miércoles, 20 de septiembre de 2017

La gran crisis

































Son extraños los mecanismos de la memoria. Recuerdo haber visto una tarde de hace muchos años, en el desaparecido programa La Clave, un documental sobre la Gran Depresión de 1929 cuyo recuerdo no se me ha despintado hasta ahora. Incluso soy capaz de entonar algunas de las canciones populares americanas con las que se ilustraban las imágenes.

Ese documental se llamaba Brother, can you spare a dime? (Compañero, tienes algo suelto?,1975) de Phillipe Mora. Como en Swastika (Esvástica, 1973) , que ya les comenté hace unas semanas, ese mismo director intenta ilustrar un periódico histórico utilizando sólo imágenes de documentales y filmes de la época, acompañándolas con canciones y registros sonoros coetáneos. No sería el único intento, en esa década de los setenta, por hacer algo parecido. Basta recordar Canciones para después de una guerra (1971) del reciéntemente fallecido Basilio Martin Patino o, ya en otro modo completamente distinto, el Koyaanisqatsi (1983) de Godfrey Reggio.

Es obvio que la jugada de presentar imágenes sin comentario alguno es muy arriesgada. No porque el  director pierda el control sobre lo que quiere decir o porque las imágenes se tornen ambiguas. Para suplir esas evidentes carencias expresivas siempre está el montaje, como demuestran las capturas que abren esta entrada. En ellas se contrapone la presidencia de Hertber Hoover, al principio de cuya presidencia se produjo la caída de la bolsa de Nueva York que dio comienzo a la gran depresión, con la toma de posesión de Franklin Delano Roosevelt, quien iba a intentar paliarla con las medidas políticas y económicas del New Deal. Imágenes neutras, anodinas incluso, si hubieran sido mostradas a solas, pero que mezcladas con las del coste humano que habían supuesto los tres años de depresión,  suponen una condena sin paliativos del gobierno del presidente saliente.

El problema es otro, más bien. Para que estos documentales mudos que repasan la historia sean efectivos, es crucial la complicidad del público. El espectador tiene que conocer el periodo del que se está hablando, pero no por haberlo estudiado en los libros de historia, sino por experiencia propia. Bien la suya, como protagonista de ese tiempo, bien de forma heredada, por haberlo oído contar y narrar a padres y abuelos, incluso por haber sido espectador de películas ya rancias. En otras palabras, debe ser capaz de reconocer lo que ve y escucha, pero no sólo eso, debe experimentar una reacción irracional frente a ellas. De aversión o de admiración, de atracción o de repulsión, que provenga de las entrañas, que deba racionalizar a posteriori.

Así, para un espectador de hoy, más aún si no se es estadounidense, el rostro de Roosevelt puede seguir siendo conocido, pero no reconocerá seguramente el de Hoover. Pero aún, aunque lo hiciera, le sería indiferente. Desprovisto, por el paso del tiempo, del estigma de haber permanecido de brazos cruzados mientras la Gran Depresión arrasaba el país. Confiando, como muchos neoliberales de ahora, que al final el mercado se curaría a sí mismo, que esa crisis sólo era un ajuste necesario. Que cualquier sufrimiento humano, por muy lamentable que fuera, sólo era el justo precio que había que pagar para volver a la bonanza económica. Ideas, en mi opinión, completamente equivocadas, pero que gozan de amplio predicamento en estos tiempos posteriores a la Gran Recesión que ha quebrantado Occidente en la última década.

Volviéndo al tema principal, la memoria. Obviamente, como soy fan de la historia, las imágenes que muestra Mora son conocidas para mí, tienen sentido y sé disponerlas en su contexto. Sin embargo, dada la distancia que me separa de la Gran Depresión, no deberían tener una repercusión emocional sobre mí. Lo sorprendente, sin embargo, es que la tienen. Primero, porque durante mi infancia y juventud, como toda mi generación, estuve expuesto a una dieta constante de cine de Hollywood, precisamente de los años 30 y 40. Ésa memoria visual, por tanto, es también la mía.

Segundo, porque en España, en muchos aspectos, la historia estuvo detenida hasta 1975, oprimida bajo la sombra ominosa de ese pequeño dictador mezquino llamado Franco. Lo quisiéramos o no, seguíamos viviendo en 1936, cuando estalló la guerra, y los militares aplastaron la democracia. 

Nuestro tiempo seguía siendo el de este documental. Una pesadilla de la que no podíamos despertar.

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