A las afueras de Samarcanda, tras el inmenso montículo donde están enterradas las ruinas de la ciudad que conquistara Alejandro, hay una pequeña colina rodeada de árboles.
Desde fuera, excepto por la estatua de un gobernante, Ulugh Beg, nieto de Tamerlán y un torre de construcción moderan que se eleva sobre las copas del bosquecillo, nada hace sospechar que allí hubiera algo especial. Tampoco lo parece cuando se alcanza la cima de la colina. Una explanada, la entrada de la torre en cuyo interior hay algunas pinturas, nada de importancia, nada que lo distinga de un parque más en una ciudad más.
Excepto una especie de cobertizo en medio de la plaza.
Cuando se entra cegado por la luz de sol, apenas puede verse más que una zanja. Cuando los ojos se aconstumbran la cosa no mejora, apenas unos cuantos escalones que llevan hasta el fondo, enmbarcados por dos barandillas, sucias y gastadas.
Podría irse uno desilusionado, enfadado por haber caminado hasta allí para encontrarse con cuatro piedras viejas, pero si uno se toma el tiempo para ver y comprender, se llevará una sorpresa.
Los escalones no descienden en línea recta, lo hacen siguiendo un círculo, como si se tratase de un arco de una inmensa rueda, tan alta como una casa de seis pisos. A intervalos regulares, se han tallado hendiduras en las barandillas, y sobre ellas símbolos.
Esta escalera no es tal escalera, se trata de la parte baja un inmenso astrolabio, orientado al sur, un lugar donde un observador, subiendo y bajando por los tramos, podía medir la posición de una estrella que se encontrase en su visual.
Tan preciso era este instrumento, que las tablas astrales elaboradas con él, a mediados del siglo XV, se convirtieron en las más precisas nunca elaboradas, tanto que en occidente sólo serían superadas un siglo y medio más tarde, casi en el XVII, por la información compilada por Tycho Brahe y utilizada por Kepler.
Nunca se supo de esta proeza en occidente, hasta que ya se habían quedado anticuada, tampoc tuvieron la repercusión que debían en el mundo musulman. Babur llegó a ver el observatorio, aún intacto y se maravilló con la obra de su antepasado, no sobreviría mucho tiempo, sería derribado por fanáicos, puesto que no servía al dios único y verdadero.
Su creador había sucumbido mucho antes. Había tenido la audacia, en pleno siglo XV, de afirmar que la ciencia era más importante que la religión, que en caso conflicto era la ciencia quien debía tener la primacía.
Su destino fue el mismo que el de muchos reformadores y progresistas, aún en el siglo XX, juzgado y condenado por las autoridades religiosas, fue depuesto y asesinado.
Una víctima más de la superstición y el fanatismo. Un héroe al que debería ponerse de ejemplo del mundo musulmán, convertirse en su modelo y en su orgullo... pero ahora está más de moda proteger y aplaudir a los imanes, los mismos que le derribaron.
Los mismos que derribarán a cualquiera que se atreva a retar su poder.
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martes, 21 de junio de 2005
lunes, 20 de junio de 2005
Babur
A principios del siglo XVI, vivió en el Asia central BAbur, un descendiente lejano de Tamerlán.
Su carrera es propia de una novela de aventuras, príncipe del valle de la Fergana, en el actual Uzbekistán, y se embarcó en la conquista de Samarcanda, la antigua capital de sus antepasados. Consiguió conquistarla, pero perdió su reíno de origen y cuando volvía a recuperarla, perdió también Samarcanda.
Durante años vivió como un fugitivo, casi un bandido, apoyando a unos señores contra otros, conquistando esta o aquella fortaleza, tentando nuevamente la toma de Samarcanda, perdiendo de nuevo todo... hasta que harto de dar vueltas y revueltas, se dirigió a Kabul y se hizo con la mayor parte de Afganistan.
Contra todo pronóstico consiguió afianzarse allí, a pesar de sus muchos enemigos. No volvería a hacerse con territorios en Asia Central y sus reitarados intentos acabaron casi en catástrofe para él y los suyos. Otro, asqueado, hubiera dejado las campañas y dedicado a disfrutar de lo que había conseguido al fin, pero él había sido guerrero desde que tuvo uso de razón y no podía dejar de guerrear.
Así que se dirigió hacia la India, conquisto lo que es ahora Pakistán, se lanzó contra Dheli y venció a los príncipes hindúes que se le oponían en Panipat. No se detuvo ahí. Enfrentado a una coalición de reyes, tanto musulmanes como hindúes, les derroto en la batalla de Kanauj y se hizo con todo el valle del Ganges, hasta Calcuta y Bangladesh
Suyo era todo el norte de la India, de Afganistán a Birmania. Su imperio, el Imperio Mogol de la India, duraría dos siglos hasta 1730, cuando la locura de Aurengzeb lo hizo caer, pero aún así sus descendiente continuarían gobernando Dehli hasta que los ingleses los depusieran en 1854, tras la Revuelta de los Cipayos. No pasaron inadvertidos a Europa en esos dos siglos de gloria, embajadores de todas las potencias pasarían por su corte para pedir favores y se harían lenguas de las riquezas, el poder y la magnificencia de esa corte.
Pero si Babur fuera sólo un conquistador, uno más de los que han aparecido y desaparecido en la historia, dejando tras de sí una estela de muerte y destrucción, no merecería que se le recordase. Él escribió una de las autobografías más asombrosas que existen, algo que en nuestro entorno cultural sólo es comparable a las obras de César.
Una lectura apresurada no lo muestra. Larguísimas enumeraciones, complejas líneas sucesorias, fanatismo religioso e intolerancia, puntúan aquí y allá el texto. El que se atreva a perderse en la selva de su narración se llevará reconfortantes sorpresas, puesto que Babur, a pesar de la gloria que alcanzó, no se proponé enzalzarse y elevarse. Sus errores, sus equivocaciones, su debilidades están ahí, y el, con una sinceridad increíble para un guerrero o un estadísta, las va desgranando, señalando, criticando, llorando incluso.
Babur no es un guerrero como los que nos imaginamos ahora, dedicado al exterminio y la matanza. Extrañamente, es un presencia cercana a su contemporáneo Garcilaso, uno de aquellos caballeros, imbuídos de un concepto del honor periclitado, que sabían manejar por igual, tanto la pluma como la espada.
De este modo el mismo espacio que se dedica a las batallas, se dedica a la poesía, a la música, a las bellas artes, a recordar todas aquellas personas que dedicaron su vida a la belleza, ese concepto del que tanto se ríe ahora occidente, pero que para Garcilaso, para Babur, para mi mismo era el más noble de todos, por encima incluso del oficio de las armas, el único merecedor de que se grabasen y conservasen los nombres de sus practicantes.
Pero no extingue en eso. Si algo emociona en Babur es su inocencia, impropia de un guerrero, la sensibilidad y sinceridad con que narra los más mínimos accidentes que ocurren en su alma.
Como el día en que, tras muchos años de separación, se encontró con su hermana y ambos fueron incapaces de reconocerse.
O como el día en que probó por primera vez el alcohol.
O como el día en que sintió la llamada del primer amor.
Su carrera es propia de una novela de aventuras, príncipe del valle de la Fergana, en el actual Uzbekistán, y se embarcó en la conquista de Samarcanda, la antigua capital de sus antepasados. Consiguió conquistarla, pero perdió su reíno de origen y cuando volvía a recuperarla, perdió también Samarcanda.
Durante años vivió como un fugitivo, casi un bandido, apoyando a unos señores contra otros, conquistando esta o aquella fortaleza, tentando nuevamente la toma de Samarcanda, perdiendo de nuevo todo... hasta que harto de dar vueltas y revueltas, se dirigió a Kabul y se hizo con la mayor parte de Afganistan.
Contra todo pronóstico consiguió afianzarse allí, a pesar de sus muchos enemigos. No volvería a hacerse con territorios en Asia Central y sus reitarados intentos acabaron casi en catástrofe para él y los suyos. Otro, asqueado, hubiera dejado las campañas y dedicado a disfrutar de lo que había conseguido al fin, pero él había sido guerrero desde que tuvo uso de razón y no podía dejar de guerrear.
Así que se dirigió hacia la India, conquisto lo que es ahora Pakistán, se lanzó contra Dheli y venció a los príncipes hindúes que se le oponían en Panipat. No se detuvo ahí. Enfrentado a una coalición de reyes, tanto musulmanes como hindúes, les derroto en la batalla de Kanauj y se hizo con todo el valle del Ganges, hasta Calcuta y Bangladesh
Suyo era todo el norte de la India, de Afganistán a Birmania. Su imperio, el Imperio Mogol de la India, duraría dos siglos hasta 1730, cuando la locura de Aurengzeb lo hizo caer, pero aún así sus descendiente continuarían gobernando Dehli hasta que los ingleses los depusieran en 1854, tras la Revuelta de los Cipayos. No pasaron inadvertidos a Europa en esos dos siglos de gloria, embajadores de todas las potencias pasarían por su corte para pedir favores y se harían lenguas de las riquezas, el poder y la magnificencia de esa corte.
Pero si Babur fuera sólo un conquistador, uno más de los que han aparecido y desaparecido en la historia, dejando tras de sí una estela de muerte y destrucción, no merecería que se le recordase. Él escribió una de las autobografías más asombrosas que existen, algo que en nuestro entorno cultural sólo es comparable a las obras de César.
Una lectura apresurada no lo muestra. Larguísimas enumeraciones, complejas líneas sucesorias, fanatismo religioso e intolerancia, puntúan aquí y allá el texto. El que se atreva a perderse en la selva de su narración se llevará reconfortantes sorpresas, puesto que Babur, a pesar de la gloria que alcanzó, no se proponé enzalzarse y elevarse. Sus errores, sus equivocaciones, su debilidades están ahí, y el, con una sinceridad increíble para un guerrero o un estadísta, las va desgranando, señalando, criticando, llorando incluso.
Babur no es un guerrero como los que nos imaginamos ahora, dedicado al exterminio y la matanza. Extrañamente, es un presencia cercana a su contemporáneo Garcilaso, uno de aquellos caballeros, imbuídos de un concepto del honor periclitado, que sabían manejar por igual, tanto la pluma como la espada.
De este modo el mismo espacio que se dedica a las batallas, se dedica a la poesía, a la música, a las bellas artes, a recordar todas aquellas personas que dedicaron su vida a la belleza, ese concepto del que tanto se ríe ahora occidente, pero que para Garcilaso, para Babur, para mi mismo era el más noble de todos, por encima incluso del oficio de las armas, el único merecedor de que se grabasen y conservasen los nombres de sus practicantes.
Pero no extingue en eso. Si algo emociona en Babur es su inocencia, impropia de un guerrero, la sensibilidad y sinceridad con que narra los más mínimos accidentes que ocurren en su alma.
Como el día en que, tras muchos años de separación, se encontró con su hermana y ambos fueron incapaces de reconocerse.
O como el día en que probó por primera vez el alcohol.
O como el día en que sintió la llamada del primer amor.
viernes, 17 de junio de 2005
La ciudad de las mujeres
A finales del siglo XIV, en plena guerra de los cien años, vivió Cristina de Pisano.
Como todas las mujeres de su época, se casó muy joven y, como todas, tuvo hijos, tres concretamente, pero cuando su marido murió, no eligió el camino que la sociedad de su tiempo le reservaba, el convento, sino que prefirió convertirse en la señora de su casa, críar por sí sola a sus hijos, y lo que era mayor escandalo y asombro, convertirse en escritora.
No una escritora cualquiera. No una que cantase a la virtud y a la obediencia, sino una que cantase al amor y a la libertad en él, para granjearse, entre sus contemporáneosm la reputación de mujer masculina y, al mismo tiempo, el respeto y la admiración por sus dotes poéticas.
Así entr muchas obrasLa cité des Dames. Al igual que la Grecia de Aristófanes, la Francia de Cristina sufría en medio de una guerra, un conflicto al que nadie veía fin y que parecía enconarse año tras año, reclamando más y más víctimas, hasta consumir el mundo entero.
No queda otra solución tanto para Aristófanes y Cristina que construirse su propio paraíso, libre de los defectos y conflictos de la humanidad. Los protagonistas de ambas obras, Las aves y La Cité des Dames huyen su tiempo y realidad, del que no pueden esperar sino dolor y sufrimiento, para encerrarse en un espacio que les es propio y del que excluyen a todos aquellos que traen injusticia y desperación al mundo.
La ciudad de los justos, construida por los justos, reservada para los justos.
Así, en los bellos códices ilustrados de la época, Cristina aparece representada, escribiendo en su estudio, lugar donde razón, honestidad y justicia se le aparecen. Vienen a ayudarla a construir su ciudad y, en la siguiente ilustración, sin apenas ruptura, vemos a las cuatro mujeres trabajando, acarreando ladrillos, extendiendo el mortero con la llana, alineando las piedras de los muros, las murallas que habrán de proteger su ciudad, que la harán poderosa e inexpugnable, a salvo de las iniquidades y argucias de los hombres.
Porque esta ciudad que Cristina construye, la edifica para las mujeres. Los hombres han traído esta guerra, los hombres se llevan a los hijos de las mujeres para que mueran en las batallas, los hombres buscan la fama y la gloria, para traer en cambio la muerte y la destrucción, la violencia contra todos los que son más débiles en ese instante, empezando y terminando por las mujeres.
La ciudad de las damas, construida por las mujeres, gobernada por las mujeres. El lugar donde los hombres tienen vedado el paso. El ámbito que no podrán ensuciar con su violencia y su estupidez, su deseo inextinguible de vivir para la guerra y por la guerra, hasta que no quede ninguno vivo. El único espacio donde las virtudes, Razón, Honestidad y Jusitica podrán vivir, rodeadas de aquellas que creen y confían en ellas.
Sin embargo, la elaboración del códice fue encargada y por un hombre, el duque de Berry, ilustrada asímismo, con delicadeza y sensibilidad por otro hombre, conservada generación tras generación por otros hombres. Extraña paradoja. El libro de las mujeres, destinado a consolarlas, a fomentar su orgullo frente a los hombres, escrito con el mismo impulso que movió a Lisístrata a rebelarse contra la guerra que asolaba Grecia, conservado por sus enemigos, los hombres, aquellos que tenían prohibido el acceso a la ciudad perfecta, la nueva Jerusalem
¿Qué sentimiento podría animarles?
Quizás es algo que sólo conocen aquellos que se han exiliado de la ciudad de los hombres, y vagan por los eriales que les separan de la ciudad de las mujeres, contemplando sus torres y almenas desde la lejanía, los pináculos, las cúpulas, las relucientes techumbres, sabiendo que su sitio tampoco está allí dentro, que nunca serán admitidos tras esas puertas.
Como todas las mujeres de su época, se casó muy joven y, como todas, tuvo hijos, tres concretamente, pero cuando su marido murió, no eligió el camino que la sociedad de su tiempo le reservaba, el convento, sino que prefirió convertirse en la señora de su casa, críar por sí sola a sus hijos, y lo que era mayor escandalo y asombro, convertirse en escritora.
No una escritora cualquiera. No una que cantase a la virtud y a la obediencia, sino una que cantase al amor y a la libertad en él, para granjearse, entre sus contemporáneosm la reputación de mujer masculina y, al mismo tiempo, el respeto y la admiración por sus dotes poéticas.
Así entr muchas obrasLa cité des Dames. Al igual que la Grecia de Aristófanes, la Francia de Cristina sufría en medio de una guerra, un conflicto al que nadie veía fin y que parecía enconarse año tras año, reclamando más y más víctimas, hasta consumir el mundo entero.
No queda otra solución tanto para Aristófanes y Cristina que construirse su propio paraíso, libre de los defectos y conflictos de la humanidad. Los protagonistas de ambas obras, Las aves y La Cité des Dames huyen su tiempo y realidad, del que no pueden esperar sino dolor y sufrimiento, para encerrarse en un espacio que les es propio y del que excluyen a todos aquellos que traen injusticia y desperación al mundo.
La ciudad de los justos, construida por los justos, reservada para los justos.
Así, en los bellos códices ilustrados de la época, Cristina aparece representada, escribiendo en su estudio, lugar donde razón, honestidad y justicia se le aparecen. Vienen a ayudarla a construir su ciudad y, en la siguiente ilustración, sin apenas ruptura, vemos a las cuatro mujeres trabajando, acarreando ladrillos, extendiendo el mortero con la llana, alineando las piedras de los muros, las murallas que habrán de proteger su ciudad, que la harán poderosa e inexpugnable, a salvo de las iniquidades y argucias de los hombres.
Porque esta ciudad que Cristina construye, la edifica para las mujeres. Los hombres han traído esta guerra, los hombres se llevan a los hijos de las mujeres para que mueran en las batallas, los hombres buscan la fama y la gloria, para traer en cambio la muerte y la destrucción, la violencia contra todos los que son más débiles en ese instante, empezando y terminando por las mujeres.
La ciudad de las damas, construida por las mujeres, gobernada por las mujeres. El lugar donde los hombres tienen vedado el paso. El ámbito que no podrán ensuciar con su violencia y su estupidez, su deseo inextinguible de vivir para la guerra y por la guerra, hasta que no quede ninguno vivo. El único espacio donde las virtudes, Razón, Honestidad y Jusitica podrán vivir, rodeadas de aquellas que creen y confían en ellas.
Sin embargo, la elaboración del códice fue encargada y por un hombre, el duque de Berry, ilustrada asímismo, con delicadeza y sensibilidad por otro hombre, conservada generación tras generación por otros hombres. Extraña paradoja. El libro de las mujeres, destinado a consolarlas, a fomentar su orgullo frente a los hombres, escrito con el mismo impulso que movió a Lisístrata a rebelarse contra la guerra que asolaba Grecia, conservado por sus enemigos, los hombres, aquellos que tenían prohibido el acceso a la ciudad perfecta, la nueva Jerusalem
¿Qué sentimiento podría animarles?
Quizás es algo que sólo conocen aquellos que se han exiliado de la ciudad de los hombres, y vagan por los eriales que les separan de la ciudad de las mujeres, contemplando sus torres y almenas desde la lejanía, los pináculos, las cúpulas, las relucientes techumbres, sabiendo que su sitio tampoco está allí dentro, que nunca serán admitidos tras esas puertas.
jueves, 16 de junio de 2005
Sonata 32
Es difícil hablar de esta obra tardía de Beethoven, su última sonata, sin plagiar involuntariamente a Thomas Mann en Dr Faustus.
Sin embargo, leer la apasionada descripción que hace Mann del segundo y último movimiento de esta obra, en boca de un tanto ridículo conferenciante, es un arma de doble filo. Uno se imagina una música, compone la partitura en su cabeza, basándose en las palabras que la describen, para, cuando se enfrenta uno a la música real, sufrir una aguda decepción.
No existe mejor prueba de la subjetividad de eso que llamamos sensibilidad artística. Escuchando aquella música no podía encontrar rastro alguno de lo que Mann describía. Como en otras ocasiones, sentía que Mann y yo estábamos escuchando distintas obras. Como en otras ocasiones echaba la culpa a la interpretación, a la grabación, a cualquier cosa, menos a mi mismo.
No era la primera vez que sentía esa desilusión, la había experimentado igual cuando vi por primera vez la catedral de León.
Otro no hubiera vuelto, ni a la catedral ni a la obra, yo sabía, sin embargo, lo que había que hacer. Había que volver, una y otra vez, hasta que la impresión se borrase, hasta que los rasgos de la arquitectura, en piedra y en música, se grabasen en uno, hasta que la apreciase por lo que eran ellas, no por lo que me había erróneamente imaginado.
Así que, durante aquel verano del 94 (extraño que las obras musicales se asocien en mi vida a veranos) escuche una y otra vez esa sonata, la última, de beethoven.
Hay algo en la obra de cámara de Beethoven que no se encuentra en sus obras sinfónicas. En sus sinfonías se dirige al mundo, clama y brama, se muestra fuerte y poderosos, seguro de sí en sus ideas. El Beethoven de cuartetos y sonatas es completamente distinto. En esta sonata, en este segundo movimiento, en particular, sentía que estaba en presencia de alguien que quería decirme algo muy penoso, no sobre mí, si no sobre él mismo. Alguien que da vueltas y más vueltas sobre las mismas palabras, entreteniéndose a propósito, intentando retrasar algo que sabemos inevitable, pero que pensamos poder engañar.
No, no es la muerte. Es más bien, como decía Mann una despedida, pero una despedida definitiva, una despedida en la que no se encuentran las palabras apropiadas, y que por tanto se tiñe de una doble tristeza, la de la separación y la de la incapacidad de ser sinceros por una vez, siquiera en ese instante.
Hasta que la música y el silencio se quiebram, repentinos, inesperados, en un torrente de notas, alegres, pero desesperados, consoladores pero al mismo terrible, la conciencia cercana del final, de la aniquilación, y al mismo tiempo el clamor, la súplica, el orgullo, la proclamación del goce de haber vivido, de haber caminado sobre esta tierra, aunque todo, absolutamente todo, nos vaya a ser arrebatado, aunque, en el último momento nos vayan a coger del cabello y obligarnos a mirar, a constatar que todo ha sido inútil y en vano.
Todo es mentira. La vida es una trampa en la que nos han arrojado y no hay nadie a quien echarle la culpa. Y sin embargo, por un momento, la música de Beetoven, aunque por dentro sintamos las lágrimas, la desesperación, el grito interminable de nuestra propia agonía, nos hace creer que sí hay un sentido, que hay un término a nuestra búsqueda, que el amor merece la pena, que alguien nos habrá de recoger al final de nuestro camino, acunarnos y decirnos suavemente: todo mereció la pena, todo tuvo un sentido.
Y aquel verano yo lloraba al escuchar esa música, porque aquella mentira aún era capaz de conmoverme.
Sin embargo, leer la apasionada descripción que hace Mann del segundo y último movimiento de esta obra, en boca de un tanto ridículo conferenciante, es un arma de doble filo. Uno se imagina una música, compone la partitura en su cabeza, basándose en las palabras que la describen, para, cuando se enfrenta uno a la música real, sufrir una aguda decepción.
No existe mejor prueba de la subjetividad de eso que llamamos sensibilidad artística. Escuchando aquella música no podía encontrar rastro alguno de lo que Mann describía. Como en otras ocasiones, sentía que Mann y yo estábamos escuchando distintas obras. Como en otras ocasiones echaba la culpa a la interpretación, a la grabación, a cualquier cosa, menos a mi mismo.
No era la primera vez que sentía esa desilusión, la había experimentado igual cuando vi por primera vez la catedral de León.
Otro no hubiera vuelto, ni a la catedral ni a la obra, yo sabía, sin embargo, lo que había que hacer. Había que volver, una y otra vez, hasta que la impresión se borrase, hasta que los rasgos de la arquitectura, en piedra y en música, se grabasen en uno, hasta que la apreciase por lo que eran ellas, no por lo que me había erróneamente imaginado.
Así que, durante aquel verano del 94 (extraño que las obras musicales se asocien en mi vida a veranos) escuche una y otra vez esa sonata, la última, de beethoven.
Hay algo en la obra de cámara de Beethoven que no se encuentra en sus obras sinfónicas. En sus sinfonías se dirige al mundo, clama y brama, se muestra fuerte y poderosos, seguro de sí en sus ideas. El Beethoven de cuartetos y sonatas es completamente distinto. En esta sonata, en este segundo movimiento, en particular, sentía que estaba en presencia de alguien que quería decirme algo muy penoso, no sobre mí, si no sobre él mismo. Alguien que da vueltas y más vueltas sobre las mismas palabras, entreteniéndose a propósito, intentando retrasar algo que sabemos inevitable, pero que pensamos poder engañar.
No, no es la muerte. Es más bien, como decía Mann una despedida, pero una despedida definitiva, una despedida en la que no se encuentran las palabras apropiadas, y que por tanto se tiñe de una doble tristeza, la de la separación y la de la incapacidad de ser sinceros por una vez, siquiera en ese instante.
Hasta que la música y el silencio se quiebram, repentinos, inesperados, en un torrente de notas, alegres, pero desesperados, consoladores pero al mismo terrible, la conciencia cercana del final, de la aniquilación, y al mismo tiempo el clamor, la súplica, el orgullo, la proclamación del goce de haber vivido, de haber caminado sobre esta tierra, aunque todo, absolutamente todo, nos vaya a ser arrebatado, aunque, en el último momento nos vayan a coger del cabello y obligarnos a mirar, a constatar que todo ha sido inútil y en vano.
Todo es mentira. La vida es una trampa en la que nos han arrojado y no hay nadie a quien echarle la culpa. Y sin embargo, por un momento, la música de Beetoven, aunque por dentro sintamos las lágrimas, la desesperación, el grito interminable de nuestra propia agonía, nos hace creer que sí hay un sentido, que hay un término a nuestra búsqueda, que el amor merece la pena, que alguien nos habrá de recoger al final de nuestro camino, acunarnos y decirnos suavemente: todo mereció la pena, todo tuvo un sentido.
Y aquel verano yo lloraba al escuchar esa música, porque aquella mentira aún era capaz de conmoverme.
lunes, 13 de junio de 2005
Le Jeu de Robin et Marion
De vuelta del torneo, el caballero se topa con la bella pastora Marion, y, como no podía ser de otra manera, la requiere de amores.
Ella se niega, sin embargo. Tiene a Robin y ha decidido serle fiel... o quizás es que no le place el caballero. Este monta en cólera, pone en fuga a Robín, que huye como un cobarde, y rapta a la pastora... para no conseguir nada, puesto que ante su resistencia y su negativa a otorgarle sus favores, debe ponerla en libertad.
Extraño tema para una obra de finales del siglo XII. Un caballero que ve puesto en duda su poder sobre sus vasallos, una mujer que reclama su derecho a elegir y lo mantiene, un amante que se revela como un cobarde. Un ejemplo temprano de opera in musica, donde todos los temas son profanos, ninguno sacro, donde se acumulan temas y danzas populares, donde la sexualidad y la violencia que la acompaña están presentes en cada instante.
No estamos ante ningún manifiesto.
Adam de la Halle compuso esta obra para la corte Angevina, en Napoles. Debía ser representada antes los reyes, acompañados por toda la corte. Los mismos nobles que eran ridiculizados, eran aquellos que lo habían encargado, los que disfrutaban con los giros y revueltas de la historia.
Su ideología es clara. Nada debía turbar el orden social. El mundo de Marion, el mundo representado por Adam de la Halle, era un mundo inexistente, la república de pastores, la Arcadia Felix, el paraíso con el que la crema de la sociedad podía soñar, un mundo de poesía e felicidad, muy distinto del mundo real en que vivían los pastores reales... unos pastores a los que ni se dignarían en mirar.
Para ellos, el caballero recibía su justo castigo, simplemente por atreverse a romper el orden social y pretender a una campesina. Cada cual en su sitio, no sea que alguien piense en moverse. Mariom hacía bien en defenderse y quedarse con Robín, aunque éste fuera un cobarde. Era alquien de su clase.
Además, Marion era un ejemplo de virtud. De la fidelidad que debía ornar a cada esposa cristiana, de lo resolución con que debía defender su tesoro.
¿Pero es así?
Ocho siglos más tarde, la obra sigue siendo sorprendente. ünica. Incomparable. Así debieron pensarlos sus copistas, a los que debemos tres manuscritos, profusamente ilustrados, casi describiéndonos una representación de la historia.
Ocho siglos más tarde, Marion sigue diciéndole que no al caballero. Eligiendo voluntariamente a quien desea amar, cantándalo en la música de su gente y de su clase... mientras que el caballero continúa marchándose, derrotado, avergonzado, destruido por su propio orgullo y violencia.
Ella se niega, sin embargo. Tiene a Robin y ha decidido serle fiel... o quizás es que no le place el caballero. Este monta en cólera, pone en fuga a Robín, que huye como un cobarde, y rapta a la pastora... para no conseguir nada, puesto que ante su resistencia y su negativa a otorgarle sus favores, debe ponerla en libertad.
Extraño tema para una obra de finales del siglo XII. Un caballero que ve puesto en duda su poder sobre sus vasallos, una mujer que reclama su derecho a elegir y lo mantiene, un amante que se revela como un cobarde. Un ejemplo temprano de opera in musica, donde todos los temas son profanos, ninguno sacro, donde se acumulan temas y danzas populares, donde la sexualidad y la violencia que la acompaña están presentes en cada instante.
No estamos ante ningún manifiesto.
Adam de la Halle compuso esta obra para la corte Angevina, en Napoles. Debía ser representada antes los reyes, acompañados por toda la corte. Los mismos nobles que eran ridiculizados, eran aquellos que lo habían encargado, los que disfrutaban con los giros y revueltas de la historia.
Su ideología es clara. Nada debía turbar el orden social. El mundo de Marion, el mundo representado por Adam de la Halle, era un mundo inexistente, la república de pastores, la Arcadia Felix, el paraíso con el que la crema de la sociedad podía soñar, un mundo de poesía e felicidad, muy distinto del mundo real en que vivían los pastores reales... unos pastores a los que ni se dignarían en mirar.
Para ellos, el caballero recibía su justo castigo, simplemente por atreverse a romper el orden social y pretender a una campesina. Cada cual en su sitio, no sea que alguien piense en moverse. Mariom hacía bien en defenderse y quedarse con Robín, aunque éste fuera un cobarde. Era alquien de su clase.
Además, Marion era un ejemplo de virtud. De la fidelidad que debía ornar a cada esposa cristiana, de lo resolución con que debía defender su tesoro.
¿Pero es así?
Ocho siglos más tarde, la obra sigue siendo sorprendente. ünica. Incomparable. Así debieron pensarlos sus copistas, a los que debemos tres manuscritos, profusamente ilustrados, casi describiéndonos una representación de la historia.
Ocho siglos más tarde, Marion sigue diciéndole que no al caballero. Eligiendo voluntariamente a quien desea amar, cantándalo en la música de su gente y de su clase... mientras que el caballero continúa marchándose, derrotado, avergonzado, destruido por su propio orgullo y violencia.
domingo, 12 de junio de 2005
Cuarteto número quince
Hacía 1974, un año antes de su muerte, Sostakovich escribió su último cuarteto. Estaba ya muy enfermo, sometido a medicación, y ese estado se trasluce en sus tres últimos cuartetos, una música a contrapelo, alucinatoria, sin que le importanse ya el público a quien fuese dirigido. Una partitura con anotaciones como las siguientes "tocadla tan lenta que las moscas caigan muertas por aburrimiento".
¿En quién pensaba Sostakovich cuando componía esta música? ¿A qué público dedican los compositores sus composiciones? ¿quién imaginan que escuchará su garabatos?
Seguramente, no pensaría que alguien como yo lo escuchara, al igual que dudo que se diera cuenta de que con él, en esos años, moría la gran tradicíón musical de Occidente, aquella que nació con el canto Gregoriano y los trovadores, aquella que generación tras generación consideraron la música y que ahora es sólo una más entre muchas, cada vez más despreciada y olvidada.
No. No pensaba en mí.
En 1974 yo tenía siete años. El dictador, ése que lo dejo todo atado y bien atado, aún vivía. Yo no comprendía nada de lo que ocurría a mi alrededor, pero sentía la inquietud de mis mayores, sus miedos, sus silencios elocuentes. No sabía que un hombre llamado Sostakovich agonizaba casi al otro lado del mundo, no supe que existía hasta muchos después, en el 81, en la asignatura de historia de la música.
No escuché este cuarteto hasta el año 2002, en verano. Fue como un enamoramiento, como si hubiera encontrado lo que me faltaba en el momento que me faltaba. Día tras día, lo ponía, únicamente el primer movimiento, haciendo que se repitiera una y otra vez, hasta que llegaba la hora de marcharme.
Era agosto, no había nadie en el despacho que compartía con otros, estaban de vaciones, así que no te tenía miedo en dejarme llevar por mis sentimientos, en permitir que las lágrimas aflorasen a mis ojos y llorar largo tiempo.
Aquello había sido escrito por un hombre agonizante. No había desesperación. No había rebelión. No había violencia. Las notas fluían dulcemente, lentas, como intentando alargar el tiempo que les había sido concedidas, como intentando atrasar el final inevitable, como intentando permanecer un instante más en este mundo, creyendo que lo que no había podido ser, podría ocurrir aún, sintiendo melancolía por lo que nunca había existido, por lo que nunca habría de existir.
Ese dolor, sordo, inextingible, paralizador, era el mío. Exactamente el mismo que sentía yo aquel año. Como si hubieran disecado mi alma y me la presentasen en una vitrina.
Tiempo. Distancias. Lenguas. Culturas. Ideologías. Vidas. Todo había sido abolido. El anciano agonizante y el niño que no entendía el mundo en el que había nacido nunca llegaron a conocerse, nunca llegaron a sospechar de su exitencia.
Aquel año, sin embargo, aquel hombre, a través de su obra, me parecía más cercano, más vivo, más real, que todo el resto de mis semejantes.
¿En quién pensaba Sostakovich cuando componía esta música? ¿A qué público dedican los compositores sus composiciones? ¿quién imaginan que escuchará su garabatos?
Seguramente, no pensaría que alguien como yo lo escuchara, al igual que dudo que se diera cuenta de que con él, en esos años, moría la gran tradicíón musical de Occidente, aquella que nació con el canto Gregoriano y los trovadores, aquella que generación tras generación consideraron la música y que ahora es sólo una más entre muchas, cada vez más despreciada y olvidada.
No. No pensaba en mí.
En 1974 yo tenía siete años. El dictador, ése que lo dejo todo atado y bien atado, aún vivía. Yo no comprendía nada de lo que ocurría a mi alrededor, pero sentía la inquietud de mis mayores, sus miedos, sus silencios elocuentes. No sabía que un hombre llamado Sostakovich agonizaba casi al otro lado del mundo, no supe que existía hasta muchos después, en el 81, en la asignatura de historia de la música.
No escuché este cuarteto hasta el año 2002, en verano. Fue como un enamoramiento, como si hubiera encontrado lo que me faltaba en el momento que me faltaba. Día tras día, lo ponía, únicamente el primer movimiento, haciendo que se repitiera una y otra vez, hasta que llegaba la hora de marcharme.
Era agosto, no había nadie en el despacho que compartía con otros, estaban de vaciones, así que no te tenía miedo en dejarme llevar por mis sentimientos, en permitir que las lágrimas aflorasen a mis ojos y llorar largo tiempo.
Aquello había sido escrito por un hombre agonizante. No había desesperación. No había rebelión. No había violencia. Las notas fluían dulcemente, lentas, como intentando alargar el tiempo que les había sido concedidas, como intentando atrasar el final inevitable, como intentando permanecer un instante más en este mundo, creyendo que lo que no había podido ser, podría ocurrir aún, sintiendo melancolía por lo que nunca había existido, por lo que nunca habría de existir.
Ese dolor, sordo, inextingible, paralizador, era el mío. Exactamente el mismo que sentía yo aquel año. Como si hubieran disecado mi alma y me la presentasen en una vitrina.
Tiempo. Distancias. Lenguas. Culturas. Ideologías. Vidas. Todo había sido abolido. El anciano agonizante y el niño que no entendía el mundo en el que había nacido nunca llegaron a conocerse, nunca llegaron a sospechar de su exitencia.
Aquel año, sin embargo, aquel hombre, a través de su obra, me parecía más cercano, más vivo, más real, que todo el resto de mis semejantes.
jueves, 9 de junio de 2005
En el valle del Nilo (y 4)
¿Por qué no hacéis nada?
Ocurría en el museo copto de El Cairo. El hombre, uno de los vigilantes, extendía su mano hacía mí, la palma hacia arriba. En su muñeca, junto al pulgar había tatuada una cruz.
Vosotros sois también cristianos. ¿Por qué no hacéis nada para ayudarnos?
Frecuentemente, en nuestra ceguera de occidentales, para los cuales todo oriente, de Marrakech a Tokio es una única cosa, olvidamos que cada páis, que dentro de cada país, es un compuesto de personas, a veces tan separadas entre sí por sus ideas y convicciones, como nosotros de ellos.
En el caso de Egipto, como en el caso de Siria, olvidamos que una apreciable parte de la población no es musulmana, sino cristiana copta. Olvidamos también que son uno de los bandos en la guerra de religión, entremezclada con otros temas a tres bandas que asola el Oriente medio. Y olvidamos también que, en el caso de Egipto y como bien señala Gilles Keppel, el extremismo islámico es especialmente fuerte en las zonas con un porcentaje alto de población copta... y que lo coptos son uno de sus objetivos.
¿Qué podía decirle yo a esa persona? Desde su cultura, embebida en la religión, sin poder pensar que existiera algo que no fuera religión, con la misma ceguera que los integristas islámicos, él pensaba, como sus enemigos. que todos los europeos somos cristianos, que nuestro bando en la querra de religión estaba decidido.
¿Cómo podría yo decirle que soy ateo? Para mí todas las religiones son odiosas. Mentiras que deben ser extirpadas de la faz de la tierra, porque no traen consuelo y salvación, sino odio y desesperación. Para mí, él y los islamistas, son la misma cosa, el enemigo a batir, hasta que sus ideas acaben en el basurero de la historia.
¿Pero acaso es así? ¿No me estaré yo equivocando?
Desde mi perspectiva de occidental, creo ser libre, dueño de mi destino. Si quiero algo lo compro. Mi dinero me da derecho a exigir. Puedo comprarme una ideogía propia si me apetece. Jugar a ser rebelde, sabiendo que hay una red que me recogerá.
Pero quizás esto son sólo sueños de pueblos decadentes, de gentes que van a ser arrojadas al olvido de la historia y que se divierten, ciegas, al borde del abismo.
Quizás hayan decidido ya por nosotros, asignado un bando sin que lo supiéramos. Quizás el destino del mundo se está decidiendo ahora mismo lejos de nuestras fronteras, en los lugares en que no queremos mirar porque no hay nada exótico o turístico o quizás al pie mismo de nuestras ventanas se hayan cavado las trincheras y en ellas se libren querras silenciosas.
Quizás es que no somos más que parásitos, gordos, incapaces de moverse, válidos únicamente para ser aplastados.