerra submarina total llevada a cabo por Alemania.

Sin embargo, lo que nadie podía comprender, lo que nadíe podía concebir, excepto las mentes retorcidas de sus perpetradores, es que se pudiera asesinar a millones de personas sin motivo alguno, simplemente por estar ahí. A personas que no habían partipado en la guerra, que no se habían opuesto a las órdenes de sus conquistadores, que en muchos casos sostenían posiciones políticas cercanas a las de sus asesinos.

Un absurdo histórico que provocó que los aliados se negasen a creer las noticias que les llegaban, por increíbles, porque nadie se embarca en una empresa de ese tipo si no va a obtener un beneficio, el cual no se encontraba por ninguna parte. Una excepcionalidad que llevó a que los nazis se esforzasen por todos los medios en borrar las huellas de lo que habían cometido, como hacen los criminales vulgares, y no los constructores del futuro que ellos pensaban ser.

Por ello, podemos imaginar lo que supuso en 1944, la liberación del campo de Maidanek, cuando las tropas rusas ocuparon un campo de exterminio intacto, con sus hornos crematorios, y sus cuerpos a medio quemar.









Un espéctaculo que superaba todo lo que un europeo conocía hasta ese instante, ya que mostraba algo impensable, la industrialización del asesinato. Su concepción como una empresa, aséptica y abstracta, en la que se podía cooperar y colaborar, en la que los muertos eran simplemente cifras, a las que se podían aplicar las mismas ecuaciones y tablas que se utilizaban con coches, sillas o lámparas.

Un descubrimiento que quedaría eclipsado en enero de 1945 con el del centro neurálgico del exterminio,, Auschwitz, reducido a un esqueleto de lo que fuera, puesto que los nazis habían evacuado, en marchas forzadas en medio del invierno, a sus internos, pero en el que aún era posible hacerse una idea de lo que había ocurrido.



especialmente, en los almacenes donde se almacenaba la materia prima recolectada en el campo y que luego sería utilizada para tejer ropa de abrigo para la raza superior, como el pelo humano, cortado un poco antes de gasear a sus portadores y que estos visitantes asombrados se pasan entre sí.




Sin embargo, las imágenes que todos recordamos, que han quedado grabadas en las retinas de todos no provienen de ningún campo de exterminio, son de un campo normal, Bergen Belsen, liberado en la primavera del 45, donde se muestra bien a las claras el horror que esperaba a todos los que no perteneciesen a la raza superior o se opusiesen a los designios.

Desde las miradas alucinadas de los internos...

..al cuidado con que toman algunos su primera comida decente en quien sabe cuanto...

...o los muertos en vida que no sobrevirán mucho más, pero que aún a pesar de todo siguen siendo seres humanos...


...o los inmensos montones de cadáveres, que los guardianes del campo han abandonado para que se pudran...






Sin embargo, ceñirse demasiado a los horrores implica dar demasiada importancia a sus perpretadores. Darles en cierta manera la razón, suponer junto con ellos que esto era inevitable, cuando la realidad es que hubo seres humanos que se opusieron a esto y lo combatieron, y que demuestran, para nuestra vergüenza, que si todos nosotros hubiéramos dicho que no, este absurdo no hubiera ocurrido nunca.

Gente como la resistencia Danesa, que evacuó a sus judíos a Suecia y los libró de las garras de la Gestapo. O como Hans Rolf, el soldado alemán que fue destinado a Auschwitz, lo vio todo, y se negó a participar en las acciones de exterminio, a pesar de ser amenazado con la muerte, y que luego testitificó contra los asesinos de la SS y fue nombrado miembro honorífico de la asociación de prisioneros supervivientes.

O por decirlo con una imagen, el agradecimiento personificado en esta prisionera de Bergen Belsen, ante la llegada de sus libertadores.


Una imagen ante las que todas las mentiras de los sofistas actuales se desvanecen.

domingo, 24 de febrero de 2008

The taste of the skin (y I)

Aquellos que sigan este blog, habrán podido darse cuenta de que una buena parte de la producción del anime está dedicada al público juvenil, y que visita una y otra vez, por aquello del gancho, los lugares y situaciones que se suponen conocidos y vividos por ese mismo público. Asímismo, si suman dos y dos, también se habrán percatado como muchas de esas producciones se enfocan melodramáticamente, centrándose en el tiempo de esos primeros amores, idealizado y sublimados, así como de mi curiosa afición y gusto por ese tipo de historias.

Unas historias que, puede sorprender, reconozco como profundamente irreales, especialmente cuando las comparo con mis recuerdos de la adolescencia, apenas iniciados los años 80 del siglo pasado. En aquel tiempo, y supongo que en cualquier tiempo, desde que el mundo es mundo, el descubrimiento de la existencia de las mujeres se plasmaba de una manera completamente objetiva, como el deseo expreso y compartido de conseguir a cuantas más se pudiera, que es otra forma de decir, que estábamos más salidos que el pico de una mesa. Existía si, el romanticismo, el enamoramiento, la ternura, pero esos eran los temas que aparecían en la literatura, en la música, en el cine, que no ocurrían en la vida la vida real, y que cuando ocurrían, se intentaba ocultar frente a los amigos ("el ya cayó otro" famoso).

Desde ese punto de vista, y si, como es tan habitual en la artes de la narración, consideráramos el realismo como la medida de los logros artísticos, estas formas y estas expresiones deberían rechazarse, por no ser verdaderas, ni mucho menos sinceras, pero ya hace mucho que me curé del realismo, o mejor dicho, lo considero como un camino más, una vía tan buena y tan noble como muchas otras de hacer arte, y no tengo vergüenza de soñar aquello que no existió...o que quizás si exista, pero no queremos contar, por miedo a la repulsa del grupo de adolescentes inmaduros que aún somos todos.

Y tras este preámbulo, paso a señalar una serie como True Tears, la enésima reelaboración de los primeros pasos en el amor, en forma de polígono amoroso, con esa timidez y falta de decisión, de pudor desmesurado, tan cara a los orientales y no tan lejana en el tiempo de nuestro ambiente cultural, en una trama enrevesada, oscilante, de frases cortadas a la mitad, de ambigüedades y temores, en la que tras siete episodios es imposible prever como acabará.

Una serie con una animación realmente impresionante, tanto por su fluidez, digna de una película (pero en la que los fondos tienen un algo de inacabado que yo amo profundamente), como por su atención a los detalles, a los minúsculos cambios en la expresión y en el lenguaje corporal que traicionan nuestros más intimos anhelos y deseos,

Así de está manera, un acto inocente como el de poner un casco a otra persona,




puede convertirse, con un simple cambio de posición de la cámara y un primerísimo plano, en la expresión de ese deseo inconfesable, expresado por la mano que apenas llega a acariciar el cuello soñado, y la otra persona que se mantiene quieta, tolerando y consintiendo ese contacto, pero sin mostrarlo al exterior, a nadie más que sean los dos implicados.












...y no deja de ser que ese modo de acariciar, casi casual, realizado como quien no quiere la cosa, se conviera en uno de los rasgos del personaje, al que vemos aplicarlo, unos episodios más tarde en otra persona...







...persona que, a su vez, en la soledad, remeda ese gesto, replica ese contacto, recordándolo...





...o de como tanto bajar a la red convierte lo banal en abstracto...

viernes, 22 de febrero de 2008

On review's practice

En entradas anteriores (aquí y aquí) había resumido mis impresiones sobre The Golden Notebook de Doris Lessing. Mejor dicho, había confesado mi imposibilidad de decir algo que resumiera esta novela (en otras palabras, ponerle una etiqueta) dada la variedad de temas que abarca, incluyendo contrarios, contradiciéndose, y finalizando sin conclusión clara, al menos para el que realmente quiera verlo.

Sin embargo, una de las cosas que más impresiono, fue la introducción que Doris Lessing escribió una década tras la publicación de la novela. Un texto en el cual Doris Lessing se vuelve hacia nosotros, lectores y críticos, y nos suelta cuatro frescas metodológicas, cuatro frescas que siguen siendo perfectamente válidas hoy en día.

Simplemente su acusación estriba en que no nos acercamos de manera "inocente" a los objetos de arte. Venimos armados de ideologías y fundamentos teóricos, prejuicios al fin y al cabo, y buscamos que el texto, el objeto, nos las confirme o no, aceptando o rechazando ese objeto en función de su adecuación a nuestros presupuestos de partida. En otras palabras, nadie espera ni quiere, que el texto pueda criticar o desmontar nuestro pensamiento, nuestras ideas o errores más querido, sino que lo que realizamos es el proceso contrario, la crítica y la disección del texto, creyendo de antemano que estamos en lo cierto.

Es más, incluso aunque tolerásemos ese fallo metodológico, al fin y al cabo, todos tenemos unas ideas que pensamos universales y que deseamos que fueran compartidas y aceptadas por el resto de la humanidad, existe otro error aún peor para Lessing, el hecho de que muchos lectores y la inmensa totalidad de los críticos, no se acercan al texto para ver que dice éste, sino que parten de lo que ya han dicho otros, las famosas autoridades, buscando en el texto lo mismo que esas autoridades han creído o imaginado descubrir.

Así si un texto ha sido etiquetado como feminista, los lectores intentarán buscar esa tesis en todos sus rincones, y lo mismo ocurrirá si ha sido etiquetado como fascista, conservador, progresista, comunista, étnico, nacionalista, formalista, o lo que queramos pensar.

Ninguno buscará extraer sus propias conclusiones, entre otras cosas porque supone un inmenso trabajo extra para el que nadie tiene normalmente tiempo, pero que no deja de ser una excusa y una falta de integridad, algo que a Lessing le enfurecía bastante, especialmente cuando le decían que su novela quería decir tal cosa porque tal autoridad así lo había dicho y obviamente no podía discutirse dada su importancia y su prestigio.

No es el único ambiente donde esa ceguera mental, o mejor dicho el andar por la vida con anteojeras ideológicas, como los burros, sea una constante. En mi biblioteca figura una de las desilusiones lectoras más grandes que he tenido, un libro de casi 800 páginas llamado La lucha de Clases en la Antigua Grecia de G.E.M de Ste. Croix. Sólo por el título ya me interesó, puesto que cualquier lector de las fuentes grecorromanas, en especial, Tucidides, Polibio, Plutarco y Apiano, sabe, como detrás de las guerras civiles que asolaron Grecia en el siglo V a.C. y Roma en los siglos II y I a.C, estaban las condiciones económicas y las división en clases.

Una mundo fascinante y cambiante, cada vez más parecido al de nuestro presente y nuestra historia más reciente, que merecía un análisis en profundidad y del que este libro parecía ser muestra... si no fuera porque las cien páginas del principio se gastaban en demostrar la ortodoxia marxista del escritor y su análisis, algo en que se volvía a repetir, por si alguien no se había enterado, en la cien últimas, y que viciaba todo el análisis embutido entre medias, en el que sólo se señalaba aquello que servía a la tesis, dejando sin nombrar todo lo que no parecía pertinente, y negándonos la oportunidad de conocer esa época en profundidad y de juzgar por nosotros mismos.

O como es el caso de la crítica de cine, donde parece necesario, antes de poder escribir, jurar lealtad a las autoridades y sus principios, sin pensar si esos principios siguen siendo válidos, para aplicarlos luego indiscriminadamente con el objetivo de determinar cual es el cine bueno y necesario.

Una postura completamente distinta a la del historiador, que intenta determinar como era el espíritu de una época, cuales eran los ideales artísticos a los que aspiraba (y digamos ideales en plural, puesto que en una época pueden convivir varios sueños completamente opuestos), y en que medida consiguieron alcanzarlos, evitando, en un primer contacto, comparaciones con el hoy y juicios de calidad, puesto que lo que nos interesa es conocer como eran esos antepasados nuestros tan olvidados ahora como lo seremos nosotros dentro de unos decenios.

Y es quizás, para el que pueda interesar, mi repugnancia por ese uncirse a una opinión crítica respaldada por la autoridades, y seguirla a rajatabla, lo que se esconde tras mi marcha de cierta revista de cine.

miércoles, 20 de febrero de 2008

The World at War (y II)





He hablado ya de lo que supuso para mi infancia, la serie británica The World at War. Verla ahora, no ha supuesto un impacto menor, simplemente, porque ciertos hechos que sólo conocía de haberlos leído en los libros, aparecen ahora ante mis ojos, como si yo mismo los estuviera viendo.

Así ocurre con la secuencia que encabeza esta entrada, la de una mujer japonesa, que durante la batalla por Saipan, en las islas Marianas, durante junio-julio 1944, decide saltar al vacío, en vez de entregarse a los americanos.

No fue el único caso. En los últimos días de la batalla, cuando las tropas japonesas se vieron reducidos a una estrecha franja de tierra, sin posibilidad de retirada, civiles y militares se suicidaron en masa, saltando desde los acantilados, o bien encargando a uno de los soldados que con ellos estaba, que los fuera ejecutando uno tras otro, hasta quedarse sólo y terminar él mismo con su vida.

Un espectáculo que horrorizó a los soldados aliados que lo contemplaron, puesto que a pesar de la muerte indiscriminada que caracteriza a toda la contienda, nunca antes habían visto nada igual. Un horror aumentado por el hecho de que a pesar de los llamamientos en japonés para que se rindieran, a pesar de utilizar prisioneros y civiles japoneses para convencerles de que cesaran en esa locura, los japoneses de Saipan se negaron a creerles y prefirieron la muerte.

Es difícil entender para nuestra psicología, con su aprecio absoluto por la vida de cada individuo, esa pasión suicida de los japoneses de la segunda guerra mundial. Casi nos negamos a creerlo, a pesar de las lecturas y de las imáganes, puesto que, para muchos occidentales, los japoneses, mejor dicho, el régimen japonés, parece menos criminal que el gobierno nazi, y para muchos otros, debido a la política reciente, los americanos son el malo by default, en cualquier tiempo y en cualquier circunstancia.

Conviene recordar, sin embargo, que a pesar de ser formalmente un régimen democrático, donde se celebraban elecciones y funcionaba un parlamento, el régimen japones había derivado hacia el más puro militarismo, llegando a adquirir rasgos claramente totalitarios y fascistas. En efecto, la última palabra sobre la vida nacional la tenía el ejército imperial, hasta el extremo que toda la nación estaba orientada hacia la guerra imperialista que libraba con China desde el 37 y con los aliados desde el 41. Ninguna disidencia, por lo tanto, era tolerada, y cualquier sospecha era castigada con la cárcel o con el frente, ambas practicamente condenas de muerte.

Por ello, para sostener ese milatirismo imperialista, el gobierno japonés realizó todo sus esfuerzos para imbuir a la población de las virtudes castrenses, encarnadas en la figura del Samuräi, como encarnación de la cultura japonesa. Una polarización que ocultaba la otra gran corriente del pensamiento japónés, la que podríamos llamar feminista/pacifista, encarnada en el Genji Monogatari, y que pretendía convertir a los civiles japoneses en unos robots cuyo valor estribase únicamente en su capacidad de sacrificio por el imperio y el emperador y donde la disciplina militar se basaba en la violencia más descarnada contra los inferiores y los débiles.

Un militarismo y un imperio, que llevó a los japoneses, contaminados por el Nazismo y el Fascismo, a considerarse también una raza elegida, a la que el resto del mundo debía servir. Por eso, en las tierras que supuestamente "liberaron" de los imperios coloniales occidentales, se mostraron como amos mucho peores que los blancos, librando auténticas guerras de exterminio contra los asiáticos que se les oponían (como demuestra el saqueo de Nankin, en china, en 1937, en el que murieron casi 500.000 personas) o tolerar las hambrunas de la población "liberada" siempre que los japoneses estuviesen bien provista.

Una filosofía castrense a ultranza, donde se consideraba al prisionero que se había rendido como un subhumano, al que se podía esclavizar, matar de hambre o ejecutar por la más mínima falata, y que convirtió a los campos de prisioneros japoneses en auténticos campos de exterminio... y que les llevó a pensar a muchos que si ellos trataban así a sus prisioneros el enemigo debería obrar de las misma manera, simplemente por venganza.

Una idea que explica claramente porqué muchos civiles militares japoneses prefirieron el suicidio antes de sufrir ellos mismo lo que habían infligido a otros.

No es que los americanos fueran unos santos. La guerra del pacífico, por ambos bandos, fue una guerra racista, donde cada bando imaginaba al otro con rasgos animales, y por tanto exterminable como se piensa de los ratones y las cucarachas. De forma espontánea, debido a ese racismo subyacente y al modo de combatir de los japoneses, del que la rendición estaba excluida y el combate continuaba hasta la muerte, las unidades de combate americanas adoptaron una política de no prisioners, desobedeciendo las instrucciones de sus mandos...y donde estos mismos decidieron que valía más que murieran japoneses, sin importar cuantos fueran, mientras no cayeran americanos.

Una guerra en fin donde la crueldad, la brutalidad, la deshumanización del enemigo se convirtieron en una constante hasta el último momento de la guerra, como ocurriera en Okinawa, en el verano de 1945, donde más de 20.000 civiles japoneses murieron en una batalla confusa que no sirvió para nada, excepto para alargar más la agónía previa a una muerte inevitable.

Una batalla, sin embargo, donde muchos japoneses ya se daban cuenta sin lugar a dudas de que la guerra estaba perdida. El punto de inflexión en el que muchos dejaron de creer en la propaganda de su gobierno y abandonaron la ideología con que les habían lavado el cerebro.

El momento en que empezaron a rendirse.

El momento también en que los americanos descubrieron que el enemigo también era humano, al tener que tratar con ellos, como bien ilustra la serie.

Many americans, at the end of their great advance across the Pacific, had now seen that the animals, the faceless fanatics, eager to die for their emperor, were humans beings like themselves.

"They showed kindness to their own people too, which we didn't really think they could, you know, life was just cheap to them, which was not true, they showed a lot of kindness to their own wounded, you know, took them on their backs, two or three were carrying, they were weak themselves, you know, so they were people just like us."