martes, 4 de abril de 2017

Cine Polaco (XIII): Ostatni Dzibi Lata (El último día del verano 1958) Tadeusz Konwicki





































Cuando hace unos días comentaba la película Krzyzacy (Los Caballeros de la Orden Teutónica), dirigida por Alexander Ford en 1958, repetía ese lugar común que habla de películas que miran al pasado y películas que miran hacia el futuro. Pues bien, Ostatni Dzibi Lata (El último día del verano) es una película de la segunda categoría, las que pretenden integrarse en la vanguardia, explorando los nuevos caminos estéticos y expresivos descubiertos por otros directores. O al menos así lo fue en la década de los cincuenta del siglo pasado, cuando la modernidad de su forma lo era por entero, sin poder parecer una pieza de museo, un estilo admirable y admirado, pero que poco tiene que ver ya con la forma en que entendemos el cine. Tanto desde el punto de vista comercial, como desde el punto de vista más "artístico".

De su director, Konwicki, ya había comentado Jump (Salto, 1965), una película magnífica, a partes iguales ejercicio surrealista y ácida crítica a la sociedad de su tiempo. Al ver Ostatni Dzibi Lata resulta evidente que el talento de Konwicki no salió de la nada ni se agotó en esa cinta, sino que venía de muy atrás, de un conocimiento profundo del cine de su tiempo, en sus formas más avanzadas. Porque esta película tiene concomitancias más que aparentes con Hiroshima Mon Amour (Alaim Resnais, 1958) y Le Notti Bianchi (Noches Blancas, Luchino Visconti, 1957), anterior y posterior respectivamente a la obra de Konwicki. Transidas todas, de principio a fin, de un característico espíritu de su tiempo, ya irrepetible.

No ya porque las tres películas se centren en la breve y malograda peripecia amorosa entre dos amantes. Sobre ese tema se han sufrido ya demasiadas obras empalagosas, saturadas de un romanticismo astragante próximo a la novela barata, repleto de lugares comunes reciclados hasta la saciedad. Por el contrario, en estas tres películas, el enfoque es tan cercano a la pareja protagonista que el resto del mundo parece desdibujarse, convertirse en un decorado convencional, en una abstracción cuyo poder de influencia es mínimo sobre las dudas, combates y tragedias sentimentales de ambos personajes. Su relación deviene así intemporal, trasladable, reproducible y experimentable por cualquiera, en cualquier otro lugar.

O quizás no. Porque todas estás películas están atadas a un lugar preciso y determinado, que deviene tercer personaje, cuando no auténtico espíritu rector determinante del desarrollo de ese amor narrado. Así ocurre con la ciudad de Hirosima en la obra de Resnais, donde las cicatrices del holocausto nuclear aún pesan sobre sus habitantes, aunque ya casi no sean visibles. O con el laberinto sin fin que es el San Petersburgo retratado por Visconti, al mismo tiempo madre acogedora y madrastra despiadada. O esa tierra de nadie de la película de Konwicki, entre las dunas y el mar indiferente, bajo un cielo inmisericorde. Un lugar que casi se asemeja a un limbo, a un purgatorio, donde expiar los pecados, apagar los remordimientos, compensar las culpas, sin que exista salida posible a él.

Un lugar que es descrito de forma obsesiva, como si su presencia apartase cualquier otro pensamiento que no fuera él y su contemplación constante, continua y eterna. Una mirada, por tanto, que se entretiene en el romper de las olas, en el variar de los tonos del mar, en los cambios provocados por las mareas, en los juegos del viento con la arena, en las mutaciones que las dunas sufren, en la profundidad de los cielos. Todos ellos descritos con la maravilla del blanco y negro de mediados del siglo XX, cuando aún se sabía rodar con él y se habían asimilado las lecciones del expresionismo. Con sus contrastes hirientes, sus tonos purísimos, tanto el negro como el blanco, la impresión de hallarse en otra realidad, más perfecta, más bella, más conmovedora, que la percibida. 

De manera que, al final, deja de importar la historia y sólo se desea anegarse en el ver. Para luego soñar con encontrarse, uno mismo, alguna vez, en un lugar semejante.

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