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viernes, 29 de diciembre de 2006

Um ein Steppenwolf zu werden (y 3)

Ich war ein Knabe, fünfzehn oder sechzen Jahre alt, mein Kopf war voll von Latein und Griechisch und schönen Dichtversen, meine Gedanken voll von Streben und Ehrgeiz, meine Phantasien voll von Künstlertraum, aber viel tiefer, stärker und furchtbarer als all diese lodernder Feuer bruckte und zuckte in mir das Feuer der Liebe, der Hunger des Geschlechts, die zehrende Vorahnung derl Wollust.

Hermann Hesse, der Steppenwolf


Yo era un muchacho, de quince o dieciséis años, mi cabeza estaba de llena de Latín, de Griego, de hermosos versos, mis pensamientos de ansias y ambiciones, mis fantasías, de sueños de artista; pero mucho más profundo, más fuerte, mas temible, que todos esos fuegos abrasadores, ardía y quemaba en mí el fuego del amor, el hambre del sexo, el devastador presentimiento de la lujuría.

Se suele decir, cuando alguien recuerda o rememora su pasado, que romantiza, en el sentido de tender a embellecer e idealizar lo que le ocurriera, como si con eso y de esa manera intentase alcanzar la perfección, la plenitud que antaño no le fuera dada. Un vervo, romantizar que se utiliza erróneamente en este contexto, puesto suele ocurrir que no hay nada de voluntario, de esfuerzo propio , de mentira conocida, sabida y buscada en esa romantización.

Lo que ocurre es muy distinto, como bien sabe el que alguna vez haya llevado un diario, y haya comparado sus recuerdos, con lo que allí está escrito, para llevarse la sorpresa de que no coinciden en nada. Poco a poco, los recuerdos se han ido desvaneciéndose, mezclandose confundiéndose, hasta el extremo de que lo que sucediera repartido en varios días, acaba resumido en uno sólo, o se nos hace imposible determinar si dos sucesos ocurrieron en el mismo año o años distintos, o simplemente en qué año ocurrieron, o si uno tuvo lugar antes que el otro.

Sólo quedan sentimientos, o mejor dicho, recuerdos de sentimientos. Las palabras, las acciones, las decisiones se borran, se pierden, se substituyen por otras, se mestizan entre sí, y al final lo que queda es simplemente, la consciencia de que entonces me sentí así, de aquello me gustó, de que fui feliz. Restos de una existencia con los que no se pueden reconstruir unas vivencias. Huellas difuminadas de la vida de un extraño, al que llamamos yo, pero del que nos separan abismos.

La idea, esa idea en la que pienso tan a menudo últimamente, de los tiempos a los que ya no podemos volver, acompañada por la amarga certeza de que ese no retorno, en parte se debe a que ese lugar al que pensamos retornar nunca ha existido, es sólo un fantasma creado por el olvido.

....

De nuevo he divagado. De nuevo me he permitido perderme.

Lo que yo buscaba señalar es algo que los pocos lectores de este blog ya habrán podido intuir. El como, en ciertas circunstancias, ciertos autores, ciertos pasajes, ciertas frases, nos retratan a la perfección, o mejor dicho, como la imagen que nos transmiten coincide con la imagen que nosotros nos formamos de nuestra existencia pasada.

Porque, al leer el pasaje de Hesse con el que abría esta entrada, no pude por menos de recordar el adolescente que fui, al joven inexperto e inocente, pero seguro de que la vida le reservaba grandes hazañas, multitud de experiencias, combates, batallas y victorias, y que vivía escindido entre lo que podríamos llamar el mundo de las ideas y este mundo de realidades.

Dos mundos que parecían separados por un abismo, irreconciables, sin posibilidad alguna de comunicación. El mundo de la cultura, el arte, el pensamiento, tal y como se concebía en España, a primeros de los 80, y el mundo de la vida, de los placeres, de las experiencias. Una dicotomía que se reflejaba también en los productos culturales, lo bajo y lo alto, lo noble y lo vulgar, lo bueno y lo malo, y que te obligaba a elegir entre un camino y otro.

Elegir entre un camino y otro. Qué tontería. No había ninguna necesidad. De hecho ambos caminos eran el mismo y único camino, aquel que podía hacer de ti una persona completa, aquella que viviese en este mundo y que supiese aprovecharlo.

Pero yo elegí. Sin pensar en las consecuencias, como suelen hacer los jóvenes, con esa inconsciencia que lleva a acometer las mayores empresas, los mayores disparates, creyendo que el triunfo es seguro, y que la derrota no se producirá.

Que la derrota no se producirá....

El tiempo pasa, irremediablemente, y, de repente, se despierta uno, y encuentra que tiene veinticinco años, que ha aprendido multitud de cosas, pero que se le ha olvidado aprender las más importantes, aquéllas que le llevan a sus semejantes, aquéllas que le permitirían conocer la amistad y el amor. Que al final todo lo que sabe, aquello de lo que se enorgullece, no son más que saberes y conocimientos inútiles, que el tiempo mostrará vacíos y hueros, que lo importa saber es lo que todos los demás, menos tú, han aprendido sin darse cuenta, lo que les permite moverse, ascender, recuperarse, mientras tú te vas quedando atrás, sólo, ajeno.

Pero hay cosas peores. Sí, hay cosas mucho peores.

Simplemente levantarse cuando uno tiene 40 y descubir que se ha abandonado uno de los caminos, pero que nunca se ha llegado al otro. Que se ha dejado de ser aquello que constituía el centro de uno, aquello de lo que se enorgullecía y que te hacía distinto, único, sin que, en ese proceso, hayas conseguido unirte, confundirte con los demás.

Que te has perdido en una tierra de nadie.

miércoles, 27 de diciembre de 2006

Generation Gap


En estos últimos meses se ha producido una curiosa polémica cinéfila, de ésas que uno no dudaría en llamar endogámica, simplemente porque sus origenes, peripecias y resultados no van a llegar a las tribunas de los periódicos o al gran público, ni siquiera a la mayoría de los que se llaman aficionados, sino que se restringe a un reducido círculo de especialistas, esos que pueden y quieren estar a la última.

Inciso: debo decir que esto de la cinefilía se parece cada vez más a la pasarela cibeles, esta temporada se ponen de moda los planos largos y todos a abjurar del montaje, la siguiente está de moda partir la pantalla, y hala todos a pedir que se utilice ese recurso hasta en la sopa, porque lo anterior era plano y manido, pero dejemos a un lado estos comentarios, que siempre pueden ser acusados de sarcásticos, retrógrados y otros epítetos también muy de moda.

Lo curioso de la polémica es como ha acabado desarrollándose, mejor dicho como se ha polarizado. Lo que en principio debería ser una cuestión de estética, es decir, constatar como el estilo dominante en una época acaba agotándose, se disuelve en una multitud de intentos solitarios, incompletos y en su mayor parte fallidos, para ser reemplazado, al cabo del tiempo, por otro estilo dominante que elimina al resto de soluciones, ha terminado por convertirse en una discusión biológica, en que los "viejos" se enfrentan a los "jóvenes" acusándolos de ignorantes y atrevidos, mientras que estos piden su jubilación y reemplazo, puesto que los "antiguos" ya no están al día y no son capaces de seguir la marcha de los "modernos".

Unos argumentos claramente de enjundia y de una altura intelectual digna de alabanza.

Pero no es eso de lo que quería hablar. Ya nadie se acuerda de la que se montó, allá a mediados del XVIII, en Paris, entre los partidarios de la Opera Bufa Italiana, representada por Pergolesi y La Serva Padrona, y los partidarios de la Opera Seria Francesa, agrupados en torno a Rameau. Un debate que no tardaría en politizarse con los "modernos" representando a la Ilustración y la Reforma, y los "antiguos" defendiendo el Ancien Régime de la monarquía borbónica.

Un debate esteril, puesto que ahora, a principios del siglo XXI, está permitido que te guste Rameau y Pergolesi, sin que nadie vaya a echarte en cara que eres un carca y un reaccionario, o un radical y un revolucionario.

Sin embargo, tampoco es esto de lo que quería hablar.

Quería hablar de algo más ambiguo, más importante a mi entender, y son esos casos, en que algunos viejos se ponen de parte de los jóvenes, y abandonan a los de su generación, especialmente en esas ocasiones en que los su generación se había caracterizado por la rebeldía y, en su vejez, se topaba con el descaro y insolencia de una generación más joven.

Un caso clásico es el de Pissarro.

Pissarro había formado parte del núcleo duro de los impresionistas, alla por los años '70 del siglo XIX. En su juventud, habría podido decirse, pero el caso es que Pissarro era ya un señor maduro frente a artistas como Renoir y Monet. De hecho pertenecía a la generación anterior y una de las razones de conectar con los jovenzuelos le venía de sus convicciones políticas. Él era anarquista y por tanto opuesto a los poderes e instituciones establecidas, un francotirador artístico en la Francia de Napoleon III, lo cual le hacía simpatizar enseguida con los contestatarios.

Lo que no podía esperarse es que en los años 80, repitiese una jugada parecida. En aquella tiempo, los impresionistas había ganado y, en cierta medida,se habían ablandado y acomodado. Las nuevas generaciones les veían como el enemigo a batir, como el stablishment contra el que se debía luchar, un espíritu que a Pissarro debía serle particularmente caro.

Así que cuando Seurat y los Puntillistas comenzaron a alborotar el patio, él se unió a ellos, abandonó su estilo y se puso a pintar como lo hacían los jóvenes , enfrentándose a sus compañeros de antaño, polemizando con ellos, llegando incluso a atacarles.

Sin embargo, nadie puede luchar contra la edad. Con el tiempo, Pissarro volvería a su estilo de antes, retrocería, abandonaría el camino de la vanguardia y pasaría el resto de su vida repitiendo una y otra vez los mismos temas, usando las mismas técnicas, lo cual, aunque pueda parecerlo, no es un reproche, puesto que olvidadas ya las polémicas, la belleza y la maestríade su obra es lo que queda.

No, lo que le pasó, es algo que cualquier persona llegada a la madurez conoce. No es lo mismo crecer con unas ideas nuevas, vivirlas hasta que se convierten en tí, hasta que su evolución y su crecimiento son tu evolución y su crecimiento, que encontrarlas cuando ya eres adulto, una vez que ya te has formado y construido.

Cuando eso ocurre, hay que realizar un esfuerzo para adaptarse a ellas. Un trabajo que nunca llega a ser definitivo, porque, siempre que se relaja la tensión, se vuelve al punto de partida, a lo que que creíste, a aquello con lo que creciste, a aquello que eres en realidad.

Por eso, todo ese intento por ser como los jóvenes, no deja de ser un ejercicio de simulación y de mentira, algo en lo que anida una falsedad, como los disfraces de carnaval, que sólo sirven para algunas ocasiones y no para llevarlos a todas horas. Un espejismo que, a menos que se sea un necio, toda persona inteligente acaba por reconocer.

El simple hecho de que no puedes seguirles. La triste certeza de que no puedes comprenderlos, de que sus modos y maneras de pensamiento están separados de los tuyos, que podéis reuniros en un terreno neutral, a mitad de camino, pero que al final volveréis cada uno a vuestro mundo.

El darse cuenta de que hay que dejar pasar las oportunidades, por mucho que se sienta uno halagado, por mucho que uno lo desee, por mucho que uno lo ansíe, ya que no conducirán a ninguna parte, o mejor dicho, porque el destino final es completamente distinto para cada uno de los participantes.

Simplemente, porque uno es ya un hombre viejo y pasado, un recuerdo de otra generación, de otras ideas, de otros combates, que no son los de ahora.

Algo irremediable en sí.

...

Y es por eso que películas como American Beauty, me parecen inmensas patochadas, escritas y dirigidas por gentes que nunca han cruzado una de esas crisis de mediana edad, que se nos suponen tan típicas de los hombres.

martes, 26 de diciembre de 2006

Unexplored Landscapes (y I): 20th Century Music

En una anotación anterior (o quizás la memoria me falle y sea de una de esas ideas que ronda de siempre mi cabeza, pero nunca ha llegado a salir de ellas) señalaba o apuntaba a cuán distinto es el concepto de cultura de ahora mismo con el que era en mi adolescencia, allá a principios de los ochenta, en esa época de la vida en que el caracter se fija y determina, y partir de la cual, lo único que realizamos son variaciones sobre un mismo tema, sin añadir cosas nuevas o borrar las existentes.

En aquel tiempo, la cultura era sólo una, o mejor dicho, sólo había una forma de cultura que se considerase como válida, como auténtica, como noble. Podía uno leer tebeos, disfrutar con ellos, descubrir un mundo al cual sólo se podía llegar por ese medio, y no por otro, pero a la hora de hablar, de cultura, de arte, de lo que era verdaderamente importante y habría de perdurar, de lo que hacía pensar y meditar, los cómics se dejaban a un lado, se disimulaba su conocimiento con esa mezcla de vergüenza y temor que es propia de lo pecaminoso, de lo prohibido, de aquello que reduce tu valía y aniquila tu prestigio.

No otra cosa distinta ocurría con la música, podía uno gustar cuanto quisiese de las formas populares, llámense Jazz, Rock o lo que se desee, pero cuando se nombraba a la música, ese era el terreno de Mozart, de Beethoven, de Wagner, de los grandes y únicos, los únicos que merecían ser escuchados y recordados, mientras que lo otro, era flor de un día, válido sólo para entretenerse un rato, objetos de consumo y de temporada... olvidando cuantas veces esos mismos grandes habían extraído su música de las formas populares de su tiempo, sin que nadie, ni por supuesto ellos mismos, se tirase de los pelos.

Muy otra es la situación actual. Decir que ya no hay una música, sino música, no es otra cosa que repetir un tópico, tan grande como es constatar que todas esas tradiciones, esos estilos, se presentan como igualmente válidos, sin que ninguno pueda situarse por encima de otro, o calificarse como más rico o mejor.

Por supuesto, dicho esto, esta anotación podría perderse en los previsibles y estériles ámbitos de la Jeremiada, el lamento por las reglas que se desvanecieron y por la seguridad que se perdió. No es ése el caso, siempre he considerado que en la cultura y en el arte, el principio fundamental debe ser enriquecerse, no empobrecerse, y que para ello, no hay mejor receta que el romper los límites y las barreras, buscar lo que hay al otro lado, en las otras tradiciones, en los otros estilos, para poder apreciar así lo grande, lo importante, lo hermoso que hay en el lugar de partida. Algo que solo se puede conseguir como digo por el contraste.

Por ello, resulta especialmente triste comprobar el empobrecimiento al que se dirige, a marchas forzadas, la música clásico, o mejor dicho, la larga tradición de la música occidental, desde el Gregoriano y los trovadores, hasta los experimentos formales de ayer mismo.

No, no es exagerado hablar de empobrecimiento. No es raro escuchar, en boca de aficionados de toda la vida, aquello de que Mozart es el mejor compositor con diferencia, como si el resto de la historia músical fuera prescindible. Incluso, en aquellos aficionados más prudentes, es difícil encontrar quien se preocupe por la música anterior a Bach, catalogada como música antigua, cuando, si se mira bien, técnicas y temáticas resultan paradójicamente similares a las formas de ahora mismo.

Y si difícil es encontrar quien se preocupe por la música antigua, más difícil es encontrar a quien lo haga por la, mal llamada, música contemporánea, y además admita hacerlo. Mientras que los compositores del siglo XIX suenan a algo para la gente normal, los del XX, como digo, son completos desconocidos, y no se encontrara a nadie que, para demostrar que sabe de Música, presuma de que su compositor favorito es, Varése, Messiaen, Bartok, Webern, Ligeti o Pierre Henry.

Muy al contrario, intentará ocultarlo.

Por ello, me gustaría, en este blog mío apenas leído, hablar de esas músicas olvidadas del siglo pasado.

Aunque sólo sea para quitarme una espina que llevo clavada. Poder decir que hecho algo por ellos, aunque sea con mis menguada fuerzas.

martes, 19 de diciembre de 2006

La melancolía de las miradas (y 4): Corregio

Había hablado ya con anterioridad, en este personal viaje mío por el renacimiento italiano tardío, de las contradicciones de la cultura de aquel tiempo. Unas contradicciones que se plasman en un casi imposible equilibrio entre paganismo y cristianismo, entre la alabanza de la naturaleza, del cuerpo y del gozo, por un lado, y ansía por el abandono de este mundo, por alcanzar la eternidad, por abandonar el cuerpo, por extinguir todo placer que no sea el propiamente espiritual e intelectual.


Algo que, en el caso de Monteverdi, la llevaría a utilizar las mismas melodías para las canciones amorosas que para las sacras, o que en el caso de Correggio, llevaría a dotar a sus composiciones religiosas de una sensualidad inusitada y a sus composiciones eróticas, de una monumentalidad y rigor, de frialdad y sacralidad, que casi se oponen al sentido pretendido.

Por supuesto, nada de lo dicho, ni Monteverdi ni Correggio, hubieran podido desarrollar sus personalidades artísticas en otro lugar que no fuera la Italia de su tiempo. Basta pensar en la España de los Austrias, donde todo ese elemento celebratorio, gozoso, mestizo y mezclador falta por completo, donde es imposible encontrar, no ya una pintura mitológica, al estilo de la Italiana, sino una pintura religiosa que no sea clara y ortodoxa, el arte de un Imperio que se pretende universal, y en el cual no se admiten figuras.

Muy distinto de la Italia de aquel tiempo, dividida en multitud de señoríos independientes, de cortes que competían en lujo y boato entre sí, de señores que podían permitirse ese lujo y ese boato, puesto que tras las guerras entre franceses y españoles de primeros del XVI, Italia se había convertido en un lugar secundario en la política de la época, un escenario donde las líneas del mapa ya habían sido fijadas, donde los potentados y las potencias de la época no podían esperar, o no se atrevían a obtener, nuevas ganancias.

Una era en la que era posible construirse, creerse, la ficción de que el tiempo se podía perder impunemente, que la vida se podía en las fiestas galantes, en los cortejos amorosos, en la discusiones sobre el modo y manera de entregarse al amor.

El único lugar donde este cuadro podía encargarse, donde un noble, culto y refinado, podía enorgullecerse de tener en su colección la representación de la leyenda de Leda y el Cisne. El único tiempo donde podía encontrarse un artista como Correggio, que lo tratase con tanta dulzura y delicadeza.

Porque si un sentimiento transmite este cuadro, es precisamente ése, dulzura y delicadeza, emociones inusitadas en un tema aparentemente tan escabroso como éste, un tema que incluso hoy, en epoca de franqueza en la exposiciones, de no ocultar nada por miedo a parecer ñoño y pusilánime, habría recibido un tratamiento completamente distinto, mas brutal y cruel, mas descarnado y despiadado.

Un contraste que resulta extraño, estremecedor, puesto que somos nosotros, nuestro tiempo y nuestra época, los tolerantes y avanzados, los que no nos asustamos de nada, los que gozamos de esa libertad, mientras que los intolerantes, los represores, los retrógrados eran los que vivieron de épocas pasadas (y eran así, no hay equivocarse, Correggio y Monteverdi son sólo una excepción, tolerada debido a delicados equilibrios de poder), para encontrar, sin embargo, que nuestras representaciones del amor, el sexo, o como lo queramos llamar, son obscuras, retorcidas y vacías de sensibilidad, casi como si lo considerásemos pecado, perverso, evitable, mientras que estas representaciones de antaño, son luminosas, gozosas, una celebración del cuerpo y de sus placeres, de la vida y de la naturaleza.


Como bien muestra la sonrisa de Leda, tras el encuentro, una expresión y una mirada, donde no hay arrepentimiento, ni culpa, ni lamentaciónes, sino alegría, agradecimiento y esperanza.



martes, 12 de diciembre de 2006

Um ein Steppenwolf zu werden (y 2)

...Diese Bilder - es waren Hunderte, mit und ohne Name - waren alle wieder da, stiegen jung und neu aus dem Brunnen dieser Liebesnacht, und ich wusste wieder, was ich lang im Elend vergessen haben, das sie der Besitz und Wert meines Leben waren und unzerstörbar fortbestanden, sterngewordene Erlebnisse, die ich vergessen und doch nicht vernichten konnte, deren Reihe der Sabe meines Lebens, deren Sternglanz der unzerstörbare Wert meines Daseins war...



Hermann Hesse, Der Steppenwolf

....esas imágenes - había cientos de ellas, con y sin nombre - de nuevo estaban todas allí, surgían nuevas, jovenes ,del pozo de la noche del amor. De nuevo sabía, lo que había olvidado largamente en mi sufrimiento, que ellas eran lo que daba valor, riqueza a mi vida, que esas experiencias, indestructibles, largo tiempo pasadas, convertidas en estrellas, esas experiencias que había olvidado pero que no había podido aniquilar, eran la savia de mi vida, su brillo, el valor indestructible de mi existencia...

¿Qué nos queda al final?

Perseguimos nuestras ambiciones, nuestras glorias, nuestras victorias.

Enarbolamos nuestros logros como si fueran estandartes, mostrándolos a los demás, para conseguir su admiración, para obtener su humillación, para que todos se vuelvan a nuestro paso, diciendo: ¡He ahí un hombre! ¡He ahí uno que ha llegado a ser! ¡Alguien que no es como el resto de nosotros! ¡Alguien que será recordado!

¿Qué nos queda al final, sin embargo?

Ocurre, nos ocurre a algunos hombres, que llega un momento en nuestra vida en que despertamos, o mejor dicho en que volvemos al punto del que partimos, a ser y creer aquel que fuimos, aquel que deseamos ser. Llegado ese momento, es imposible saber si ese estado es bueno o malo, si es un punto de partida o el del final definitivo, si es la verdad o es un error nuevo, otro de tantos.

Lo único cierto es que lo anterior, la forma y la manera en que vivías ya no es la forma y la manera en la que debes vivir.

O dicho de una manera que resulte menos trágica, menos absoluta, que las cosas por las que luchaste, por las que te esforzaste y sufriste, aunque importantes, aunque centrales en tu vida, no son aquellas que deberías haber puesto en primer lugar, aquellas por las que has sacrificado las que eran realmente importantes.

Entonces es cuando lees el texto, los textos de Hesse, esos mismos textos que leíste cuando eras joven, y es, con una mezcla de amargura y de intenso placer, que comprendes su significado, aunque sepas que ya es demasiado tarde para llevarlo a la práctica.

Porque ese texto te ha hecho recordar a cada una de ellas. A esas mujeres de las que aún recuerdas el nombre y a aquellas que ya has olvidado como se llamaban, atodas las que alguna vez se cruzaron en tu camino, las que dieron en amarte, las que te permitieron que las amases.

Así ocurre que recuerdas los momentos que pasastes con ellas, y en la rememoración de esos breves caminos compartidos, te das cuenta, como no pudiste o quisiste darte cuenta en su momento, de cuan distintas eran las unas de las otras, de cuan diferentes eran sus modos de ver el mundo, de cuan dispares eran sus maneras de comportarse, sus caracteres, sus formas de expresarse, su maneras de amar.

Como el auténtico juego, el auténtico camino, consistía precisamente en eso, en conocerlas, en descubrirlas en su individualidad, en averiguar qué era lo que les gustaba, lo que les disgustaba, lo que les sacaba de quicio, lo que les alegraba... y ser capaz de provocar esos sentimientos y asimilarlos en ti, como si fueran los tuyos propios.

Y piensas que quizás, ya que no has podido conservarlas, ni como amantes, ni como amigas, que tu destino en esta vida se limita sólo a narrarlas, a recuperar su memoria, los recuerdos que de ellas tuvistes, a regalarlas, ahora, cuando ya sólo queda la ausencia y en la lejanía, el amor y el cariño con que no les obsequiaste cuando estaban presentes.


...Mein Leben war mühsam, irrläufig und unglücklich gewesen, es führte zu Verzicht und Verneinung , aber es war reich, stolz und reich gewesen auch noch im Elend ein Königleben. Mochte das Stückchen Weges bis zum Untergang vollends noch so Kläglich vertan werden, der Kern dieses Leben war edel, es hatte Gesicht und Rassel, es ging nicht um Pfennige, es ging um die Sterne...

...mi vida había estado llena de trabajos, de equivocaciones, de infortunios, había desembocado en la renuncia y en la ngación, pero tambíen había sido rica, algo de lo que enorgullecerse, aun en el infortunio, la vida de un rey. Aunque el tramo del camino que me quedaba hasta el final estviera completamente lleno de desesperación, el corazón de esa vida había sido noble, tenía rostro, carácter, no había tratado de los centimos, sino de las estrellas...

domingo, 10 de diciembre de 2006

Blue Skies...

Desde hace varios años cada duermo menos, cuando antes necesitaba nueve, diez horas para poder funcionar.

Así que ocurre que los días de fiesta me suelo levantar sólo un poco más tarde que los días normales, como si entre ellos no existiera ninguna diferencia.

El viernes pasado no fue una excepción. Me desperté y aún no había amanecido. Llovía con fuerza, con esa rabia que se ha convertido en normal últimamente, tan distinta de la tranquilidad de otros otoños. Por ello, a punto estuve de renunciar a mi excursión matutina, a la hora que dedico, en los días de asueto, a conducir por carreteras apartadas, vacías de coches, donde puede uno dejarse llevar por la carretar, entrar casi en un estado de ensoñación, de trance.

Sin embargo, cuando terminé de desayunar, había cesado de llover, aunque el cielo continuaba encapotado. Dejando pasar el tiempo, antes de tomar una decisión, sí quedarme o marcharme, me asomé a la terraza. Allá, en el hueco entre dos torres, desde hacía unos meses, superando en altura a todos los edificios, se pueden ver los rascacielos que están construyendo en la antigua ciudad deportiva del real Madrid.

No me sorprendió la vista. Como en otros días de lluvia, como si fueran montañas lejanas, las nubes no dejaban ver sus azoteas, las luces de advertencia sobre ellas, las gruas que se elevan sobre ellas. Más aún, daba la impresión de que eran el doble de altas, que su altura no podía medirse, que aquel tramo entre cielo y tierra, no era más que la base de una columna que atravesaba las nubes.

Eran los auténticos pilares de la tierra, sujetando los cielos. Las míticas torres con las que escalar los cielos.

Cuando salí del garaje, el cielo se había quedado raso, pero, como alguna vez que otra he observado, el agua, las aguas aún corrían por las aceras., brillantes al sol que apenas había surgido tras las torres.

No tarde en llegar al monte del Pardo, de perderme por las vueltas y revueltas de esa carretera que se pierden entre los bosques, apenas a unos kilometros de los barrios recién construidos, de las autopistas que encierran y apresan la gran ciudad.

Y entonces volví a a verla. La luz que sólo desciende sobre Madrid justo cuando ha cesado de llover y el aire ha quedado completamente limpio. La luz que sólo ocurre unos cuantos días de invierno, cuando el frío aquieta la atmósfera y la hace aún más transparente.

La luz que recorta los perfiles, las siluetas, los contornos con precisión de cirujano, como si el mundo acabara de ser creado de nuevo, como si se pudiera volver a empezar de nuevo, como si al volver a casa, no se esperase uno a sí mismo.

....

...y podría asignar sentimientos personales a cada uno de los paisajes, de las iluminaciones, de las horas del día, pero sería demasiado fácil, o mejor dicho demasiado banal, puesto que cada uno de esos paisajes, de esas iluminaciones, de las horas del día, es esencialmente abstracto, no porta en sí ningún significado, más allá que el que cada uno le quiera dar, si quiere atribuirle alguno...

miércoles, 6 de diciembre de 2006

Ex oriente, lux





Entre las exposiciones, apenas visitadas, apenas comentadas, que en este Otoño se pueden ver en Madrid se encuentra la del pintor francés simbolista, de finales del XIX, Gustave Moreau.Una exposición que no está recibiendo la atención que merece simplemente porque contra él pintor y su obra pesan dos graves prejuicios, uno antiguo y otro moderno.

El antiguo es un prejuicio que podíamos llamar formalista, la acusación de ser un pintor literario, es decir la de alguien que se ocupa de plasmar una visión del mundo en imágenes, y por tanto se olvida de los aspectos formales y plásticos del arte. El nuevo es prejuicio que podríamos llamar ideológico, en el sentido de que su obra plasma un mundo de ideas que no nos parece el correcto. Por ser más claro, que su representación de la belleza ideal encarnada en la mujer es indicativo de una concepción sexista y discrimitatorio , y que la representación de esa misma belleza en el ambiente de un Oriente soñado supone una justificación del imperialismo, entendido como primacia técnica y espiritual del occidente frente al Oriente, por utilizar la fraseología de moda.

¿Pero realmente es así? o dicho de otro modo ¿la aplicación automática de los axiomas ideológicos no puede suponer un error incluso mayor que aquellos que se quieren corregir?

Examinemos brevemente cada acusación.

Por una parte tenemos la de pintor literario. Es cierto que, en el común de los simbolistas, la ideología está ante que la plástica, y que esta se supedita a la primera, para evitar que el mensaje se pierda. Se podría hablar así de pintores conservadores, retrógados, opuestos a los vanguardistas y experimentales (no hace falta nombrar movimientos) que no dudan en seguir a su arte a donde les lleve, aunque esto suponga dejar de lado, incluso ocultar, su ideario.

Sin embargo, la realidad es que Moreau es un pintor eminemente formalista, a la altura de impresionistas y los diferentes postimpresionistas, lo único que le diferencia de ellos, es que los temas que elije son aparentemente antiguos y clásicos, mientras que los de los otros, son modernos y avanzados. Una vista a los cuadros de esta exposición nos muestra que, técnicamente, Moreau es tan avanzado y moderno como cualquiera de sus contemporáneos.

En efecto, Moreau empieza por trazar amplias manchas de color sobre el lienzo que definen la composición y el ámbito donde luego aparecerán sus figuras. Unas figuras que siluetea sobre esas manchas de color y que poco a poco iran surgiendo de él, como si fueran engendradas por ese espacio ambiguo e indefinido. Una aproximación completamente contraria a la de un pintor clásico que comenzaba por los personajes, los definía y trazaba con el dibujo, para luego añadir el color y el fondo.

A la manera por tanto de todos los modernos que enzalzaban el color y que juzgaban la bondad de un cuadro por la distribución de esas mismas manchas, no por su contenido temático...

Pasemos ahora a la otra acusación, la moderna, la de ser un pintor sexista e imperialista.

Es cierto que los simbolistas oficiales plasmaban en sus cuadros una imagen de la mujer y de Oriente muy de su tiempo, la de ambos como quintaesencia de la belleza, pero, por eso mismo, alejados del mundo del pensamiento y sometidos obligatoriamente a sus portadores, los hombres y Occidente, pero como en todo, esto no es más que una visión parcial y simplificadora, digan lo que digan sus proponentes, y no se puede aplicar a todo el ambiente cultural de ese tiempo ni a todos sus exponentes.

Si observamos la pintura de Moreau, vemos claramente en qué falla la tesis que se nos propone.

En primer lugar ese Oriente, esa Mujer que se nos propone, es un Oriente y una Mujer ideal, le producto de una elaboración personal del artista, donde pueden reconocerse elementos reales, pero que es imposible adscribir a una realidad concreta, de su tiempo o del nuestro. En otras palabras, no es un espejo del mundo en el que se nos señalé una jerarquía, sino que es símbolo de las fantasías del artistas, el sueño de un algo más, situado fuera del tiempo y del mundo, y que se nos propone como ideal, pero que se sabe inalcanzable.

Es así como se llega al punto crucial de la ideología de Moreau, puesto que esa representación constante de la mujer y de oriente, no supone otra cosa que una aceptación de debilidad, de incompletidud, de la existencia en otros seres de una belleza y una sensibilidad que no existe en lo que podríamos llamar el hombre occidental, pero de la cual y ante la cual se siente una inmensa nostalgia y deseo.

Sentimientos ambos que sirven de acicate a su búsqueda, aunque esta se sepa huera y vacía... alcanzable sólo en los sueños y fantasías, como ocurre con los propios cuadros de Moreau

Lo cual nos permite entender porqué Moreau fue un pintor incómodo, tanto para la vanguardia, que no entendía su afición increbantable por lo clásico, como para los académicos, que rechazaban frontalmente su técnica y la ambigüedad de su visión

Un rebelde entre los rebeldes, por tanto, como lo sería Odilon Redon, alguien que sería descubierto y reinvidicado, años más tarde, por otros rebeldes entre los rebeldes, los surrealistas.

martes, 5 de diciembre de 2006

Capodimonte

Desde hace varias semanas, en el Palacio Real de Madrid, se puede visitar una selección de cuadros procedentes del Museo napolitano de Capodimonte.

Se podrìa hablar de la oportunidad o no de esta exposición, de su importancia o de su falta de ella, de la relevancia de las obras expuestas y del criterio en su selección... pero quizás sea más interesante centrarse en otro aspecto raramente abordado. Lo que podría llamarse, el espejismo de la firma.

En esta supuesta Europa multinacional, multicultural y multilingüistica, los aspectos nacionales, siguen teniendo una importancia determinante, incluso en ámbitos como el que podría llamarse artístico/cultural. Con demasiada frecuencia, (o al menos así era cuando yo estudiaba y dudo que las cosas hayan cambiado mucho), la enseñanza de la literatura, las artes o la música, suele centrarse en los artistas patrios con limitadas excursiones al exterior (o al contrario, una apresurada visión del exterior para volver rápidamente al interior) excepto en aquellos casos, claro ésta, que la tradición interna sea tan pobre que ni siquiera merezca la pena comentarla... aunque así sea haga también muchas veces, por una especie de orgullo infantil, del niño que quiere demostrar que él támbien tiene de eso.

De esta forma, lo que debería ser una visión de conjunto, la de una red con sus hilos entrecruzándose unos con otros y llevando de uno al otro, se convierte en una visión parcial y limitada, de ese mismo concepto, donde sólo importan la pequeña región en la que nos encontramos y los hilos que a ella llevan. O dicho de otra manera, como la historia de la pintura, tal y como se cuenta a la juventud, se convierte en una crónica de la pintura española, donde los fenómenos europeos sólo interesan en cuanto que se integran en esa narrativa.

Así, acababa uno por saber quien era Roger van der Weyden, Tiziano, Caravaggio, Rubens o el cubismo, simplemente porque habían influido o habían sido influidos por la supuesta escuela española (a menos claro está que, como los impresionistas, fueran algo así como las estrellas pop del arte mundial), mientras que fuera se quedaban Corregio, Carraci, Turner, Friedrich y tantos otros, simplemente porque no había una relación directa con nuestra (supuesta) tradición.

Esto últmimo entronca con la importancia que damos a la firma a la hora de valorar una obra de arte, o de como la falta de tiempo, nos obliga a confiar en las listas mentales que nos hemos ido construyendo a lo largo de nuestra biografía, de forma que lo que no están en ella, no merece importancia, ni interés, ni es, por supuesto, "gran" arte.

Porque, claro, si nos limitásemos a la lista mental que el español medio puede tener en su cabeza, esta exposición de Capodimonte sería una inmensa decepción ya que, aparte de un magnífico Greco y otros cuantos, no menos magníficos, Ribera, la exposición no tiene otros nombres conocidos, otras firmas de las que luego se pueda presumir haber visto y con las cuales poner una nota (alta) a la exposición.

Sin embargo, si consigue uno librarse de esa obsesión de las firmas, la primera condición para conseguir disfrutar del arte, esta exposición se convierte en una oportunidad como pocas, la de disfrutar de una "visión" de la cultura europea entre el XVI y el XVIII apenas representada en nuestros museos, y de apreciar como se aparecen, se influyen y se distinguen entre sí, artistas de muy diverso temperamento, capacidad y objetivos

Simplemente porque en la sala en la que está el Greco del que hablabamos, se puede disfrutar de una puñado de obras manierista, entre ellas un magnífico Parmigianino, para, en la siguiente sala, encontrarse con un especial de los hermanos Carraci, aquellos pintores romanos que, ellos solos, crearon y definieron lo que habría de ser el barroco. Todo esto bastaría ya para situar la exposición entre las grandes del año, pero a continuación se hallan la Pléyade de pintores flamencos a caballo entre el XVI y el XVII, tan realistas y minuciosos como los que le precedieron, no tan fríos como ellos (pensemos en Van Eyck), pero tampoco tan lumínosos y artificiosos (en el mejor de los sentidos)como los que habrían de seguirles.

Para concluir, por supuesto, con el ambiente cultural de la Nápoles de tiempos de Ribera, o como él era uno más, mejor dicho, que él no era una excepción salida de la nada, sino alguien que compartía un mundo rico y complejo, del cual tomar influencias y a su vez transmitirlas. Alguien que sólo puede concebirse en ese momento y en ese lugar, y alguien si el cual ese momento y ese lugar tampoco podría concebirse.

O como siempre suelo decir, que no nada peor que encerrarse y restringirse, que lo que se se debe hacer es ampliarse y enriquecerse.

Quizás esta la mejor enseñanza de esta exposición.