martes, 17 de noviembre de 2015

Bajo la sombra del postmodernismo (XVII)

Porque en realidad la construcción de la mayor parte de las líneas ferroviarias españolas había sido un negocio especulativo, que se benefició de las concesiones y de la tolerancia de los distintos gobiernos, algo fácil de explicar cuando sabemos que los consejos de administración de las empresas "se componen generalmente de ministros pasados, presentes o futuros, todos hombres de grande influencia"

Josep Fontana, La época del liberalismo, Historia de España Fontana/Villares, Tomo VI

Durante las siguientes entradas de esta serie me voy a centrar en los tres tomos de historia de España Fontana/Villares que abarcan de 1808 a 1929. Como les conté en la entrada anterior, la edición dirigida por John Lynch embute ese periodo en un sólo tomo, con todos los defectos y limitaciones que eso supone, principalmente el poder explayarse en hechos poco conocidos de ese periodo, cuando no directamente olvidados o intencionadamente silenciados.

El primer tomo de los tres que la Fontana/Villares dedica a este periodo está escrito por el propio Fontana, y cubre los tres cuartos de siglo que van de 1808 a 1875. Esos años fueron un tiempo crucial y dramático en la historia de España, un tiempo que se puede definir de "ocasiones perdidas", donde los espasmódicos intentos por modernizar España, liberándola del atraso y la ignorancia, van a ser bien ahogados en su propia cuna, bien traicionados por sus defensores y proponentes, bien borrados por una reacción que no permitió que se desarrollaran.

Fontana, por supuesto, es un historiador de izquierdas, así que no es extraño que sus simpatías estén con la larga lista de rebeldes y heterodoxos, muchos de ellos a contrapelo y a su pesar, que pueblan ese siglo triste que es nuestro siglo XIX, tan abundante en fracasos y decepciones. Sin embargo, aunque se sea de derechas - y hay que ser muy de derechas para no reconocerlo, algo demasiado frecuente, no obstante, en nuestro país - lo cierto es que la historia de ese tiempo es una crónica de avances a ritmo de tortuga, siempre a destiempo y casi siempre de forma violenta.



De forma muy burda y muy grosera, el XIX se puede caracterizar por unas fuerzas de la reacción que permanecen encastilladas en sus creencias, sin aceptar los cambios que estaban teniendo lugar en el resto de Europa, aunque ese empecinamiento les lleve a minar su propia supremacía y dominio. El resultado paradójico es que ante una reacción tan tozuda, son sectores de esa misma derecha las que desencadenan pronunciamientos y revoluciones, como único medio, muy gatopardiano, de continuar mandando. La consecuencia indeseable - para esa derecha revolucionaria, claro - es la emergencia de las fuerzas de izquierdas, desunidas, pero combativas y reivindicativas, a las que la oportunidad les ha dotado de su propia voz, lo que no deja otro remedio a esa derecha que reinventar la reacción, echar el freno y volver a poner todo en orden.

Hasta el próximo ciclo, claro. Porque esa secuencia de orden mantenido a ultranza, revolución in extremis, explosión incontrolable de libertades y golpe final sobre la mesa que calle a a los respondones, ha sido y sigue siendo la tónica y la norma de nuestra vida política diaria.

A los tres meses de realizada la operación contrarrevolucionaria, Isabel II consideró que la faena estaba hecha y despidió a O'Donnell. Tras haberle prometido que lo mantendría en el poder, le hizo saber su cambio de opinión escogiendo a Narváez como pareja en un baile de palacio, en lo que se dio en llamar la "crisis del rigodón". A tal extremo de degradación había llegado la política española, y hasta tal punto era ficticia su condición de monarquía constitucional.

¿Exagerado? Así lo creía yo, cuya biografía pertenece y se confunde con la última experiencia democrática que ha conocido nuestro país. Sin embargo, el cuarteamiento reciente del consenso de la transición le ha llevado a ver las cosas de otra manera: a darse cuenta de como esos vicios inveterados de nuestra política siguen bien vivos y presentes, convertidos en auténticos hechos diferenciales del ser español... y catalán y vasco, y cualesquiera de las naciones/nacionalidades penínsulares.

En resumidas cuentas, la concepción  del estado como vaca oronda, aunque en realidad flaca y llena de pulgas, de la que todo poderoso tiene derecho a mamar en turnos sucesivos, para que nadie se molesta. Las arcas púbicas como inmensa máquina de otorgar contratos, no por su excelencia u oportunidad, sino por favorecer a los amigos o a los compañeros de partido, demasiado bien colocados en las grandes empresas del país.

El gobierno y las instituciones, las elecciones y votaciones como representación teatral, donde lo que se ve en el escenario no es otra cosa que una ficción, concebida y ensayada para ser aplaudida y vitoreada, mientras que lo realmente importante, lo esencial, ocurre entre bastidores, donde se cuecen contratos, influencias y componendas, sin que lleguemos a enterarnos de lo que realmente ocurrió, ni menos participar en su desenlace y resolución, excepto para aplaudir lo que nos dictan.

En fin, el tiempo de las oportunidades definitivamente perdidas o eternamente postpuestas, donde toda reforma efectiva y puesta en vigor es invariablemente abolida y borrada por los gobiernos de signo contrario en cuanto llegan al poder. Donde cualquier amago de renovación, de progreso, de colocarse, en fin, al nivel social y político de nuestros vecinos europeos, es presa del ataque furibundo de rabiosos comentaristas, de todos aquellos que tienen - o piensan que tienen - algo que perder, hasta que no queda otro remedio que callarse y apartarse, harto de tantas críticas, de tanto odio, de tanta rabia y encono.

Persecución tornada aún peor por el hecho de que se dejen pasar de lado, sin condenarlos, incluso excusándolos, auténticos crímenes, hechos que en otros países harían caer gobiernos, arruinar carreras, pero que aquí se han vuelto auténticos títulos de gloria.

En un momento de amarga reflexión, Joaquín María López, que iba a morir en 1855 de un cáncer en la lengua, sintetizó el ciclo completo de la revolución con estas palabras: "Tal es la serie de acontecimientos de 1855 para acá. El pueblo siempre esforzado y generoso, siempre desatendido y engañado. Halagado cuando se le concitaba a la pelea, olvidado y pospuesto después de la pelea". Se le olvidaba decir que todos los que habían intervenido en esta historia, desde Espartero hasta él mismo, habían sido los culpables de esta traición que, al cabo de diez años de empeños revolucionarios y de una guerra civil desastrosa, dejaba las cosas más o menos como estaban en 1834.

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