sábado, 2 de mayo de 2015

El mal de Stendhal

Descendimiento, Roger van der Weyden
He visitado esta mañana el Museo del Prado sólo por ver la impresionante restauración de la Crucifixión de Roger van der Weyden. No obstante, por increíble que sea el estado final en que ha quedado el cuadro, al final la función se la lleva otro cuadro del mismo pintor, el Descendimiento. Una obra que siempre que siempre visito cuando voy al Prado - y hace ya tres décadas que empecé -, y por la que sigo tan enamorado como el primer día que la contemplé. Pintor y obra que forman parte integrante de mi ser, de lo que consideró ser yo, y que creo serán de los últimas que olvidaré llegado el momento, por mucho que esto suene a exageración, baladronada y fantasmada.

Inciso: No me extraña que el director del futuro museo de las colecciones reales quiera llevarse esta obra - y alguna otra como el jardín de las delicias de El Bosco o el Lavatorio de Tintoretto -. Claramente quiere una garantía de que su museo vaya a ser visitado por alguien, preferentemente hordas de turistas. Como pueden imaginarse me opongo frontalmente a esta maniobra, por lo que tiene de desmembramiento de un museo paradigma, sólo para servir al capricho de un recién llegado. O como dice el refrán, desvestir a un santo para vestir a otro.

Retomando el hilo: ¿Qué tiene de grande ese cuadro? Pues primero que es un cuadro definitivo, de esos que un pintor sólo pinta una vez en la vida y que te mueven a buscar en toda su obra algo similar, aún sabiendo que será imposible, porque algo así no volverá a repertise, por muy excelso e inspirado que sea ese creador.

Sí, pero no has respondido. ¿Qué tiene de grande ese cuadro?


Pues que, por intentar comunicar lo incomunicable, que cada vez que se contempla se descubre algo nuevo, un detalle mínimo que se te había pasado la primera vez, pero que descubres esencial. Mejor dicho, desde ese momento se torna esencial y definitivo.

Por ejemplo y por citar lo que he descubierto hoy - o que quizás he redescubierto, tras haberlo olvidado - el pequeño alfiler que asegura las telas con la que una de las Marías - la que llora y se enjuga las lágrimas con un pañuelo - se asegura las tocas con las que se cubre el cabello. Un alfiler que sólo se representa mediante el brillo de su cabeza y que tiene una rima en el otro extremo del cuadro, en las ropas de otra María, la Magdalena, donde sujeta esta vez las amplias mangas que cubren sus brazos al vestido que ciñe su cuerpo.

O sin movernos de esa región del cuadro. La mano del hombre que porta los oleos para ungir el cadáver de Cristo, mano que se cuela en el exiguo espacio entre José de Arimatea y la Magdalena, como queriendo apartarla para dejar paso a los que transportan el cuerpo del crucificado. Una mano en fin, en cuyo gesto no hay urgencia, ni violencia, ni apenas contacto, si no es su pulgar que roza levemente el envés de la mano de María como si ese leve contacto bastase para avisarla, para despertarla del trance en que la sumido su dolor y devolverla al mundo de los vivos.

O la curva del cuerpo de María, reproduciendo la curva convulsa y relajada del cadáver de su hijo. Detalle que todos descubren a la primera vista, pero que oculta como los pies de María, ocultos en sus pesado ropajes, han ocupado el espacio que media entre el primer plano del cuadro y la cruz de la que han bajado a su hijo. Su cuerpo, sus piernas, han creado así un obstáculo, una barrera, que obliga a quienes portan el cuerpo a dar un incómodo paso, procurando no tropezar y dejar caer el peso.

Y por supuesto, los detalles de siempre, las ristras de lágrimas que corren por el rostro de la virgen, incluida aquella a punto de caer de su mejilla. Las texturas de las telas, de las pieles, con los efectos de irisado que el doblarse produce en ellas y las hacen aparecer como si fuera posible tocarlas. O los primores de botánico derrochados en las plantas que crecen justo sobre el marco, como si nosotros estuviéramos también sobre el prado que habitan los personajes, y estos no fueran figuras en una hornacina, estatuas policromadas que representan una escena en la cual no podemos participar.

Mientras que ahora, ante la pintura, ante el milagro de esa pintura, ese espacio, esa barrera, han sido abolidas y bastaría con dar unos pocos pasos, para ayudar a Juan a levantar a la virgen, o tomar a la Magdalena de los hombros y apartala del camino del cortejo fúnebre, mientras se la consuela.

Y todo eso y más, en un cuadro que cuando se le ama, es casi imposible apartarse, despegarse de él, dejar de creer en su verdad para volver a la mentira de nuestro mundo.

Y luego, si uno sobrevive, y busca tranquilizarse, están los diez Picassos que nos ha prestado el KunstMuseum de Basel. Cada de uno de ellos una obra maestra en sí, pero especialmente uno, el que se propone un juego de parangones entre Courbet y el español, entre dos grandes maestros, cada uno en su estilo y donde el más joven no tiene miedo de adaptarlo a su manera, sin reducirlo ni limitarse a la copia servil, como hacían esos Pompiers del XIX - lo mismos de los que la Mapfre quiere convencernos de su imporancia - y que simplemente saqueaban a placer a los genios de antaño para satisfacer el hambre de respetabilidad de sus clientes... y donde ni siquiera quedaba la excusa de que estaban riéndose a placer de esos nuevos ricos.

Gustave Courbet, Mujeres al border del rio

Pablo Picasso, Mujeres al borde del río, según Courbet


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