lunes, 30 de julio de 2007

As holy as a chapel

Todo aquel que haya visitado una pinacoteca, sabe que las obras que admira están incompletas. Les falta el lugar para el el que fueron concebidas, del cual han sido arrebatadas.

Lo anterior, por supuesto, es menos cierto para todo arte destinado a la venta, ese formado por retratos y paisajajes, y que desde el siglo XVI se destinaba a la compra por las clases pudientes, pero es completamente cierto para todo el arte religioso, que se pensaba para su exhibición en lugar determinado de una iglesia precisa, con una luz determinada, o que, si era para la devoción personal, se entregaba con una marco hecho al efecto y un envoltorio, las puertas que protegían el díptico o tríptico, no menos pensado y meditado.

Así ocurre que cuando se tiene la oportunidad de ver las obras de arte en su ubicación original, como los frescos del convento de San Marco en Florencia, las pinturas del Pontormo en esa misma ciudad, la gloria de las iglesias venecianas, repletas de Gian Bellinis, Tizianos y Tintorettos, o los inmensos mosaicos medievales de los templos romanos, se tiene la impresión de volver a ser un niño, mejor dicho, un adolescente que acaba de descubrir qué es el arte.

El entusiasmo, el gozo y la entrega que caracterizaban esos tiempos, esas primeras exploraciones.

No es extraño que, el arte moderno, un arte esencialmente mobil, destinado a la venta, y cuyo destino es el salón abigarrado de las gentes con dinero, o las paredes asépticas de los museos, hospitales del arte, tenga una preocupación especial por reconstruir el ambiente preciso en que debe contemplarse la obra expuesta, de manera que el efecto pretendido ataque al espectador por todos los lados, hasta dejarle sumergido, inerme, impotente.

Es por ello que hay exposiciones donde la metaexposición, es decir la manera en que está expuesta, llega a ser tan importante o más que los propios objetos expuestos, como es el caso de las dos que han coincidido este verano en el Reina Sofía, por un lado la de Le Corbusier, de la que ya hablamos antes, por otro, la de Luis Gordillo.

¿No es esto quizás una traición? ¿Un delito de leso arte, en el cual consideramos más importante el continente que el contenido? Más deberíamos preguntarnos sí nuestras ideas sobre el arte no son las equivocadas, mejor dicho, una excepción, puesto que el artista libre que muestra a la sociedad el camino, no es más que un fenómeno de apenas los últimos siglos, y que no ha pasado de ser un ideal utópico que no se ha alcanzado plenamente. La norma ha sido la del artista/artesano, industrial y obrero de su arte, recibiendo encargos y procurando satisfacer los deseos del cliente, teniendo en cuenta siempre donde iban a mostrarse sus obras y ante quien, y debiendo dedicar el mismo entusiasmo a la obra que duraría para siempre como a la que sería derribada una vez pasado el acontecimiento social.

Así que estas metaexposiciones donde el contiente y el contenido son casi inseparables no son algo nuevo, ni suponen una traición, más bien, tal y como indico, representan una continuación, tanto en la vía del arte efímero dedicado a un momento pasajero, como en la adaptación de la obra de arte a su entorno, o al contrario como es el caso de esta exposición.

De esta forma, la antológica de Gordillo, se propone como una exploración, hecha literalmente con los pies, de la trayectoria de este artista. Aunque hay un camino definido para recorrerla, y un camino en el que avanzamos cronológicamente, este es retorcido y lleno de revueltas, y lo que es más importante, un camino donde cada sala es distinta de las demás, un mundo nuevo en el que pararse por un instante para explorarlo.

Éste, además de la adecuación a las obras expuestas, es el otro motivo por el que se ha preferido este modus exponendi, al ser cada sala distinta a los otras, se intenta combatir el aburrimiento del paseante, esa sensibilización que provoca que la primeras salas se vean con detenimiento, mientras que las últimas salas se hacen a la carrera. Al ser cada una distinta, redicalmente opuesta a la anterior, se supone que la atención del observador se despertará. Más aún, que si se hace con cierta astucia y maldad, se puede conseguir la participación activa de éste, que juegue y disfrute con ese ambiente... lo que en el caso de un artista como Gordillo es crucial.

¿Y como se consigue esto? De variadas formas, sería la respuesta. Por ejemplo, en un caso el visitante se adentra en una sala completamente blanca, en cuyo centro hay un a modo de edificio de dos plantas con brillantes y parpadeantes luces de neón en lo alto. Si quiere ver la obras expuestas tendrá que ascender por la rampa que se enrosca a él y entrar, pasar del exterior al interior, de lo público a lo privado, siguiendo un ritual casi religioso.

Un ritual que queda áun más claro en otro punto de la exposición donde tenemos que cruzar un tunel, bajo y obscuro, para casi al final encontrar una puerta que nos lleva a una sala amplia y brillantemente iluminada, como si hubiésemos participado en uno de esos ritos secretos de iniciación, en lo que se simulan una serie de pruebas que el novicio debe superar.

O para terminar, el ámbito más impresionanante de toda la exposición, la serie de habitaciones empapeladas, del suelo al techo, con una sóla foto azul monócroma de Peter Sellers que se repite innumerables veces, hasta llegar a otra sala capilla, decorada de la misma manera y donde, en tres de sus paredes, se han dispuesto, dominando a los espectadores, tres pinturas de Gordillo, semejantes a tripticos antiguos, en su estructura claro, no en su contenido.

Un guiño irónico a los espacios sagrados, esas capillas de antalos decoradas con pinturas , mediante la reconstrucción de un espacio estructuralmente similar, y que despierta en el espectado culto esas mismas asocianes, pero con unos objetivos y unas intenciones diametralmente opuestas.

Puesto que allí no hay nada que adorar o reverenciar, a menos que se sea un snob y un redicho.

Nota: La nueva librería del Reína Sofía es apabullante. Un lugar en el que se entra y hay que salir corriento, porque sabes que nunca podrás comprar, mucho menos leer, todos los tesoros que hay en ella.

jueves, 26 de julio de 2007

Only in my memories


Hace 30 años este prado no existía. Hace 10 tampoco. Su lugar estaba ocupado por pinos rectos y altos, tan cerca los unos de los otros que caminar entre ellos era como caminar por una sala abovedada y al poco, si se internaba uno demasiado, acababa por perder las referencias.

No es lo único que ha cambiado. En realidad lo ha hecho (casi) todo.

Cuando era muy niño, allá por los años '70, a mi padre le gustaba mucho ir a la sierra, esa que está tan cerca de Madrid. No le gustaban las multitudes, así que sólía dejar el coche lejos de los lugares donde se concentraban los domingueros y procuraba internarse en el bosque.

Así encontró un sitio magnífico, apenas pasado el puerto de Canencia, o al menos así me lo parecía, ya se sabe que, cuando uno es pequeño, todo le parece más importante, más crucial de lo que es en realidad... y está experiencia mía no tiene porque ser una excepción a esa regla.

El caso, es que el sitio al que nos llevaba era una especie de cajas chinas dentro las unas de la otras. Desde la carretera, o mejor dicho, desde el lugar donde dejábamos el coche, no podía verse. Había que subir una pequeña colina, sin árboles cubierta por rocas lisas de granito, para llegar así a un largo claro rectángular rodeado por árboles en tres de sus lados, y con un estrechamiento que casi lo cerraba a mitad de camino.

En ese prado, aparte de la lengua de árboles, que lo cruzaba, poblada por especies que no eran los pinos habituales, había aquí y allá, grandes bloques de piedra, más altos que yo, el lugar perfecto para jugar a encaramarse, para creerse el dueño de fortalezas y castillos imaginadas. Además cruzándolo, de un lado como una costura, había una larga hilera de losas planas, que dejaban al descubierto sólo el escalón izquierdo, como si fuera una cornisa natural, o el borde una acera. Una estructura que me gustaba imaginar calzada, y sobre la cual volvía una y otra vez, hasta llegar al linde de los árboles, donde desaparecía, o volver a la colina de rocas lisas, de la cual parecía originarse.

No era el único absurdo de aquel claro. Justo en la dirección donde apuntaba la lengua de árboles, había una especie de sendero que bordeaba el límite donde comenzaban las pendientes que llevaban al valle, y siguiéndolo, justo antes de entrar de nuevo en el bosque, dos columnas de piedra, que parecían esperar una puerta, lo bordeaban. Ese era el lugar preferido por mi padre, porque cruzándolo se llegaba a un minúsculo calvero entre los árboles, donde se podía estar tranquilo, a la sombra, sobre la hierba, oculto a la vista de todos.

Allí pasaban ellos el día, mientras nosotros, mi hermana y yo, correteábamos por el prado, recorríamos la calzada, seguíamos la curva sinuosa del bosque y de las pendientes.

Hoy, por alguna razón me han entrado ganas de volver allí. Ya lo había hecho hace diez años y, para mi alegría, lo había encontrado todo casi igual, la hierba un poco más crecida, los lugares un poco menos accesibles, menos reconocibles.

Quizás no debería haberlo hecho.

En diez años, Madrid ha cambiado completamente. Los lugares donde antes terminaba la ciudad, ahora son casi céntricos, la carreteras son recorridas a todas horas por un tráfico denso, en cualquier parte se vislumbra la mano del hombre.

Así lo he descubierto en el camino que lleva a Miraflores, donde se coge la carretera del puerto de Canencia. Para mejorar el tráfico se han abierto nuevos trazados de las carreteras, que, al contrario que las carreteras del pasado que se enroscaban al relieve y pasaban a formar parte del paisaje, ahora son como cuchillos que tajan montes y colinas, tensan puentes, someten el mundo entero al capricho y a los deseos del hombre.

Como el inmenso puente del AVE, justo antes de Miraflores, que ocupaba casi todo el horizonte, negando las colinas, los arroyos, los campos que cruzaban, como el propio Miraflores, que, como un hongo, escala la montaña, la tiñe de rojo y gris, arrebatándola el verde que le era propio, le verde que arropaba el pueblo antiguo y lo resaltaba.

Creí que tras Miraflores, todo iría mejor, al fin y al cabo eso era ya la montaña, la carretera estrecha y los bosques, los mismos que desde hacía decenios, pero no contaba con lo distinto que es ir en el asiento trasero del coche, con ojos sólo para el paisaje, a hacerlo tras el volante, donde no se puede apartar casi los ojos del asfalto, excepto alguna que otra mirada furtiva.

Así que no pude disfrutar de la progresión de paisajes que recordaba, el bosque cerrado, la ascensión por la ladera, viendo como el valle se cierra, los diferentes arroyos que descienden, el final de los bosques, las rocas... pero, no importaba, me decía, porque el auténtico regalo estaba en la cima.

No. Ya no estaba. En donde dejábamos el coche, parte de los árboles habían sido cortados. Y antes de poder coronar la colina de las rocas lisas, me encontré con una alambrada que me cortaba el paso.

Alguien había decidido impedir el paso de los extraños a su prado.

A ese prado que también era mío.

Y el problema no es esa verja, o que no pudiera pasar. El problema es que giro la silla donde estoy sentado, contemplo los libros de mi biblioteca, y me doy cuenta de que hay libros que no volveré a leer, que no tendré tiempo de volver a leerlos antes de mi muerte, al igual que hay películas que no volveré a ver, cuadros que no volveré a contemplar, ciudades que no volveré a visitar.

Cosas de las que sólo queda el recuerdo, o a veces ni eso, el recuerdo del recuerdo. Como los libros que leías y releías cuando era niño, y de los que ahora no saben ni donde están.

Como ese prado al que me ha sido vedada la entrada.

martes, 24 de julio de 2007

Spiderwebs

Cada año, cuando con estas fechas llegan las vacaciones, dedico los primeros tres días a una limpieza en profundidad de la casa... la cual, por cierto, hacía bastante falta, pues, según me he levantado, los primertos rayos de luz me han permitido descubrir unos filos hilos que conectaban el monitor del ordenador con la impresora y uno de los altavoces.

Una señora telaraña, en toda regla.

Así que no ha habido más remedio que agarrar el plumero, ceñirse un pañuelo a la cabeza, encaramarse a la escalera y empezar a mover libros y remover pilas de papeles casi olvidados, algo que, a un arqueólogo frustado como yo, no deja de producirle cierto placer, pues es como ir excavando estrato tras estrato de los que forman el Tell que es mi biografía y mi personalidad, con la certeza de que un golpe de pala puede descubrir inmensos tesoros.

De esta forma, encuentra uno mapas de ciudades donde ha estado y de otras donde nunca paró, títulos de transporte de media Europa, folletos en lenguas ininteligibles, anuncios de espectáculos, exposiciones, restaurantes de lo que se me escapa la razón por las que decidí conservarlas, fotografías de personas que no he visto en años, cartas de los tiempos en que aún no había e-mail, incluyendo una postal remitida desde Tokyo en las navidades del 94, diarios empezados, mantenidos algún tiempo y abandonados definitivamente, cuyas anotaciones son a veces tan crípticas que causaría infinitos dolores de cabeza intentar descifrarlas.

Y recortes de periódico, como el que motiva esta entrada.

Está fechado el 24 de diciembre de 1989, justo el día en que cayó el último régimen comunista de la Europa Oriental, aquél de Ceaucescu, alguien a quien mucho tiempo se le tuvo por exponente de otro modo de comunismo, sólo porque se cabreó con la URSS, pero que tras su caída se revelaría como uno de los peores tiranos que crió el siglo XX, tan fecundo en ellos. Y uno todavía recuerda de ese día, como el dictador, casi como en el guión de una película, se asomó al balcón de su palacio para arengar y recriminar a las masas que suponía fieles, pero sólo encontró odio y abucheos.

Algo que se le debió asemejar increíble, inconcebible, porque, en vez de hacer uso de su poder, huyó hacia su propia muerte y su régimen se desvaneció con él.

Todo ello en un día increíble, cuando, aquellos que como yo habíamos soñado con vivir una revolución la presenciábamos en directo. Veíamos a la gente abrazarse en las calles, presas de una alegría inusitada, celebrando que eran libres, enarbolando banderas en las que se había recortado un círculo justo en el centro, un símbolo que no entendíamos en ese instante, pero que era tan simple como que toda bandera llevaba el escudo del regimen odiado, y que aquello era otro modo más de certificar su caída.

Sin embargo, el artículo que conservé no trataba de esto. Hablaba de cine. Con gran vehemencia y no menor indignación.

¿La razón? un estudioso británico, William Rees-Mog, había escrito un artículo sobre el legado intelectual del siglo XX que ya acababa, y en él no se había referifo al cine, lo cual había provado, la respuesta, indignada y vehemente, como digo, de Angel Fernandez Santos, en la cual reivindicaba la profunda aportación del cine al pensamiento y a la sensibilidad contemporánea, porque sin ella, sin su influencia en el resto de la artes, su evolución y sus resultados serían incomprensibles, o, por utilizar su mismo argumento, nunca habrían llegado a las alturas que habían alcanzado.

Una línea de argumento, por cierto, donde perdía un tanto el control y acababa por caer en el mismo efecto que denunciaba. Al leer esas líneas no podía evitar pensar en la fanfarronada de cierto director español oscarizado, Jose Luis Garci, que afirmaba cada vez que tenía ocasión, que ningún arte del siglo XX había creado tantas obras maestras como el cine, lo cual, si demostraba algo, era la profunda ignorancia de quien hacía esas declaraciones.

Pero no es esto tampoco, el recuerdo de olvidados debates pasados, lo que ha motivado esta entrada, sino lo que podríamos llamar la configuración del Kanon, es decir el conjunto de obras y autores con los que hay que comparar una obra de arte para poder concluir si es buena o mala. Una idea la del Kanon, que cada día me parece más aberrante, porque todo Kanon es en sí exclusivista y reduccionista, supone un estilo dominante y la entronización de este como la única forma posible de creación, desterrando todo lo que no coincide con él al olvido y al descrédito, hasta que llega el día en que el estilo dominante se disuelve y desaparece junto con el Kanon que le servía de norma , y es substituido por otro completamente nuevo y frecuentemente opuesto... y aparentemente tan valido, tan perfecto, tan único como el que le precediera.

Algo que está sucediendo ahora mismo en el cine. Porque si examina la lista de directores que AFS propone como Kanónicos, Bergman, Buñuel, Renoir, Fellini, Ford, y las fechas para la creación de ese estilo, los años 20 y 30, se observará que no coinciden ni con las vacas sagradas de la crítica joven, ni con las fechas que han elegido como fundacionales, hacia los años 60.

Un ejemplo, como digo de que nos hayamos en un periodo de transición entre dos estilos incompatibles. Un tiempo donde los defensores de uno y otro no paran de arrerse mamporros retóricos, y donde vencerán inevitablemente los más jóvenes, puesto que sus oponentes se habrán muerto o retirado antes que ellos.

Y lo más es triste es que supone que debería unirme a uno de los bandos, tomar partido y empuñar los armas por el verdadero y auténtico cine, el realmente bueno y necesario.

Pero me da mucha pereza, pues ambos estilos me parecen igual de prescindibles.

O mejor dicho, buenos ambos para disfrutarlos y gozarlos, pero no lo suficiente para pelearme por ellos.

sábado, 21 de julio de 2007

Open your eyes and see

Hablaba hace unas entradas del muestrario de excelentes exposiciones en este verano madrileño. Me falto añadir "... y un timo".

Afortunadamente el "timo" no es la exposición de Patinir que se puede visitar en el Museo del Prado y de la que me propongo contar un algo, en la (breve) medida de mis posibilidades. Respecto al timo, ya tendré oportunidad de hablar de él en otra ocasión.

Debo confesar que tengo cierta debilidad por Patinir, una debilidad de la que me sería difícil explicar sus causas, pero que se remonta a los tiempos, hace ya decenios, que empecé a interesarme por esto que llamamos arte. Quizás se deba al buen puñado de Patinirs que posee el museo del Padre, o quizás porque me lo señalaron como pintor/excepción, un paisajista en un tiempo de representación casi exclusiva del cuerpo y el alma humanas, como era el renacimiento. Alguien cuyos cuadros se disfrutaban mucho más, mejor dicho, se descubría su auténtico significado, si extendías la mano y tapabas la figuras del cuadro, hasta dejar únicamente el paisaje puro y abstracto... como si fuera uno de esos pintores románticos/realistas/impresionistas del XIX.

Pero esa definición como todas, era también una restricción y una limitación. Otros pintores de esa misma época, como Altdörfer, exploraron también el paisaje, o lo que es más, en realidad, parte de la revolución renacentista en la pintura es precisamente esa inclusión del paisaje en el cuadro. En efecto, muchas veces se ha utilizado el símil de la ventana abierta al mundo, cuando se habla de las nuevas formas que eclosionaron en el siglo XV, y esto, aparte de la invención/utilización de la perspectiva cónica, significa también que el mundo, la realidad, se posesiona del cuadro, lo hace suyo, subordina a los seres divinos y heroicos que los pueblan.

Como bien se sabe, en la pintura medieval el espacio era abstracto, un fondo dorado donde se pegaban los personajes y donde los elementos del mobiliario o la arquitectura, no eran más que símbolos que ayudaban a la lectura, recordatorios de una mesa, un escritorio, una casa, una puerta, una ventana, una muralla. Sin embargo, en las pinturas a partir de 1400, en Toscana y Flandes, el espacio es un espacio real, un lugar donde se vive, un entorno en el que hay que moverse y que se describe con primor de naturalista, dando a cada humilde objeto la misma importancia que los seres divinos y sobrehumanos que lo pueblan.

Un entorno donde el afán de realidad llega al extremo de que estos seres míticos realizan los mismos gestos, tienen los mismos sentimientos, comparten la misma humanidad que cualquiera de nosotros, de manera que ellos y nosotros (o los otros nosotros de hace 600 o 500 años) podríamos intercambiar los papeles, porque esas habitaciones y esas casas son las mismas que las nuestras y desde sus ventanas se vislumbra unas calles, unas ciudades, unos campos, unos campesinos, artesanos y ciudadanos que existen en la realidad.

Una realidad, un paisaje urbano y campesino, que acabará por salirse de esas ventanas dentro de las ventana del cuadro, hasta invadirlo por completo y convertirse en el auténtico tema.

Una realidad y paisaje que, como saben todos los aficionados a esos maestros antiguos, se muestran con una serenidad, una perfección y una atemporalidad sorprendentes, simplemente porque no corresponden con la experiencia cotidiana, basada en el conocimiento de que todo lo que vemos no son más que fenómenos efímeros y pasajeros, apenas vislumbrados un instante, y desaparecidos al siguiente.

Todo lo contrario de lo que ha sido recogido en el cuadro.



Entonces ¿como ver un cuadro como este San Cristóbal?

Hay muchas formas de hacerlo, desde un punto de vista formal, desde un punto de vista social, desde un punto de vista histórico, desde un punto de vista ideológico. Unas mejores, otras peores, algunas francamente absurdas, como las propuestas por Berger & co. en su Ways of Seeing, donde el posicionamiento ideológico de los proponentes, orientado a una revolución que nunca habría de llegar, les volvía ciegos a los valores estéticos de la obra.

Porque podíamos pensar en averiguar que es lo que pensaban los contemporáneos de esta obra. En lo que pensaría un Felipe II que la eligió para decorar el monasterio de El Escorial. Podemos pensar en una persona que se veía a sí mismo como ese San Cristóbal, llevando a sus espaldas al mundo y a su creador, luchando contra toda adversidad, sabedor de tener un destino predestinado del que nada podría apartarle, más bien al contrario, donde cada contratiempo, cada desengaño, cada revés le reafirmaría más y más en la misión que le había encargado la divinidad, que habría de cumplirse al final del día, si se mantenía la fe.

Alguien extrañamente similar al G.W.Bush actual, con la misma certeza de haber sido elegido, con la misma absurda confianza en el poder militar, con la misma capacidad para enajenarse las simpatías que pudiera tener, para quedarse sin aliados, sólo en definitiva, y cuyos últimos años en el poder no fueron más que una sucesión de catástrofes, de derrotas, de proyectos que nunca salieron a derechas, de enemigos que resultaron victoriosos frente a él.

...Y nos equivocaríamos si juzgásemos el cuadro por la apetencias de sus admiradores de antaño, o por las intenciones de su comitentes.

Porque en ese cuadro (aunque la imagen no permita verlo) hay mucho más que ese San Cristóbal que cruza el río con Cristo a sus hombros. Hay, como ya había señalado, un mundo entero por descubrir.

Está el primerísimo primer plano, la grava de la playa y las conchas esparcidas sobre ellas. Las rocas agrietadas y las salamandras que corren a refugiarse en ellas, están las plantas ribereñas y los lirios florecidos.

Está el pantano de aguas obscuras y la garza que se adentra en ellas. Esta el perro que eriza el lomo y gruñe a otro que se encoje y retrocede, mientras un hombre de aspecto torvo se acurruca en una cabaña.

Está el ahogado, con un papel atado a su cuerpo que dos hombres extraen de las aguas. Está la barca que transporta ladrillos, las pilas ya desembarcadas en la orillas, el albañil que construye con ellos, el horno lejano donde se cuecen.

Está la ciudad donde arde una casa y una multitud se agolpa curiosa a observarlo. Está la catedral que se alza sobre las casas y es casi del mismo azul del cielo. Están las fincas extramuros aisladas entre los árboles.

Está el camino que se enreda y la gente de armas que lo recorre imponiendo su ley y su capricho. Está los caminantes que marchan sin apresurarse. Está los dos hombres que se han desvestido y se asean.

Está el puerto bullicioso, lleno de embarcaciones. Está la galera que avanza hacia su bocana. Están las dos carracas que se cañonean en alta mar.

Está la casa construida en la copa de un árbol. Está el árbol que se lanza contra los cielos. Están los celajes de las nubes que traen la lluvia. Están las aves que cruzan raudas, apenas visibles un instante.

Está todo el mundo en ese cuadro..

Todo él. Por entero.

miércoles, 18 de julio de 2007

Craving for forgiveness

Uno de los mayores tópicos de lo que podría llamarse el cine comercial juveniles es el de la competición a muerte entre clubes, asociaciones, o simplemente bandas. Una competición en la que un grupo son los outsiders contrarios al sistema, algo que todos los jóvenes piensan ser by default, incluso yo cuando lo era, y el otro, los perfectamente integrados en ese mismo sistema y que cuentan con todos los recursos del mismo para mantener su poder y su posición.

Una competición cuyo resultado invariable en la ficción es la improbable e imprevista victoria de los losers, y la humillación pública de los hasta ese instante poderosos que obraban a su capricho sin limitación alguna.

En Hitohira también hay una competición, pero como ya he comentado otras veces, el tópico esperado se deshilacha y desvanece a medida que la serie progresa, hasta llegar a un terreno que, en cierta medida, podríamos calificar de original, o al menos de sentido y auténtico.

(Antes de continuar, avisar al lector que ésta es una serie que ha pasado casi sin pena ni gloria que seguramente continuará olvidada. Tiene graves fallos estructurales, un sentimentalismo demasiado claro y unos paralelismos también demasiado obvios, pero, aquí y allá, es capaz de unos arranques como el que... bueno, mejor no adelantarse)

Como decía, la excusa de la serie es la competición entre dos grupos de teatro, el oficial y su excisión que deciden que aquel grupo que obtenga menos votos del público en el próximo festival escolar se disolverá y dejará lugar al otro. Una apuesta cuyo origen está en la rivalidad entre los lideres de ambos clubs.

Hasta aquí todo como siempre. La premisa obvia que daría lugar a un desarrollo no menos obvio, si no fuera porque esa rivalidad entre los presidentes de ambos clubs no es debida a la envidia, al poder, al prestigio o a cualquiera de esas justificaciones que nos llevan al conflicto con nuestras semejantes. Muy al contrario, esa división, se debe precisamente a la profunda amistad que ambas mujeres (porque sí, esta es una serie donde el reparto es mayoritariamente femenino y es el que lleva la voz cantante, otra de las grandes diferencias entre nuestro occidente y ese oriente tan próximo y tan lejano al mismo tiempo). Un cariño casi de hermanas que lleva a que una de ellas no acepte la cabezonería de la otra, temerosa de que haya de recibir más daño que recompensas por ella.

Así como digo, el conflicto se desvanece. Casi desde el principio sabemos que el club "rebelde" no puede triunfar a menos que se produzca un milagro, el cual no ocurrirá, por supuesto, y que toda a esa apuesta se reduce a ese sentimiento, tan cercano y tan extraño, al mismo tiempo, de demostrar que se ha vivido, que se ha hecho algo, lo mejor que se pueda, aunque no se logre la victoria.

Es aquí donde entra el auténtico tema de Hitohira, el del paso a la madurez. Una madurez entendida no en el modo trivial, como descubrimiento del amor y el sexo, sino un paso más allá, casi diría como desengaño vital, si esto no fuera una exageración y una cierta traición. Por decirlo de otra manera, el darse cuenta de que la vida es efímera, que todo tiene un final y que las personas que están a tu lado, desaparecerán más tarde o más temprano, arrastradas por la vida, sin que apenas te des cuenta, sin que puedas hacer nada por retenerla.

Por ello la auténtica victoria que se da en la serie no tiene lugar en el festival escolar, sino que se da un poco antes, con la reconciliación de ambas mujeres enemistadas, sabedoras ambas de que nunca podrían perdonarse el no haber restaurado esa amistad de antaño, y que en el fondo, a pesar de todas las apariencias, continuaba viva.

Un instante mágico, en el que, por decirlo en ingles, one does all the talking, and the other does all the loving.

Y donde, a pesar de que las palabras buscan herir, es el entrecortamiento de las frases, los sollozos, las miradas y las caricias, lo que realmente tiene valor y lo que realmente decide el resultado.

















lunes, 16 de julio de 2007

Unexplored Musical Landscapes (y XIII): Stravinski

¿Stravinski un paisaje inexplorado?

Dicho así, suena exageración, por decirlo de forma suave, pero el caso es que aparte de la famosa Consagración de la Primavera (y el resto de ballets que le precedieran), el aficionado puede encontrar alguna dificultad en nombrar otras obras de este compositor... y es que, como bien dijo alguien con cierto sarcasmo, mientras que Schönberg era un auténtico revolucionario musical, a Stravinski sólo le interesaba revolucionar la clase, hecho lo cual prefirió dedicarse a otras cosas.

Otras cosas que en sí, también eran una forma de alborotar el cotarro, solo que de manera menos espectacular. Vayamos por partes.

Como es bien sabido, aunque muy a menudo se quiera olvidar, uno de los fenómenos más curiosos de la historia del arte del siglo XX, es lo que se llamó L'appel al ordre, o, en otras palabras, el momento tras la primera guerra mundial en que señeras figuras de la vanguardia aparentemente la abandonaron, y se dedicaron a crear al modo del pasado... o de un pasado imaginado ideal.

Una decisión que en el caso de pintores tan importantes como Dérain supuso el inicio de su decadencia, en otros como Picasso una más de sus frecuentes, repentinas y sorprendentes metamórfosis (y Picasso puede ser el artista contemporáneo con el más ismos se han identificado, aunque entre sí fueran incompatibles y contradictorios) , o en el caso de Stravinski, convertirse en la marca de su estilo y de, en cierta manera, de su transgresión

Conviene detenerse un instante en lo que acabo de decir.

Frecuentemente, en estos ámbitos del arte se vive hechizado por el fantasma del progreso, idea heredada de la ciencia y de la tecnología. Se supone, incorrectamente en mi opinión, que el arte es un camino de peor a mejor, donde lo de ahora mismo siempre es más estimable y más perfecto que lo de hace escasos cinco minutos, y que el artista que no continúa en esa carrera continúa de investigación y experimentación es un traidor a la causa o alguien que ha comenzado ya su decadencia y que solo sabe repetirse.

De ahí el descrédito, el olvido, el desprecio en que incurrieron aquellos artistas de renombre que siguieron l'Appel al ordre, a los que los artistas jóvenes vieron como el enemigo a batir, especialmente a aquellos que habían figurado con honores en la vanguardia de la vanguardia, aunque como digo, esa Appel à l'ordre, en muchos casos, como el de Picasso y Stravinski, no fuera más que una rebelión a la inversa.

Porque, si se mira superficialmente, puede parecer que el Stravinski post consagración no es más que un productor en serie de sinfonías mozartianas y haydinianas, un compilador de lo archisabido y archiconocido, sin reparar en que el carácter, la personalidad de esas obras aparentemente neoclásicas es el del compositor ruso y no el de sus predecesores del XVIII.

Simplemente, porque lo característico de Stravinski es su perenne atención por las formas y los modos populares, de forma que si obras como la Consagración o Renard le Fox, eran reescrituras del folklore ruso y Ragtime revelaba una fascinación por el jazz americano, estas partituras neoclásicas eran una excusa para acercarse al teatro de marionetas y la comedia del arte, el teatro dentro del teatro, la falsedad dentro de la falsedad, algo que, por cierto es otra de las constantes del formalismo del siglo pasado.

Con esto llegamos a otra de las subversiones stravinskianas, aparte de su renuncia a la vanguardia. Si nos fijamos bien todas estas obras no son en sí originales, parten de un modelo lo adapta y, oh sacrilegio, lo copian, otro de los tabúes de nuestro cultural moderno, donde obligamos a todo artista a ser absolutamente original, como si viviera aislado en un mundo de su propia creación, sin contacto con persona alguna. Un desproposito que llega extremos tales, que no es raro encontrar personas que se dedican a rastrear todas las posibles influencias que hay en una obra, en la esperanza de encontrar motivos para acusar de plagio, y por tanto, desacreditar al creador.

Un tabú, del que Stravinski, se ríe a su manera, pues no sólo compuso la música para madrigales perdidos de Carlo Gesualdo (siglo XVI y contemporáneo de Monteverdi), con una fidelidad tal que son absolutamente indistinguibles de los originales, sino que en el ballet Pulcinella, tomó dieciséis temas de Pergolesi, y con ellos compuso la obra entera... sin modificar una sola nota de las que escribiera el italiano en el siglo XVIII, algo que, en estos tiempos se consideraría como un plagio descarado, si se desconociera la fuente, o un timo de impresión, en caso contrario.

Pero claro, estamos tratando con Stravinski, el mago de las estructuras rítmicas, el único capaz de, sin tocar una sola nota, modificar todo el entramado rítmico de la partitura, hasta conseguir que aquello sea una obra suya, y no del italiano.

Y por ende, una obra maestra de la vanguardia.

jueves, 12 de julio de 2007

Love's Geography

...ya que Nur al-Din deseaba abrazar muchachas con ojos de hurí, chupar sus labios, soltar sus cabellos, morder sus mejillas, apretar sus senos con movimientos cairotas, con coqueterías yemeníes, ardor abisinio, abandonos indios, ardores nubianos, enojos campesinos, gemidos de Damieta, ardores de Said y descansos alejandrinos...

La una y mil noches, noche 875

Hablaba, en una entrada anterior, de como la versión de La una y mil noches que estaba leyendo últimamente, perdía el encanto que distingue a esa obra de la literatura universal, y se convertía exclusivamente en un vehículo de propaganda de una religión y una ideología, reescribiendo con muy poco acierto, cuentos anteriores.

Sin embargo, señalaba también en aquella ocasión, como, esparcidos por aquí y por allá, continuaba habiendo momentos que me dejaban, literalmente, sin respiración. La otra vez era, como la descripción del montaje de un laúd y el modo en que éste era tocado, se convertían casi en una definición perfecta de lo que debería ser el arte (o mejor dicho de uno de las posibles soluciones para alcanzar eso tan elusivo y personal que llamamos experiencia artística) . En este caso, se construye una geografía completa del mundo, utilizando como método de clasificación aquello que distinguía y caracterizaba a cada tierra en los modos del amor profano.

Una descripción donde el rasgo principal era, precisamente, esa celebración del amor terreno y carnal (aunque luego todo hay que decirlo, pudorosos escribientes intenten arreglar las cosas, haciéndonos creer que nunca sucedió nada entre los amantes y que sólo después de la sanción social mediante el matrimonio fue cuando la acción tuvo lugar).

Una postura que, aún en nuestros tiempos de sexo evidente y omnipresente, resulta extraña y desacostumbrada.

¿ Y que quiero decir con esto? Como siempre debo volver a mi biografía personal y en concreto al tiempo en que pase de la niñez a la madurez, allá por los primeros años de la década de los 80 del siglo pasado.

En aquel tiempo, como ya he contado en otras ocasiones, este país que por comodidad llamamos España, apenas acababa de despertarse de la tinieblas de una dictadura de decenios. Un régimen que nos había mantenido en el atraso espiritual, con la amenaza de castigos de ultratumba para toda la eternidad y otros más reales en este mundo, de manera que aquello que era normal y habitual en toda Europa, para nosotros, los españolitos de 1980, aún era desusado, nuevo y sorprendente.

Por eso mismo, libros como El Decamerón o las Mil y una noches eran caracterizadas como literatura pornográfica, aquellos libros que no se podía leer en el autobús o en el metro, y de los que se debía hablar en reuniones privadas, ya se sabe, aquellas en que los guiños, los eufemismos, los medios entendidos eran la norma.

No es de extrañar por tanto, que en cuanto tuviéramos cierta edad, esa edad precisamente, nos lanzásemos a la lectura de esas obras... y nos llevásemos una gran desilusión, porque en ellas nos estaba lo que queríamos, la ilustración pormenorizada de la actividad amorosa que podíamos encontrar en cualquier revista guarra.

Sin darnos cuenta, sin darme cuenta hasta casi ayer mismo, que lo importante era precisamente esa celebración, y no la representación, el canto al amor carnal y humano en todas sus formas, en vez del ritual estereotipado, previsible y matemático que constituye la esencia de la pornografía.

Porque, a pesar de toda la libertad sexual de la que gozamos, a pesar, como digo, de esa presencia omnipresente del sexo en casi todos los ámbitos de la sociedad, no puedo evitar pensar que aún no nos hemos librado de los prejuicios, los temores y los lastres de antaño. Cuando se examina la representación del sexo en lo que, podríamos llamar gran arte de ahora mismo, es casi imposible toparse con una plasmación gozosa y celebratoria.

Muy al contrario, lo que prima es la brutalidad, una praxis despiadada donde el dolor es el compañero de ese momento y el castigo lo que habrá de sobrevenir al poco.

Casi como si aún fuera pecado hacerlo.

martes, 10 de julio de 2007

The netherworld


Ver esta imagen y sentir un pequeño estremecimiento fue simultáneo. Simplemente porque vino a mi memoria las representaciones de las ballenas en los libros antiguos, aquellas realizadas por personas que nunca habían visto el mar y por descontado uno de estos mamíferos, y que las representaban como enormes serpientes, reptando sobre las aguas. con enormes cabezas de pez que sorbían el agua a raudales.

Tan distinto de la imagen a la que nos han aconstumbrado los documentales, y al mismo, tan poderosa, tan fascinante y seductora, para la mente fácilmente maleable de un niño, que sentía un ramalazo de terror sólo pensar en enfrentarse, en la inmensidad del mar, con uno de esos monstruos que la poblaban.

Es algo, este realismo a la inversa, tan parecido al de aquellos libros de antaño, que consigue que lo mágico e imaginario, se convierta en real y cercano, lo que convierte a esta serie, Seirei no Moribito (el guardián del espíritu) , en uno de las joyas de esta temporada.

He dicho realismo al inversa y acabo de darme cuenta que no es ése el concepto. En verdad, lo que hace esta serie es reproducir la realidad de forma casi perfecta, recogiendo y subrayando, los pequeños detalles en los que apenas reparamos por su cotidianidad, como el temblor de una moneda depositada en una mesa, el rodar de un disco metálico, hasta perder el impulso, vacilar y detenerse, las libélulas y los insectos en los arrozales, el frío del viento en las cumbres, el brillo del pescado que se asa, y aplicar ese grado inusitado de detalle a los momentos sobrenaturales de forma que no nos quede otro remedio que creernoslos.

Algo que, por cierto, es casi la marca de estilo del estudio IG, como bien quedo demostrado en películas como Ghost in the Shell (u otras colaboraciones para estudios no menos prestigiosos) o en las dos series que sucedieron (GiTS SAC y GiTS SAC: Second GIG) que precuelizaron a la película.

Un estilo que, como he dicho, se fundamenta, en crear mundos complejos, abrumadores en detalles y de los cuales la película y la serie alcanza a descubrir y explorar una mínima parte, dejándonos con ganas de saber más. Un mundo rico y variado que en el caso de Seirei, se extiende también a la psicología de los personajes, con una personalidad definida y un pasado no menos definido, que, en aplicación rigurosa de la praxis realista, afecta, condiciona y determina sus acciones y reacciones.

Una serie de prerequisitos formales que afectan a la resolución de las escenas. Así, cuando Barsa, la guerrera protagonista se ve enfrentada a un combate, la forma de hacerlo está condicionada por el hecho de no ser ya joven (se la supone entre 30 y 40) y por tanto, ser una superviviente. De esa forma, sus duelos , al contrario de lo que nos ha malaconstumbrado la praxis hollywoodiana, tienden a ser cortos, casi deslucidos, lo propio de alguien que sabe que tiene que acabar con el contrario cuanto antes, sin dar tiempo a cometer un error que le deje en sus manos o que lleguen los compañeros de éste.

Asímismo, cuando vemos actuar a Chagum, el heredero del Imperio cuya protección ha sido encomendada a Barsa, en todas su acciones se trasluce la educación que ha recibido, la de alguien destinado al gobierno,, encargado de dirigir hombres, de tomar las decisiones difíciles que los otros evitan, teniendo en mente el bien del país y de la población, y hacer todo esto sin traicionar sus dudas, su miedos, su ansiedad.

Una serie por tanto, fuera de lo común, tan notable que aunque la peripecia, la historia, la trama, al final de fueran n al garete, mereceríoa verse simplemente por los retratos de sus personajes y de las relaciones que los ligan o por capturas como la que sigue, cuajadas de efectos increíbles, iluminaciones inusitadas, paisajes soñados.

Aquello que nuestros ojos pueden percibir, pero la cámara obscura no, y que sólo el dibujo en movimiento puede restituirnos.

domingo, 8 de julio de 2007

Unexplored Musical Landscapes (y XII): Berg

Habiendo nombrado ya a dos de ellos, Schönberg y Webern, no podía olvidarse al tercero, Alban Berg, y si se quisiera dar una definición de este compositor, una, muy ajustada y completamente engañosa al mismo tiempo sería la de divulgador del dodecafonismo.

Una definición que puede sonar un poco a censura, ya que inconscientemente tendemos a considerar mejor a aquellos que se mantienen "puros", frente a aquellos que transigen, pero que no lo es en absoluto. Simplemente pretende poner de manifiesto que, mientras que de las obras plenamente dodecáfonicas de Schönberg todos conocen el nombre, pero muy pocos las han oído, y de las de Webern ni siquiera eso, dos obras de Berg (tres si metemos también a Lulú en el saco) se han convertido en favoritas de los melómanos... y por favoritas me refiero a que el aficionado las guarda en el mismo rincón del corazón en el que pondría a las sinfonías de Beethoven o las óperas de Mozart, por su impacto emocional y los sentimientos que inspira.

Me refiero, por supuesto, a el concierto para violín a la memoria de un ángel y a la ópera Woycezk, a las cuales, y aunque sea obrar un poco de capitán Obvio, voy a dedicar unas líneas.

Basta escuchar los primeros compases del concierto para Violín para darse cuenta de la razón de ese lugar tan especial. Toda la partitura se mueve en una calculada ambigüedad, saliendo y entrando constantemente del mundo tonal, perdiéndose en el atonal, y volviendo a él... o mejor dicho sin volver a él, puesto que al tratarse de una elegía, por la hija perdida por el matrimonio Alban/Alma (nota: Alma debió ser una de las mujeres más asombrosas de su época, casada primero con Gustav Mahler, amante de Oskar Kokotscha y desposada finalmente con Alban Berg, su biografía es inseparable de la cultura vienesa del XIX/XX, y nos muestra lo relacionados que estaban todos esos nombres), el mundo tonal se convierte en un trasunto de la felicidad perdida a la que no es posible retornar ya, mientras que el mundo atonal y dodecafónico, en su modo expresionista y romántico atonal, se antoja el ámbito del dolor y del duelo, de la pérdida y la desesperación.

Una impresión que resulta aún más acentuada, subrayada y recalcada, por las citas clásicas que se van intercalando, una Nana romántica , una Coral de Bach, las cuales, distorsionadas por la práxis dodecafónica, resultan especialmente dolorosas, al señalar un doble mundo pasado, el de la felicidad compartida por un lado, el de la música que aspiraba a reconstruir en esta tierra la perfección absoluta, por otro, que se disuelven en el tiempo, hasta desaparecer sin dejar rastro.

Un concierto, tránsido de dolor de un extremo a otro, pero que se resuelve en tranquilidad, serenidad y estoicismo, el resultado obvio y conocido de la acción del tiempo sobre el dolor, que poco a poco embota sus filos hasta que ya no se siente.

...

La segunda obra Woyzcek, no es menos conocida, tanto en su formato original, la obra de teatro escrita por Büchner a principios del XIX, como en su adaptación musical de principios del XX, a cargo de Berg. Una obra que, curiosamente, permaneció olvidada durante todo el siglo XIX, hasta ser descubierta a principios del XX, por, como no, los expresionistas del XX, en uno de esos momentos tan repetidos en la historia del arte, en que los proponentes de un estilo, intentando separarse de sus más próximos predecesores estéticos, buscan reescribir la historia y revisan el pasado en busca de ejemplos olvidados con cuyo Ethos coincidan y que les sirvan de arma frente a la generación anterior.

En este sentido, Büchner, perteneciente al primer romanticismo, muerto con apenas veinticinco años, a la vez científico y literato, radical en política, casi revolucionario, como podía esperarse de un tiempo que aún no había superado la resaca de la revolución francesa y la época napoleónica, pero al mismo, pesimista y desengañado, no podía por menos que llamar la atención de las vanguardias del siglo XX, en su lucha por derruir el arte oficial y conformista, encarnado por el segundo romanticismo y su exaltación del orden y la armonía, envuelto en una gruesa capa de falsa sensibilidad, ñoñería y papanatismo.

No es extraño tampoco que Woyzcek se convirtiera en un símbolo en una bandera. Una obra escrita en un cerrado dialecto de la Renania, medio inventado por Büchner, medio olvidado un siglo más tarde, hasta el extremo que ciertos pasajes son incomprensibles. Una obra donde no se sabe exactamente el orden en que Büchner pensaba poner las escenas, donde algunas se contradicen entre sí, donde hay múltiples versiones de cada pasaje y donde varios finales posibles y por tanto varias explicaciones posibles. Una obra donde no hay buenos ni malos, o mejor dicho hay verdugos que fuerzan a sus víctimas a convertirse en verdugos y los castigan luego por ellos, aplicando al extremo aquello de "hecha la ley, hecha la trampa" o "la ley no es si no la voluntad de los más poderosos".

Un ambiente donde todas la certezas, todos los dogmas, todo lo puro y lo sagrado, se disuelven en la nada, donde no hay otra liberación para los esclavos que aquella que les confiere su propia mano, ergo, el asesinato de las personas a las que aman y el propio suicidio, y donde la elite, aquellos que supuestamente son el orgullo y el ornato de una sociedad, son mezquinos, miserables, condenados a un destino aún peor que aquellos a los que tiranizan, porque éstos saben prisioneros y sueñan con la liberación, mientras que aquellos se creen libres y no son más que esclavos.

Una fiesta para cualquier modernismo. Una oportunidad para que Berg despliegue todas las posiblidades expresivas de dodecafonismo, adaptando el texto de Büchner con una fidelidad casi absoluta, y consiguiendo que cada palabra, cada sílaba, cada dicción, cada gesto, cada ambiente, tenga el modo, el sentimiento, adecuado.

El de un mundo podrido y corrompido, muerto y carcomido, al que el primer golpe de viento derribará y convertirá en polvo, antes de tocar el suelo.

domingo, 1 de julio de 2007

Diving in a pool

En este verano madrileño de grandes exposiciones sin repercusión alguna (sin contar claro está la megaexposición Van Gogh, donde te venden las entradas numeradas), el museo Reina Sofía cuenta con dos grandes exposiciones. De una, la de Le Corbusier, ya hablamos, la otra es la que recibe el nombre de Lo(s) Cinético(s).

¿Y de que va la exposición se preguntarán? Pues de aquello que en los '60 y '70, se llamó el Op Arte y el Kinetic Art. Dos corrientes artísticas que, en dos artes aparentemente distintas buscaban resolver el mismo problema, la simulación del movimiento en dos disciplinas que por su propia naturaleza eran estáticas.

Pero este problema que, planteado así puede parecer muy serio y formal, no lo era en las plasmaciones de estos artistas, como lo demuestra el cuadro de Bridget Riley que adjunto...


...siempre y cuando se sepa como mirarlo.

Porque, para entender el como mirar este cuadro, o mejor dicho, para explicar como veo yo este cuadro, y las pinturas y esculturas que componen esta exposición, tengo que volver al pasado, al tiempo, allá por 1980/81, siendo apenas un adolescente en que descubrí el arte.

Simplemente, porque en aquella época estas obras eran la última vuelta de tuerca de la historia del arte, lo más nuevo de lo nuevo, los hitos que parecían marcar el camino de la vanguardia y el formalismo, aunque luego resultara lo contrario, resultaran ser los últimos estertores, gloriosos, pero estertores de aquello que, a falta de otra palabra, hemos convenido en llamar modernismos.

Sin embargo, el hecho de ser lo último de la vanguardia, no explica "el como mirar este cuadro", al fin al cabo, todos los movimientos de 1870 para acá, han sido sucesivamente el último grito, lo que estaba de moda, lo que había que hacer para no parecer un antiguo y un carca... y no pocos de estos ultimísimos se han revelado como experimentos huecos y vacíos, callejones sin salida en la historia de la modernidad, flores de un día, productos de moda y temporadas.

Este podría ser el caso del Op Art, al fin y al cabo, ahora, con los ordenadores y el photoshop, cualquiera puede reproducir los diseños de Riley al detalle, o incluso, podría decirse, basta con instalarse cualquier salvapantallas. Cierto, pero estaríamos olvidando lo más importante, lo que distingue a Riley de los "bots".

Su conexión con lo que podría llamarse el espíritu de los 60.

Porque, algo que distingue a esta rama de la modernidad, es precisamente, su seriedad desenfadada. En todas estas obras, bien en las pinturas que el movimiento se simula apelando a ilusiones y espejismo ópticos, o bien en las esculturas con partes móviles que sorprenden al espectador cuando menos se lo espera, está permitido reírse. De hecho, gran parte del efecto, es precisamente la reacción regocijada y gozosa del espectador, al descubrir el truco, al enfrentarse con las formas que no existen, creadas por la ilusión óptica en algo que el, por su experiencia supone estático,o al sobresaltarse por los movimientos inesperados de una escultura que se suponía firme e inmutable.

Por todo eso, esta exposición es una de las pocas que traen la diversión al museo, mejor dicho, que nos recuerdan algo que tenemos olvidado, que el arte, ante todo es gozo, disfrute, sorpresa, emoción, excitación, todas aquellas que nos hace ir corriendo a contarlas a otras personas y a traerlas agarradas del brazo, para que compartan lo que ya hemos sentido, sea la pared que late como si fuera un corazón, las inmensas construcciones, compuestas por discos y cilindros, que se agitan como posesos, los amasijos de basura que no hacen quedarnos embobados hasta que descubrimos como un pequeño movimiento repercute en toda la estructura, las esculturas increíblemente complejas y no menos abstractas, pero que se mueven con la seguridad de un mecanismo de relojería y con la elegancia de un bailarín.

O el summun de la diversión, el penetrable, compuesto por miles de tubitos de plástico colgados del techo, y donde, puede uno entrar, perderse, aislarse por un momento del resto mundo, sentirse a salvo, pleno y completo, como si estuviera sumergido en el agua, a gran profundidad y fuera capaz de respirar en su seno.