sábado, 14 de febrero de 2015

Revisiones y reconciliaciones

Riña de Gatos, Francisco de Goya
Se lo aviso ya desde el principio, de la obra de Goya, sus cartones para tapices era lo que menos me gustaba. Había excepciones como la que abre esta entrada, a medio camino entre el cómic y la casi abstración, un auténtico OVNI en el panorama de ese rococó final, primer neoclasicismo hispano que fue la década de los 80 del siglo XVIII. Pero aparte de éste cartón singular, el resto nunca me llegó a decir nada, puesto que los veía aún poco Goya, muy atados al modelo de la pintura galante del XVIII en su versión española, y por tanto, muy alejados de sus retratos de la década de los 90 y siguientes, de sus grabados y sus pinturas negras, de ese Goya, que acabó convertido en, pintor sin iguales, excepción sin discípulos ni seguidores, excepto ya en Francia y en la década de los sesenta del XIX.

Se podría decir, por tanto, que si Goya hubiera muerto hacia 1790, sólo le recordarían los estudiosos de la pintura. Hecho aún más excepcional puesto hacia esa fecha, Goya ya contaba con 44 años, edad a la que muchos pintores ya habían dado todo lo que podían, mientras que el español pareció mejorar a medida que envejecía, hasta convertirse en el pintor único de un tiempo pródigo en excepcionalidades, como Napoleón, Beethoven o Ghöte. Dicho esto, sin embargo, hay que reconocer a El Prado su continuado esfuerzo por recuperar a ese Goya antes de Goya, por así decirlo, intentando demostrar exposición tras exposicion que su estilo maduro estaba ya allí, en germen, desde un principio, y que el pintor aragonés sólo tuvo que pulirlo, limpiarlo de impurezas, para descubrírselo a sí mismo.

En ese sentido la Exposición Goya en Madrid del Prado, sigue en esa misma línea, centrándose en esta ocasión en los archifamosos cartones para tapices, y a pesar de su nombre desafortunado - si precisamente algo caracteriza a Goya es residir y trabajar en Madrid - nos ha servido a muchos para reencontrarnos y reconciliarnos con el Goya de los tapices.



Muchachos trepando a un árbol Francisco de Goya
Desde un punto de vista expositivo la exposición es impecable, si no prestamos atención al patinazo de su nombre. Como en otras ocasiones los organizadores de El Prado se las han areglado para poner las obras en su contexto, incluyendo pinturas que sirven para ilustrar y aclarar el tema elegido en cada cartón, rastrear las influencias y modelos, al mismo tiempo que se realiza una comparación entre el modo de Goya y el de sus contemporáneos.

De esa manera, e independientemente de lo que se piense de los tapices, el aficionado puede encontrarse con un buen puñado de obras poco vistas, de esas que duermen en los almacenes de las grandes instituciones o se conservan en museos poco visitados. Tan poco conocidas son estas obras que me ha sido imposible encontrar una reproducción de ellas, aunque una, unos Jugadores de Naipes de autor anónimo que se guardan en la universidad de Santiago, sea una verdadera obra maestra al estilo de Georges de La Tour, mientras que otra es un enigma insoluble, un Niño Tocando al Laúd también anónimo, del que no soy capaz de intuir si se trata de una alegoría religiosa o profana, o el sentido último de una escena contradictoria pero completamente coherente.

Dejando esto a un lado, que sería un plus accesorio a la exposición pero no la elevaría sobre otras falllidas, lo cierto es que ésta, al contraponer a Goya con sus contemporáneos, deja bien a las claras que el aragonés les había dejado completamente atrás en estilo, técnica y destreza. Las pinturas de Bayeu, Paret o Maella, son envaradas, artificiales y cursis, ilustración sin inspiración de lo que los espectadores querían ver, no de lo que se podía ver en las calles de ese tiempo. Los cartones de Goya, por el contrario, aunque persisten en ellos ciertos dejes y tics de sus colegas y maestros, se muestran llenos de vida, de realidad, de verdad, especialmente en aquellos menos conocidos, destinados a decorar espacios menos visibles. Quizás precisamente por esa misma razón

No obstante, en todos ellos se descubrirá siempre un rostro que parece provenir de obras muy posteriores, un gesto o una actitud que, por su frescura y viveza, parecen tener un origen fotográfico aunque esté pintada, y, por encima de todo, una audacia en el colorido y la pincelada, que llevan a Goya a abocetar y a difuminar contornos y perfiles. Esas características que amaban tanto los impresionistas frances, y que, aquí, en esta exposición torna aún más relamidos al resto de pintores coetáneos con los que comparte salas.

Majo Tocando la Guitarra, Francisco de Goya

No obstante, como digo, este descubrimiento de un Goya que es en ya muchos aspecto el Goya que admiramos, ese cuya pintura final revolucionó la pintura europea de medio siglo más tarde, no evita que siga vigente el juicio al que me refería al principio: la década de los 80 es una década de transición, de pintor notable, anclado en su tiempo, a pintor genial, perteneciente a la posteridad.

Basta un detalle para demostrarlo. Tan característico  de Goya como su audacia en la pincelada y el colorido, esa renuncia casi completa al dibujo siguiendo a los venecianos del siglo XVI, es asímismo el hecho de que el pintor aragonés siempre tuvo problemas a la hora de representar el movimiento con verosimilitud. Su figuras tienen una pesantez de estatuas y en muchos casos tienden a ser rechonchas, defectos que fue capaz de solventar de manera ejemplar a partir de la década de los 90, pero que en estos cartones son aun bien visibles, como es el caso del famoso La Gallina Ciega, en el que algunos personajes no pasan de ser maniquiés sin vida - y sin embargo uno de ellos, la mujer del extremo izquierda adquiere por ello una calidad de esfinge, fascinante, casi alucinatoria.

¡Y que más da! No por eso Goya deja de ser Goya. Tanto que prácticamente el único pintor de los coétanos expuestos, es Luis Menendez, y sólo porque Goya nunca practicó el genero del bodegón.

Traílla de Perros, Francisco De Goya

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