miércoles, 26 de julio de 2017

Los otros caminos


Además de la exposición dedicada a la pintura veneciana del siglo XVI, que ya les comenté hace unos días, en el museo Thyssen se puede también visitar una muestra monográfica dedicada a la artista francesa Sonia Delaunay. Como suele ocurrir en estos casos, el de las exposiciones que tienen como centro a una mujer artista, las preguntas que plantea van más allá de la calidad de la obra mostrada. Afectan, más bien, al modo en que seguimos viendo y considerando el arte.

El primer punto, como pueden imaginarse, se refiere al papel y consideración de la mujer en el arte. La existencia y trabajo de Sonia Delaunay no son desconocidos, ni mucho menos, para el aficionado, pero esto se debe sólo a una incómoda circunstancia: venir junto con su marido Robert. De hecho, la manera de referirse a ella suele ser hablar de Robert y Sofia Delaunay, como si ésta fuera inseparable de aquél, su arte una dependencia necesaria e inevitable del de su esposo. Hasta tal manera, que cuando la obra de Robert entra en declive, la figura de Sonia se difumina, sin importar que siga trabajando o que le sobreviva en varios decenios.

Estas simbiosis estéticas entre esposos no son extrañas en el mundo del arte. En el cine, por ejemplo, me vienen a la cabeza Alexei Alexeief y Claire Parker, o Jan y Eva Svankmajer. Sin embargo, en estos casos se trataba de colaboraciones en un producto final único, prácticamente codirigido en el caso de Alexeief/Parker, con participación importante de Eva en la producción artística de los filmes de Jan. Sin embargo, en el caso de Robert y Sofia no existe esa coautoría. Sería más preciso hablar de dos artistas que comparten el mismo estilo, el orfismo, pero que aún así siguen siendo claramente distinguibles, tanto en sus ambiciones como en sus preferencias.

La mejor prueba sería los muy distintos caminos que ambos recorrerían tras la Primera Guerra Mundial. Robert viviendo de las rentas artísticas acumuladas con su aportación a las vanguardias del siglo XX, Sonia abandonando temporalmente la pintura, para volcarse en la moda y el diseño.

Y con ello entramos en el segundo punto incómodo, para nuestras concepciones heredadas del arte, que presenta esta exposición.


Porque parte del olvido en el que se encuentra la obra de Sonia Delaunay no se debe sólo a la sombra de Robert, ni a la consideración de apéndice o glosa de la obra de su marido. Está el problema que, durante la mayor parte de su carrera artística, se dedicó a actividades mucho menores, incluso indignas. No las artes aplicadas, a las que puede dedicarse el respeto y la admiración debido al artesano, sino a la moda, a artículos de usar y tirar, válidos para una una única temporada y, por ello mismo, desprovistos de toda seriedad, aspiraciones, transcendencia y permanencia. Propio de modistillas y de obreros, no de los héroes y aristócratas de la cultura

Incluso ahora, en estos tiempos que el carácter de gran arte se asigna a la moda y la gastronomía, aplaudiendo en chefs y couturiers las excentricidades propias del artista escandaloso de vanguardia, los diseños de Sonia Delaunay se ven con cierta condescendencia. Se les atribuye, de manera sorprendente, el rigor inhumano de la vanguardia, ésa que abjuraba de la figura humana, para convertí la realidad en apilamiento y entrecruzamiento de figuras geométricas. Los vestidos de Sonia serían imposibles de llevar, incómodos y chillones, sólo para lucirlos en una ocasión, si es que alguien se atrevía fuera de la pasarela, y quitárselos al punto. Porque para relajarse y disfrutar habría que utilizar otras ropas, las normales.

Sin embargo, lo que se ve en la exposición es algo muy distinto. Aún cuando sus vestidos están claramente influidos por el orfismo que ella y su marido propagaban, no se aprecia en ellos esa disonancia con la ser humano que otros quieren ver. Sus diseños son de gran belleza, llamativos, pero sin llegar a ser horteras. Incluso podría decirse que hoy pasarían desapercibidos, que la patina tiempo les ha dotado de un clasicismo inesperado y tardío.

Ese que, al cabo de los años, alcanzan tantos modernos de antaño. Que les convierte en remanso al que volver una y otra vez.



















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