martes, 27 de septiembre de 2016

Fantasmagorías


































Es conocido el fuerte rechazo que la película Solaris (1972) de Andréi Tarkovski produjo en Stanislaw Lem, escritor de la novela de ciencia ficción original. Para el escritor polaco, el director ruso había desvirtuado su mensaje, al trasladarlo del campo de la inquisición científica al terreno de la búsqueda transcendente, el amor divino, en definitiva. Este desencuentro entre dos maestros en sus respectivas artes es en parte comprensible si se tiene en cuenta que ambos son excepciones en sus especialidades. Lem, aunque asociado normalmente con la ciencia ficción, es más un filósofo de la ciencia y la tecnología, obsesionado con descubrir sus límites y erradicar ese optimismo ingenuo que nos hace ver continuamente reflejos mejores de nosotros mismos en el universo y en el futuro. Tarkovski, por su parte, es un poeta místico de la imagen, siempre en búsqueda de una transcendencia continuamente asediada por las dudas y nuestra imperfección, pero tras la cual habita una verdad eterna. Un auténtico dios de amor, al modo cristiano, pero al mismo tiempo completamente opuesto a él.

De esa manera, los dos Solaris, el de Tarkoski y el de Lem, escapan a los rígidos marcos de genero al que dicen pertenecer y se abren a otros públicos distintos, más allá del aficionado a machamartillo que suele esperar siempre un poco más de los mismo. Esta apertura no significa vulgarización o claudicación. Cualquier lector de Lem conoce su capacidad proteica, su poder de metamorfosear su esilo en cada obra, para  reproducir modelos literarios en las antípodas del relato clásico de anticipación. Asímismo, algunas de sus obras son de extrema dificultad, más próximas al experimento literario de vanguardia - como Vacío perfecto - o al tratado filósofico levemente disfrazado de relato - como La voz de su amoGolem XI - que a la lectura ligera que se asocia con la ciencia ficción.

Tarkovski por su parte, ya desde Andréi Rublev (1966), construyo un cine basado en descripciones, digresiones y apartes. Una película de Tarlovski no se basa en un guión perfectamente montado y plasmado luego a rajatabla en su ilustración visual, sino que busca que el espectador se aconstumbre a vivir en el ambiente habitado por sus personajes, que los conozca a través de las habitaciones donde moran, de los paisajes, urbanos y rurales, que recorren diariamente. Sus escenas, siguiendo esa norma propia, son largas y contemplativas, con una cámara que se mueve pausadamente, explorando el escenario en el que se mueven los personajes. Sin ligarse a ellos y a sus expresiones, sino remedando la mirada de un tercero que se deja distraer por detalles en medio del flujo de la conversación. Sin interrumpir lo que se ve o lo que se oye, es decir, utilizando el montaje para romper la secuencia o dando manotazos con la cámara, sino que en medio del movimiento natural que lleva de un actor al otro, se topa objetos en los que se detiene, los insinúa sin subrayarlos, como si la lógica obligase a verlos de ese modo y en ese momento.

Esos supuestos estéticos llevan a Tarkovski a utilizar una cámara siempre móvil, plena en travellings, incluso esos circulares que giran alrededor de un mismo punto y que tan mal se suelen usar. Sin embargo, el modo en que el director ruso utiliza estos movimientos de cámara es muy distinto del esperable en un director clásico, como Welles o Visconti, o del tanto moderno que no sabe aplicar las lecciones que han aprendido, aparte de para demostrar su falta de talento. En Visconti, la cámara es el ojo de un director dramático, que subraya en el momento preciso los gestos, las expresiones y los ademanes que explican e ilustran la trama. Welles, por el contrario, convierte la cámara en casi un actor más, o mejor dicho, en un danzarín que acompaña a los actores en todo momento, estremeciéndose con ellos. Frente estos dos gigantes, la masa informe de los epígonos modernos, esos que saben que tienen que mover la cámara, pero no saben muy bien para qué. Excepto para señalar que hay movimiento en el plano, aunque éste no muestre otra cosa que el vacío y la insustancialidad.

Muy distinto es el caso de Takovski, como ya les había indicado. Porque para él - en él, podría decirse - un inocente giro de cámara de 180 grados servirá para mostrar toda una vida. Expresada en los objetos - la basura y los restos - que una persona ha ido acumulando en los lugares en los que habita. Estratos y acúmulos que nos describirán su personalidad mejor que decenas de flashback o largos parlamentos.
























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