viernes, 13 de febrero de 2015

Penumbras Morales (y2)





























En la entrada anterior dedicada a Le dernier des injustes (El último de los injustos, 2013), (pen)último apéndice de Claude Lanzmann a su obra magna Shoah (1985), no había dicho nada sobre el estilo con que ha sido realizada. No es una cuestión menor, ya que la obra que ha marcado su vida y su filmografía, no sólo es notable por su tema, el holocausto, sino por haber conseguido desarrollar una manera peculiar y personal de tratar el genero documental. Ese modo, a su vez, se ha convertido en una referencia que no se puede ignorar, que hay que tener siempre en cuenta, sea para seguirla, sea para rechazarla.

Enfrentado a un hecho único en su horror como fue el exterminio de los judios europeos a manos de los nazis, Lanzmann tomó dos decisiones transcendentales a la hora de narrarlo en imágenes. La primera  fue renunciar a cualquier tipo de imagen de archivo, prefiriendo mostrar los lugares de la ignominia tal y como eran en el momento del rodaje, en los años ochenta. El segundo, y no menos importante, fue eliminarse a sí mismo del espacio visible de la película. Aunque su voz estaba siempre presente, el protagonismo estaba en los entrevistados, a los que permitía hablar largamente, interrumpiéndoles sólo para aclarar algún punto de importancia. De esa manera la mirada y la atención del espectador se centraban en sus expresiones y reacciones, en como la memoria, el inextinguible recuerdo de lo ocurrido, seguían pesando e influyendo en sus vidas. Un eterno vivir en el infierno que sólo terminaría cuando la muerte viniera a buscarles, a cobrarse esa deuda que no exigió en aquel tiempo pasado del que son los únicos supervivientes.

Sin embargo, en los muchos años transcurridos tras Shoah, algo parece haberse transformado en el estilo de Lanzmann. No es que su nueva obra, ese (pen)último epílogo, no continúe en la línea de la obra original, en ese continuo oscilar entre el paisaje del horror en su estado presente y las voces que aún nos transmiten el recuerdo de lo sucedido. Esos dos elementos característicos siguen aún bien vivos, continúan siendo el centro y el puntal de la narración, la reconstrucción y el testimonio, pero junto a ellos, y de forma contradictoria, casi paradójica, Lanzmann se ha permitido añadir precisamente aquellos tros  de los que había abjurado en su momento: La imagen documental y su presencia en el paisaje de recuerdo.

La presencia del testimonio gráfico se realiza de doble manera, ambas cuestionables si se juzgaran con los criterios del Lanzmann de los años ochenta, pero complente justificables dada la excepcionalidad que constituyó el campo de Theresienstadt,  incluso dentro de esa excepcionalidad que fue el programa de exterminio nazi. Como es conocido, Theresienstadt fue concebido como un ghetto modelo, un último refugio para judíos alemanes y austriacos a los que ambos estados debían honores, servicios y sacrificios: héroes de guerra, altos funcionarios, personalidades famosas. Gentes, en fin, que debido a su prestigio y su importancia no podía desaparecer de buenas a primeras sin causar revuelo, nacional e internacional. Debido a estas características de su población de prisioneros, Theresienstadt tuvo un marcado carácter propagandístico que se acentuó al final del conflicto, cuando la evidencia del exterminio obligó a los nazis a intentar demostrar que aquellas acusaciones eran falsas.

Así, en la primavera-otoño de 1944, los nazis se embarcaron en un programa de embellecimiento de Theresienstadt, tras el cual permitieron visitas de la cruz roja internacional, para que certificase el buen trato dado a los judíos. Este episodio fue el tema de Un vivant qui passe (1997), pero las imágenes documentales que Lanzmann utiliza en Le dernier des injustes provienen de un film de propaganda realizado por los mismos nazis y encargado a uno de los prisioneros: Kurt Geron, conocido por su papel protagonista en Der Blaue Engel (El Angel Azul, 1930) de Josef Sternberg. El problema con esa película estriba en que en esa película el campo es presentado como un paraíso en la tierra, donde el tiempo trascurre dulcemente entre actividades culturales y deportivas. Algo que como pueden imaginarse, era diametralmente opuesto al horror habitual del supuesto campo modelo.

Mostradas sin comentario, Lanzmann correría el peligro de apoyar, inconscientemente, a la propia propaganda nazi. Esto le obliga a contrapesarlas, con la narración, leída por él mismo, de testimonios de supervivientes del campo, mientras muestra dibujos realizados por los prisioneros, salvados por pura causalidad, que dejan bien a las claras las condiciones de miseria e ignominia de la vida en el campo. O quizás no, porque a pesar del dolor y la desesperación que sufrían y presenciaban esos pintores, no pudieron renunciar a la belleza, a que el testimonio de sus pinceles dejara de ser un objeto de arte, de admiración y de adoración.

Quizás Lanzmann se dio cuenta de que estas imágenes y testimonios contemporáneos rompían el clima y la objetividad de la película que estaba rozando. Así, apenas aparecen comenzada la película, para desvanecerse sin dejar rastro. Lo que continua, sin embargo, hasta convertirse en rasgo característico de Le dernier des injusts es la presencia continua de Lanzmann en la pantalla. Leyendo los testimonios de otros, paseando por los escenarios del horror, entrevistando a Murmelstein. La razón es fácil de deducir. Todos los testigos a los que entrevisto han muerto ya, se han desvanecido por entero, y de ellos sólo quedan las imágenes que rodara Lanzmann. Las imágenes y el propio Lanzmann, que a su vez se ha transformado en receptáculo de lo que los muertos le contaran, en heredero de su memoria, en superviviente que nunca experimento lo que narra, pero cuya misión, su única misión es contárselo a otros, para que nunca sea olvidado, o peor aún, trivializado.

Y de nuevo me he quedado sin tiempo para hablar del otro protagonista de Le Dernier des Injustes: Benjamin Murmelstein. Queda - y les emplazo - para otra ocasión, la semana que viene.

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