jueves, 28 de abril de 2016

Leyendo a Tucidides (VIII)

Y a los que de vosotros sois atenienses aún debo recordaros otra cosa: que no dejasteis en los arsenales otras naves como éstas, ni jóvenes en edad de servir como hoplitas, y que, si obtenemos un resultado distinto a la victoria, nuestros enemigos de aquí se harán inmediatamente a la mar contra Atenas, y los nuestros que quedaron allí no serán capaces de defenderse de los enemigos de allí
ni de los que desde aquí irán contra ellos. Y en este caso vosotros quedaríais de inmediato en manos de los siracusanos —contra los que sabéis bien con qué propósito vinisteis— , mientras que los de allí quedarían en las de los lacedemonios. Así que, empeñados en esta lucha única por una doble causa, manteneos firmes más que nunca y tened presente, cada uno individualmente y todos en conjunto, que aquellos de vosotros que ahora vayan a estar en las naves son para los atenienses su infantería y su flota, lo que queda de la ciudad y el gran nombre de Atena, y ante tal envite, si alguien supera a otro por sus conocimientos o por su valor, no hallará una ocasión mejor que ésta para demostrar sus cualidades, siendo útil a sus propios intereses a la vez que salvador de la comunidad

Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso

La narración de la expedición ateniense a Sicilia es central en relato que hace Tucídides de la guerra del Peloponeso. Dentro de ese conflicto se trata de un hecho decisivo que parte el desarrollo de la misma en dos partes de carácter completamente opuesto. Antes de esa expedición, habían tenido lugar los largos diez años de la llamada guerra de Arquidamo, del 531 al 521, en la que tanto Atenienses como espartanos se habían visto incapaces de infligir una derrota decisiva al otro bando, teniendo que recurrir a una paz de compromiso que demasiado tenía de tregua temporal. Aún así, a largo plazo, la balanza parecía inclinada del lado ateniense,  puesto que la confederación de aliados de los lacedemonios había quedado bastante tocada, con los corintios y los tebanos buscando salirse de ella e incluso sopesando invertir las alianzas, pasándose al lado de los atenienses. Si no ocurrió así, fue por la propia torpeza diplomática de los atenienses, demasiado inversos en una política de halcones que impedía toda sutileza, así como por la victoria sorpresa espartana en Mantinea contra una coalición de ciudades del Peloponeso con apoyo ateniense, que puso fin temporal a la agitación en la región.

Esa victoria fue sólo un respiro, porque el problema lacedemonio seguía siendo el mismo: como vencer a una ciudad que dominaba los mares y que podía librar así una doble guerra de desgaste: económica contra Corinto y Tebas, de incursiones armadas contra el propio territorio espartano. Sin embargo, tras la expedición a Sicilia, la situación se había invertido y era Atenas quien estaba a la defensiva, obligada a combatir dentro de su antiguo imperio y en las condiciones que le dictaban sus enemigos, quienes podían elegir el campo de batalla casi a su antojo. Este estado de cosas se veía agravado por la crisis política en la misma metrópoli, que llevó a una sucesión de golpes y contragolpes, como ya vimos, así como por la defección de sus propios aliados. Atenas veía de esa menara como sus recursos económicos disminuían paulatinamente, con el peligro añadido de que sus  sus vías de aprovisionamiento fueran estranguladas, especialmente la que llevaba al trigo de la actual Ucrania, vía los estrechos del Bósforo y los Dardanelos.

Explicar como se produce ese vuelco irreversible, determinar las causas del desastre imprevisto, es precisamente la tarea que se impone Tucídides, en donde alcanza la cumbre su agudeza en el análisis histórico y su talento como escritor.
Como se puede apreciar, ese relato es una historia de perdedores, otra de las características de este historiador que le diferencia de otros relatos antiguos y modernos. De hecho, si nos fijamos en nuestro mundo tardocapitalista enamorado del mito del emprendedor, observaremos que las biografías de los personajes famosos de nuestro tiempo son casi siempre de triunfadores, deviniendo inevitablemente hagiografías. Lo que el lector busca en ellas es un modelo y una receta para el triunfo, una lista mágica de fórmulas infalibles que le permitan, también a él, alcanzar la cumbre del éxito y gozar de sus recompensas.

Como pueden imaginar, si me vienen leyendo, para mi esa postura no es más que un espejismo. Los supuestos triunfadores que queremos emular no dejan de ser excepciones, cuyo camino nos está vedado por meras razones estadísticas y en cuyo triunfo han colaborado tanto el propio talento y capacidad como la suerte y el azar. Yerran por tanto, los que intentan hallar un patrón que les guie en el laberinto, una clave que abra las puertas del éxito, puesto que cada ganador es distinto a los otros, unico e irrepetible, fuera de normas y reglas. Se equivocan también, asímismo, quienes intentan enseñar la teoría del triunfo estudiando a los ganadores, como demuestran los mismos libros de autoayuda que escriben, repletos hasta el borde de naderías, vaguedades y lugares comunes que harían sonrojarse a cualquier lector inteligente.

Muy distinto y más provechoso es el estudio de los casos de los innumerables perdedores, pero claro, esto exigiría un trabajo mucho mayor, estadístico en su mayor parte, sin contar con el glamour de glosar y ensalzar la figura de un hombre mejor que los demás, al estilo de los pintores aúlicos del XVII con reyes y nobles. ¿Por qué lo expreso así? Por que centrarse en los fracasos, en los errores y derrotas permite descubrir cómo los mejores planes, los más preparados y mejor trazados, los que comenzaron con las esperanzas más elevadas y los apoyos más fuertes, acaban por dar al traste, desviarse del camino correcto y precipitarse al desastre, sin que pasado cierto punto, generalmente imperceptible para sus protagonistas, quede ya oportunidad o posibilidad de corregirlo. Ni siquiera de salvar lo poco que pudiera salvarse.

Este análisis del desastre, de las causas y motivos para que sirvan de escarmiento a otros, es precisamente el que realiza Tucídides con la expedición a Sicilia. Un estudio demoledor, descarnado y deprimente, porque lo que en él cuenta va en contra de nuestros sueños de gloria, de ese mito antiguo y moderno por el cual la fuerza de voluntad, lo que se llamaba antaño, antes de estos tiempos de cursilería empresarial, tener huevos, bastaba para superar todos los obstáculos fueran éstos cuales fueran. Como Tucídides cuenta, nunca antes habían armado los griegos una expedición como ésa, ni enviado un ejército y una flota tan poderosa al otro extremo del mundo. Por dos veces, por añadidura. Ni nunca antes una ciudad tan poderosa había sido derrotada de forma más demoledora, decisiva e irreversible

Una empresa en la que habían estado al borde del triunfo completo, el que les habría llevado al dominio del mundo griego, a la derrota final de su enemigo espartano y, quizás, a que hoy nos consideráramos descendientes de un imperio Ateniense y hablásemos en dialectos griegos, en vez de ser herederos del Imperio Romano posterior y del latín. El resultado de la expedición, como sabemos fue muy otro, relegando a Atenas al nivel de una potencia más, que sería barrida junto con ellas, cuando nuevos poderes se constituyeran en las fronteras del mundo griego. Además, para nuestra desgracia, esa catástrofe no fue producto de una causa fácilmente determinable y por ello mismo erradicable de manera sencilla, sino originada por una constelación de múltiples factores, algunos consustanciales al modo de ser político de la sociedad atenienses, otros acarreados por el azar y el modo en que los acontecimientos de engarzaron.

Entre los que provenían del modo de ser social ateniense, y que por tanto no podían eliminarse sin modificar la constitución política de esa misma sociedad, se hallaba una contradicción interna irresoluble. La propia participación popular en todo el ámbito político producía decisiones irreflexivas, concebidas en el frenesí del momento y la influencia de los demagogos, que si luego se revelaban fallidas, ocasionaban una condena no menos contundente de quienes habían inspirado esas medidas y luego las habían llevado a la práctica. En consecuencia los estrategos atenienses eran, al mismo tiempo, temerarios y medrosos, reticentes a aprovechar de suerte por miedo al posible castigo posterior y dispuesto a traicionar a quien fuera para salvar la piel si temían ser arrojados a la inclemencia de la asamblea.

Esta paradoja del sistema ateniense llevó a dos errores definitivos, primero la condena sin posibilidad de apelación de Alcibiades, inspirador de la expedición, lo que no sólo descabezo el mando de ésta, sino que convirtió al antiguo estratego en enemigo a muerte de su antigua patria. Por otra parte, el miedo a romper el juguete bélico que les había sido confiado impidió a Nicias utilizarlo de manera inmediata, antes de que los siracusanos estuvieran preparados, para enfrentarse a ellos cuando ya habían podido organizarse. Finalmente, cuando los primeros signos de derrota empezaban a ser visible, el miedo a las represalias políticas por su actuación, les impidio tomar la única decisión lógica, abandonar el empeño y volver a la patria.

Aún así, habrían podido ganar, triunfar, si esto hubiera sido una partida de ajedrez o cualquier juego programable en un ordenador. Por el contrario, en la realidad siempre hay que contar con el azar, con el desánimo e incluso el pánico. Esa lenta y opaca cadena de acontecimientos fuera de nuestro control que pasado un tiempo parecen favorecer únicamente a uno de los jugadores y que acaban por quebrar la resistencia, el espíritu y la voluntad del más duro de los héroes.

Como le ocurrió al ejército expedicionario de los atenienses, a quienes derrota tras derrota acabó por convertirles en un manada de fugitivos desesperados e incontrolables que al final sólo supieron hacer una cosa.

Rendirse.

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