viernes, 27 de febrero de 2015

Falsos principios, Autenticos comienzos

















Todo aficionado al cine tiene grabado a fuego, lo quiera o no, varias supuestas verdades sobre los orígines del cine. La primera, que fue inventado por los Lumière. la segunda que desde ese momento hasta 1915, se extiende un amplio páramo estético y creativo, hasta que ese arte fuera reinventado por Griffith y su Birth of a Nation. El tercero, que esa película e Intolerance son la vara de medir de todo el cine posterior, que nunca ha llegado a despegarse del modelo creado por el cineasta norteamericano.

Todas verdades más que ciertas, pero al mismo tiempo, interesadas mentiras, que se han vuelto insostenibles en el tiempo de la Internet y el acceso masivo e instantáneo a toda la historia de la cinematografía.

Para ser más concretos, lo que realmente inventó Griffith es el modelo de la superproducción comercial, que se ha mantenido inamovible hasta hoy, tanto en sus presupuestos estéticos como temáticos y políticos. De hecho, lo único positivo del éxito de la formula encontrada por Griffith es que sirvió de acicate para que se conformará otra historia del cine, una larga cadena de cineastas que intentaron romper las restricciones de esa manera fundacional presentada como única posible. El resultado fue el descubrimiento de una multiplicidad de paisajes, de un sinfín de regiones por explorar, que desgraciadamente aún hoy permanecen fuera de la visión del gran público.... y de parte de la crítica que aun sigue apegada al modelo Griffithiano

Sin embargo, ni siquiera la invención de ese modo fue exclusiva de Griffith, ni mucho menos una evolución en solitario del cine americano. Los creadores de esa forma tan holliwoodiana fueron, ni más ni menos, los italianos, y Cabiría, rodada en 1914 por Giovanni Pastrone, su forma más depurada y perfecta. Tanto, que el propio Griffith se inspiraría en ella para construir el episodio más logrado, el babilónico, de su obra maestra Intolerance.

Y las sorpresas no se acaban ahí. Al hablar de una película de hace un siglo - y de una arrumbada en la historia del cinematógrafo por las dos obras mayores de Grifftit - podría pensarse en una obra cuyo interés es meramente arqueológico. Si embargo, lo que llama la atención es lo similar que Cabiria es a los diferentes blockbusters que se han ido sucediendo hasta la fecha, de forma que se puede decir que en ella están resumidos todos los defectos y virtudes de esa forma. Como si la cinematografía, al menos la comercial, no hubiera evolucionado desde el día de su fundación.

En el debe de Cabiria, y de todo ese género, están sus pretensiones universales. Toda supreproducción que se precie intenta apabullar al espectador por su detallismo y su pretendida fidelidad histórica. Suyo es el reino de la reconstrucción absoluta y precisa que pretende hacer vivir al espectador en un pasado ya perdido, mientras que intenta resumir complejos fenómenos históricos en el corto espacio de un par de horas. Desgraciadamente, al final estas películas desmesuradas no se diferencian mucho de las óperas barrocas, donde lo único histórico era el nombre de los personajes en escena... y a veces ni eso. Lo que interesa en realidad es embutir en el metraje escenas de batallas, amores desaforados, salvamentos imposibles, y cuantos más mejor. Los recursos del melodrama y la novela de aventuras, hinchados hasta casi explotar a base de carretadas de dinero.

No obstante, es esta misma inverosimilitud narrativa, ese tendencia al pastiche visual, cuando no al kitsch, es lo que acaba por dotarlas de un innegable encanto, tanto más cuanto más alejadas están de nuestro presente. Este es el caso de Cabiria, que al pertenecer a otra dimensión estética tan distinta a la nuestra - la de la ópera italiana cuando ésta era aún contemporánea, el dramón lacrimógeno decimonónico, la pintura académica de historia y el tableau vivant con pretensiones de documento -  acaba por adquirir una ingenuidad, una inocencia, que no tenía en inicio. Elementos que sirven para compensar el mucho cartón piedra con el que está construida y acaban por acercarla a la sensibilidad postmoderna, según la que todo es falso, nada es decisivo, todo es comparable.

Pero no queda ahí la cosa, en el mero chiste que se ve con nostalgia.  Cabiria ya es una película mayor, bien montada y trabada, con sutiles movimientos de cámara que realzan y señalan momentos de la acción. Más importante aún, se trata quizás de una de las primera películas en las que la cámara no está en el escenario, sino cerca de los personajes, cuyas emociones y estados del alma retrata a la perfección.
























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